Ben Aaronovitch - Susurros subterráneos

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Es hora de llamar de nuevo al agente Peter Grant, el último mago de Gran Bretaña. Es Navidad, y Peter Grant recibe una llamada de la inspectora Stephanopoulos: debe investigar un asesinato en uno de los túneles del metro de Londres en Baker Street, un lugar tenebroso, húmedo y con un pasado muy oscuro. Todos los indicios apuntan a que una fuerza mágica ha intervenido en la muerte de la víctima, James Gallagher, hijo de un senador estadounidense. El FBI envía a la agente Kimberly Reynolds para colaborar en la investigación y Peter se verá obligado a ocultarle cualquier atisbo de magia. En las oscuras entrañas de la ciudad, plagadas de cloacas victorianas y ríos enterrados, resuenan los susurros de unos espíritus torturados que buscan venganza…"Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro." The Independent

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—Somos policías, Peter —respondió—. Siempre es mejor presentarse en un sitio por sorpresa, hace que resulte más difícil guardarse los secretos.

—Vale, tiene sentido —admití.

Lesley suspiró.

Todos los rellanos de los pisos tenían la misma forma de un triángulo incompleto, unas paredes de hormigón desnudas, moquetas grises y salidas de emergencia del tamaño y forma de las puertas herméticas de un submarino. Albert Woodville-Gentle vivía en el segundo tercio de la torre, en el piso treinta. Todo estaba impoluto. Me pone de los nervios que tanto hormigón institucional esté limpio.

Llamé al timbre.

En la práctica, el objetivo de ser policía es no reunir información de forma encubierta. Se supone que tienes que plantarte ante la puerta de la gente, aterrorizarlos con el simple esplendor de tu autoridad y hacerles preguntas hasta que te cuenten lo que quieres saber. Por desgracia, a los de La Locura nos ordenaban mantener la existencia de lo sobrenatural, si bien no en secreto del todo, desde luego sí a un nivel discreto. Al parecer, todo formaba parte del acuerdo. Esto quería decir que empezar cualquier interrogatorio con la pregunta: «Eh, ¿estudiaste magia en la universidad?» estaba fuera de toda cuestión y teníamos que elaborar un plan ingenioso en su lugar.

La puerta se abrió enseguida, lo que nos indicó que el conserje había llamado para prevenir a los residentes. Una mujer de mediana edad con el rostro ajado, los ojos azules y el cabello del color de la paja sucia apareció en el umbral. Se fijó en la máscara de Lesley y retrocedió un paso involuntariamente —siempre funciona—.

Me presenté y le mostré la placa. Inspeccionó primero la placa y después a mí —tenía unos ojos estrechos y desconfiados—. A pesar de la sencilla falda marrón, una blusa a juego y una rebeca, me fijé en que del bolsillo del pecho, bocabajo, le colgaba un reloj analógico. ¿Sería una enfermera privada?

—Venimos a ver al señor Woodville-Gentle —anuncié—. ¿Está en casa?

—Se supone que a esta hora tiene que descansar —respondió la mujer. Tenía acento eslavo. «Ruso o ucraniano», pensé.

—Podemos esperar —dijo Lesley. La mujer se la quedó mirando y frunció el ceño.

—¿Podría saber quién es usted? —pregunté.

—Soy Varenka —contestó—. Soy la enfermera del señor Woodville-Gentle.

—¿Podemos pasar? —preguntó Lesley.

—No lo sé —dijo Varenka.

Yo ya tenía mi libreta preparada.

—¿Puede decirme su apellido, por favor?

—Es una investigación oficial —dijo Lesley.

Varenka titubeó y entonces, me pareció que de mala gana, se apartó de la puerta.

—Pasen, por favor —dijo—. Iré a ver si el señor Woodville-Gentle se ha despertado ya.

«Qué curioso…», pensé. Prefería dejarnos entrar a decirnos su apellido.

El piso era lisa y llanamente un largo rectángulo con el salón y una cocina pequeña a la izquierda y los dormitorios y lo que supuse que serían los baños, a la derecha. Había estanterías en todas las paredes y, como las cortinas estaban echadas, el aire se había concentrado y desprendía un tufillo a desinfectante y moho. Me fijé en los libros mientras Varenka, la enfermera, nos conducía al salón y nos pedía que esperásemos. Era como si la mayoría de los libros hubieran salido de una tienda de segunda mano: los de tapa dura tenían las sobrecubiertas deterioradas y los de tapa blanda tenían los lomos arrugados y las cubiertas descoloridas por la luz del sol. Daba igual donde los hubiera comprado, los tenía organizados meticulosamente por temas, hasta donde alcancé a ver, y después por autor. Había dos estantes llenos de lo que parecían ser todos los libros de Patrick O’Brian, hasta Almirante en tierra, y otro con una pila de libros de tapa blanda de Penguin de la década de los cincuenta.

