Ben Aaronovitch - Susurros subterráneos

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Es hora de llamar de nuevo al agente Peter Grant, el último mago de Gran Bretaña. Es Navidad, y Peter Grant recibe una llamada de la inspectora Stephanopoulos: debe investigar un asesinato en uno de los túneles del metro de Londres en Baker Street, un lugar tenebroso, húmedo y con un pasado muy oscuro. Todos los indicios apuntan a que una fuerza mágica ha intervenido en la muerte de la víctima, James Gallagher, hijo de un senador estadounidense. El FBI envía a la agente Kimberly Reynolds para colaborar en la investigación y Peter se verá obligado a ocultarle cualquier atisbo de magia. En las oscuras entrañas de la ciudad, plagadas de cloacas victorianas y ríos enterrados, resuenan los susurros de unos espíritus torturados que buscan venganza…"Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro." The Independent

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Asintió.

—Vale —dijo, y empezó a subir.

—¡Eh! —le grité.

—Tengo que echarme crema, idiota —me respondió.

Miré a Toby; se estaba rascando la oreja.

—Adivina quién viene a cenar —dije.

Molly, dolida quizás por la cantidad de comida para llevar que ingeríamos en las cocheras, había empezado a experimentar. Pero esa noche, probablemente por comodidad, había vuelto a los clásicos. De hecho, se había remontado a la vieja Inglaterra.

—Es venado a la sidra —dije—. Lo ha tenido en remojo toda la noche. Lo sé porque anoche bajé a buscar un tentempié y los vapores casi acaban conmigo.

Molly lo había servido aderezado con champiñones en una olla, con patatas asadas, berros de agua y judías verdes. Lo importante, desde mi punto de vista, era que estaban en filetes —Molly podía llegar a ser muy anticuada con cosas como las mollejas, que no son lo que muchos de vosotros pensáis, debería añadir—. Después de asistir a un par de accidentes mortales, la casquería pierde su atractivo. De hecho, me alucina que todavía me guste comer kebabs.

Lesley se había quitado la máscara y yo no sabía hacia dónde mirar. Le brillaba el sudor de la frente y la piel de las mejillas y lo que quedaba de su nariz tenían un aspecto rosáceo e inflamado.

—No puedo masticar bien por el lado izquierdo —dijo—. Voy a poner cara rara.

«Venado —pensé—, una carne exquisita, pero que cuesta mucho masticar… Buen trabajo, Peter».

—¿Como cuando comes espaguetis? —pregunté.

—Me los como al estilo italiano —respondió.

—Sí, claro, con la cabeza dentro del plato —dije—. Muy elegante.

El venado no estaba duro, se cortaba como la mantequilla. Pero Lesley tenía razón, la forma en la que lo amontonaba en un solo carrillo, como una ardilla con dolor de muelas, resultaba graciosa.

Me dirigió una mirada agria que me provocó la risa.

—¿Qué? —preguntó después de tragar. Me di cuenta de que las cicatrices de la última operación en la mandíbula todavía estaban rojas e hinchadas.

—Me gusta poder ver tus expresiones —dije.

Se quedó paralizada.

—¿Cómo se supone que voy a saber si bromeas o no?

—pregunté.

Se acercó la mano a la cara y se detuvo. Se la quedó mirando, como si se sorprendiera de que se cerniera sobre su boca, y después la empleó para coger el agua en su lugar.

—¿No podías dar por hecho que siempre estaba bromeando? —preguntó.

Me encogí de hombros y cambié de tema.

—¿Qué opinas del ermitaño del rascacielos?

Frunció el ceño. Me sorprendió, no sabía que aún podía hacerlo.

—Me pareció interesante —respondió—. Aunque la enfermera daba miedo, ¿no crees?

—Tendríamos que haber ido con uno de los Rivers —dije—. Son capaces de distinguir a un practicante solo con olerlo.

—¿En serio? ¿Y a qué olemos?

—No quise preguntarlo —dije.

—Estoy segura de que Beverly pensaba que olías estupendamente —comentó Lesley. Tenía razón, daba igual que llevara la máscara o no porque yo no era capaz de saber si estaba bromeando.

—Me pregunto si será inherente a los Rivers o si todos los… —Me detuve antes de decir «seres mágicos», hay que tener principios.

—¿Monstruos? ¿Criaturas? —sugirió Lesley.

—Los dotados de magia —dije.

