Richard Helene - La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente

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La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente: краткое содержание, описание и аннотация

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Aunque la caída del Muro de Berlín y la implosión soviética auguraban una etapa de paz y prosperidad, en la que los dos bloques terminarían convergiendo en torno a la democracia y al libre mercado, las cosas resultaron diferentes: casi tres décadas después, Rusia se levantó –una vez más– de sus cenizas, y hoy desafía a las potencias occidentales. Con artículos escritos por prestigioso analistas internacionales, La nueva Guerra Fría ofrece un panorama apasionante del conflicto geopolítico que hoy tiene en vilo a todo el planeta.

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Este posicionamiento de Rusia ya no se basa pues en una rivalidad entre sistemas económicos opuestos. Sin embargo, Occidente no lo acepta: desde la anexión de Crimea, Moscú sufre su cuarta ola de sanciones. Poco antes de abandonar el poder, el presidente Barack Obama recordaba sin embargo el carácter relativo de la amenaza: “Los rusos no pueden debilitarnos realmente. Son más pequeños, más débiles que nosotros. Su economía no produce nada que los demás quieran comprar, a excepción de petróleo, gas y armas”. Sin embargo, el establishment estadounidense no deja de presionar a Donald Trump para que se muestre fuerte. Moscú no se queda atrás: en su “fortaleza asediada”, el pueblo une fuerzas en torno a su líder y a su ejército. Un asesor cercano a Putin exhorta a su país a asumir su “soledad geopolítica”, presintiendo que el rechazo europeo corre el riesgo de empujar a Moscú a los brazos de China, cuyo dinamismo económico y demográfico preocupa sin embargo a los dirigentes rusos.

Al acorralar a un enemigo imaginario, Occidente provoca lo que siempre quiso evitar: un acercamiento entre dos potencias separadas por muchas razones, pero que ya no aceptan un mundo unipolar que a sus ojos se volvió obsoleto. En la vasta recomposición de las alianzas que definen el mapa geopolítico del presente, hay un solo ausente: el partido de la paz.

Traducción: Gustavo Recalde

Capítulo 1

La humillación

El gigante soviético se desploma

Amnon Kapeliouk

Con el reemplazo, en el Kremlin, de la bandera roja del Estado soviético por la bandera tricolor de Rusia de 1917, el 26 de diciembre de 1991 a la medianoche, finalizó uno de los capítulos más agitados de la historia del siglo XX. La URSS no estalló, no desapareció del mapa como consecuencia de golpes provenientes del exterior: fue destruida desde el interior por sus propios hijos, y con un empeño asombroso. Sus tradicionales adversarios, convertidos finalmente en “amigos”, que tanto habían deseado la desaparición del “imperio del Mal”, según la famosa expresión del presidente estadounidense Ronald Reagan, sólo tenían que contemplar plácidamente esa increíble e inaudita agonía. Ni siquiera tenían necesidad de hacer esfuerzos para recoger información sobre lo que sucedía en el país: los secretos de esta gran potencia en vías de desaparición se ventilaban en los medios de comunicación, en las calles. Bastaba con entender el idioma ruso para conocerlos.

Se supo mucho más: por ejemplo, los detalles del sistema de escuchas –uno de los más sofisticados del mundo–, instalado en el nuevo edificio de la embajada estadounidense en Moscú, fueron provistos al amigo estadounidense por la propia KGB (1). Boris Yeltsin, el nuevo amo del Kremlin, quería ofrendarle al amigo alemán un regalo “humano”: Erich Honecker, el ex presidente de la República Democrática Alemana (RDA), uno de los dirigentes comunistas más fieles a Moscú.

“Fue como si uno entregara su mascota para experimentos de vivisección”, expresaba con amargura uno de los militares soviéticos que se opusieron a la extradición del viejo líder de Alemania Oriental prometida por Yeltsin al canciller Helmut Kohl.

Poco tiempo antes de su dimisión, Mijail Gorbachov seguía diciendo que los soviéticos no podían “dejar atrás la vida de [sus] padres y [sus] abuelos”. El nuevo equipo entonces en el poder, en cambio, rechazaba esa historia.

Varias causas importantes contribuyeron al estallido de la Unión Soviética, otrora gran y temible potencia dotada del arsenal nuclear más importante del mundo.