Mi padre mata por esos libros de Penguin, dice que tenían tanta clase que todo lo que tenías que hacer era sentarte en la cafetería adecuada del Soho, fingir que estabas leyendo uno y estarías tan en la onda que impresionarías a las jovencitas antes de pedirte otro café.

Lesley me agarró del brazo disimuladamente para recordarme que debía parecer duro y profesional mientras Varenka nos conducía al salón antes de ir a despertar a Albert Woodville-Gentle.

—Va en silla de ruedas —murmuró Lesley.

A juzgar por el espacio que había entre los muebles y la situación de la mesa, el piso se había dispuesto para una silla de ruedas. Lesley perfiló con el zapato las zonas de la alfombra en las que las finas ruedas habían dejado marcas sobre el tejido burdeos.

Escuchamos unas voces apagadas que provenían del otro lado del piso. Varenka elevó la suya un par de veces, pero, como fue obvio unos minutos después, perdió la discusión porque apareció por el pasillo empujando la silla de su paciente en dirección al salón para recibirnos.

Uno siempre espera que la gente que va en silla de ruedas parezca anquilosada, así que me impresionó que Woodville-Gentle estuviera rollizo, sonrosado y sonriente. O, al menos, la mayor parte de su cara sonreía. Tenía una evidente inclinación hacia el lado derecho. Parecían las consecuencias de un derrame cerebral, pero vi que mantenía la movilidad completa de ambos brazos, aunque le temblaban notablemente. Tenía las piernas escondidas bajo una manta de cuadros que lo tapaba hasta los pies. Iba bien afeitado, bien aseado y parecía realmente contento de vernos, lo que es, en caso de que te lo estés preguntando, otra casilla del cartón de bingo del comportamiento sospechoso.

—Dios bendito —dijo—, es la poli. —Se dio cuenta de que Lesley llevaba una máscara y volvió a mirarla de forma exagerada—. Joven, ¿no cree que se está tomando el trabajo de ir de incógnito demasiado en serio? ¿Puedo ofrecerles un té? Varenka hace un té muy bueno, siempre y cuando les guste con limón.

—Pues da la casualidad de que sí que me tomaría una taza, oiga —dije. Si él iba a comportarse como un libertino de clase alta, yo no me quedé muy atrás con mi vocabulario de policía cockney .

—Siéntense, siéntense —dijo, y nos señaló un par de sillas colocadas junto a la mesa del comedor. Empujó él solo la silla de ruedas, se colocó enfrente y juntó las manos para que dejaran de temblar—. Ahora tiene que contarme lo que los ha hecho irrumpir en mi domicilio.

—No sé si está usted al tanto de esto, pero David Faber desapareció recientemente y nos estamos encargando de localizar su paradero —dije.

—Creo que nunca he oído hablar de ningún David Faber —dijo Woodville-Gentle—. ¿Es alguien famoso?

Abrí visiblemente la libreta y hojeé las páginas.

—Los dos fueron al Magdalen College de Oxford durante los mismos años: de 1956 a 1959.

—Eso no es correcto del todo —dijo Woodville-Gentle—. Yo asistí a partir de 1957 y, aunque mi memoria no es lo que solía ser, estoy bastante seguro de que me acordaría de un nombre como Faber. ¿Tienen alguna fotografía?

Lesley sacó una imagen de su bolsillo interior, una versión claramente coloreada de una fotografía en blanco y negro. En ella aparecía un hombre de pie, vestido con una chaqueta de tweed y con un corte de pelo ondulado verdaderamente antiguo, que se apoyaba sobre una anodina pared de ladrillo con una hiedra.

—¿Le suena de algo ahora? —preguntó Lesley.

Woodville-Gentle miró de reojo la fotografía.

—Me temo que no —dijo.

Me habría sorprendido si lo hubiera hecho teniendo en cuenta que Lesley y yo nos la habíamos bajado de una página de Facebook sueca. David Faber era completamente imaginario. Habíamos escogido un sueco porque era prácticamente imposible que cualquiera de los Pequeños Cocodrilos hubiera llegado a reconocerlo. Era una mera excusa para meter las narices en sus vidas sin alertar a ningún practicante de que íbamos tras ellos, si es que había alguno más.

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