—Bueno, no cabe duda de que Beverley estaba dotada de magia —dijo Lesley. «Decididamente está bromeando», pensé—. ¿Crees que es algo que nosotros podríamos aprender a hacer? —preguntó—. Nuestro trabajo sería mucho más fácil si pudiéramos rastrearlos con el olfato.

Es fácil saber cuándo alguien está modelando una forma en su cabeza. Es como los vestigia: cualquiera puede sentirlos; el truco, como siempre, es identificar la auténtica impronta de esa sensación. Nightingale decía que podías aprender a reconocer a un solo practicante por su signare, la distintiva firma que dejaba su magia. Cuando Lesley se unió a nosotros, hice una prueba a ciegas y me di cuenta de que no podía notar en absoluto la diferencia, aunque Nightingale podía hacerlo diez veces de diez.

—Es algo que se aprende con la práctica —había dicho. También había afirmado que no solo podía distinguir a la persona que había hecho un hechizo, sino también a la persona que había enseñado al conjurador y, a veces, a la persona que había elaborado el hechizo. Yo no supe muy bien si creerlo.

—Se me ha ocurrido un protocolo provisional con el que podemos experimentar —dije—. Pero supone que uno de los Rivers se quede muy quieto mientras nos turnamos para escuchar sus pensamientos. Y necesitaríamos a Nightingale para que sirviera de control.

—No creo eso vaya a ocurrir en un futuro cercano —dijo Lesley—. Quizás esté en la biblioteca… ¿Cómo va tu latín?

—Mejor que el tuyo: Aut viam inveniam aut faciam —dije. Significaba: «Encontraré un modo u otro». Era una de las frases favoritas de Nightingale y se le atribuía a Aníbal.

—Vincit qui se vincit —indicó Lesley, a quien le gustaba aprender latín casi tanto como a mí. «Vence el que se vence a sí mismo», otra de las preferidas de Nightingale y el lema de la película de Disney La bella y la bestia, lo que todavía no habíamos tenido el valor de confesarle.

—Se pronuncia «vinquit», no «vincit» —dije.

—Que te den —dijo Lesley.

Le sonreí y ella me correspondió…, más o menos.

Martes

Capítulo 6

Sloane Square

El equipo externo de investigación de la Brigada de Homicidios se encuentra en una habitación grande del primer piso, atrapado entre el Equipo de Investigación Interna y la Unidad de Inteligencia (lema: nosotros pensamos para que otros policías no tengan que hacerlo). Era una habitación amplia, con las paredes azul cielo y una moqueta azul oscura repleta de una docena de escritorios y una variedad de sillas giratorias, algunas de las cuales se mantenían unidas gracias a la cinta de embalar. En los viejos tiempos habría olido a tabaco, pero hoy en día tenía el tufillo familiar de policías trabajando bajo presión; no estoy seguro de si era una mejora o no.

Me habían dicho que fuera a una ronda informativa a las siete de la mañana, así que llegué a menos cuarto y descubrí que compartía una mesa con Guleed y el agente Carey. Una brigada de homicidios al completo la conforman veinticinco personas, y la mayoría llegaron a tiempo a la sesión, que empezó a las siete y cuarto. Se escuchaban muchos sorbos de café y quejas sobre la nieve. Saludé a los agentes que conocía del caso Jason Dunlop y todos conseguimos sentarnos en sillas o sobre los escritorios de un extremo de la sala, donde Seawoll estaba frente a una pizarra blanca, igual que hacen en la televisión.

A veces tus sueños sí que se hacen realidad.

Hizo un repaso sobre el dónde, el cuándo, el cómo y el quién. Stephanopoulos dio una breve victimización de James Gallagher y golpeó levemente la fotocopia de una imagen del rostro de Zachary Palmer que se había colocado en la pizarra.

—Ya no es sospechoso —dijo, y me sorprendió bastante darme cuenta de que nadie me había dicho que lo era. Como es obvio, cuando juegas con los mayores esperas que te mantengan al tanto—. Tenemos imágenes en vídeo de la entrada delantera y trasera de la casa de Kensington Gardens y no se lo ve dejarla hasta que aparecimos nosotros a la mañana siguiente.

Empezó a repasar las distintas líneas de investigación y uno de los agentes que estaba a mi lado dijo: «Esto va a ser un coñazo».

Segundo día, ningún sospechoso principal. Tenía razón, iba a ser cuestión de desmenuzar las pistas hasta que algo saltara a la vista. A no ser, por supuesto, que hubiera un atajo sobrenatural, en cuyo caso se me presentaría la oportunidad de lucirme. Quizás de ganarme algunos favores, ¿conseguir algo de respeto?

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