Ante todo, una crisis económica se extendió en todo el país a comienzos de los años de la perestroika (1985-1991), expandiéndose hasta provocar una situación de penurias que recordaba la de los años de la Segunda Guerra Mundial. En todas partes, resurgieron luego viejos conflictos étnicos, a veces sangrientos (existían unas ciento sesenta etnias en el vasto territorio de la URSS), debido al debilitamiento de la autoridad; luego se abandonó la ideología imperante en beneficio de nociones vagas como los “valores humanos universales” o el “equilibrio de los intereses”. La aparición, también, de una libertad de expresión bastante amplia permitió la eclosión de las corrientes políticas más diversas, incluyendo aquellas que preconizaban abiertamente la destrucción del Estado soviético. Todos supieron entonces que el Partido Comunista perdería gradualmente su lugar, su papel dirigente, su credibilidad. Finalmente, elemento nada despreciable en esta conmoción, quizás el más espectacular: la personalidad de Boris Yeltsin, convertido en Presidente de Rusia [en junio de 1991].

Yeltsin y su equipo aprovecharon el debilitamiento cada vez más acentuado del régimen, el calvario de la vida cotidiana, el fracaso democrático, e hicieron todo para destruir el Estado multinacional que era la Unión Soviética. Basándose en la idea de la soberanía de las repúblicas, lograron finalmente eliminar toda centralización, incluso cuando su función fuese de gran utilidad.

El irresistible ascenso de Boris Yeltsin se vio favorecido, entre otros factores, por una serie de errores de Mijail Gorbachov respecto de su rival. Así, en lugar de neutralizarlo manteniéndolo dentro del sistema, lo expulsó, en febrero de 1988, del buró político del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), del cual era miembro suplente, y lo empujó al sector de los intelectuales del Grupo Inter-regional de Demócratas, que sería creado en 1989. Al mismo tiempo, Gorbachov proveyó a dicho grupo de un líder popular que sabía hablarle a la gente humilde y que lanzaba promesas y proyectos que entusiasmaban al ciudadano medio. Y que rivalizó exitosamente con el número uno del régimen –algo impensable antes de la perestroika–. Apparatchik comunista bastante ortodoxo, autoritario, Yeltsin se convirtió en el símbolo de la lucha sin piedad contra el Partido Comunista, contra el socialismo –ya identificado con las penurias por amplios sectores de la sociedad– e incluso, a lo largo del año 1991, no sólo contra las estructuras del Estado centralizado agonizante, sino también contra el proyecto de confederación propuesto por Gorbachov durante largos meses, en colaboración con líderes de diferentes repúblicas soviéticas. Yeltsin no quería esa federación, y logró bombardearla. El 21 de diciembre de 1991, en lugar de la moribunda URSS, nacía la Comunidad de Estados Independientes (CEI) de once repúblicas soviéticas, que aspiraba a la instauración del capitalismo.

El triunfo de Boris Yeltsin fue decisivo y fulminante. Mientras que Gorbachov quería reformas, a veces profundas, pero siempre en el marco del sistema, Yeltsin aspiraba a destruirlo completamente. Como un verdadero emprendedor, logró hacerlo y, en ese aspecto, se vio magníficamente ayudado por el intento de golpe de Estado de agosto de 1991 (2). Al subrayar el fracaso del régimen, Yeltsin afirmaba entonces: “Gorbachov quería unir lo que no puede unirse: el comunismo con la economía de mercado, la propiedad privada con la propiedad pública, el Partido Comunista con el multipartidismo. La convivencia de estas contradicciones es imposible” (3).

La perestroika toma impulso

Valiéndose del hecho de que no estaba en el poder cuando la situación económica se volvió alarmante, Boris Yeltsin supo capitalizar el descontento de la población, más aun cuando Gorbachov se mostraba incapaz de sacar al país de la crisis. Él se presentaba, en cambio, como el hombre decidido a implementar las reformas necesarias.

La idea inicial de la perestroika –la democratización de la sociedad soviética– había sido recibida favorablemente en el país, pero los responsables que la implementaron no evaluaron bien la dimensión de la tarea que debía realizarse. Comenzaron por lo más fácil, la política, dejando de lado la economía. Introdujeron reformas en las instituciones, instauraron el multipartidismo y elecciones libres... pero, cuando el marasmo económico se agravó, todo escapó a su control.

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