Ben Aaronovitch - Familias fatales

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¿Podrá el agente Peter Grant detener al mago más peligroso de Londres?El cuerpo mutilado de una mujer y ni rastro de magia: eso es lo único que el agente Peter Grant encuentra en la escena del crimen. Pero tiene razones para creer que el asesino practica la magia… Todas las pistas apuntan al mismo lugar: el Skygarden, una torre diseñada por un loco y habitada por personas desesperadas. Dispuestos a resolver el misterio,Peter Grant y su mentor, el inspector Nightingale, se adentrarán en las tinieblas más allá del Támesis, donde se esconden los secretos más oscuros de Londres. «Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro.» The Independent

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—Tendrías que haber visto su cara —dijo Jaget—. Estaba tan frustrado.

—¿Y consiguió hacerlo al final?

—Qué va —señaló—. Para entonces, alguien de la sala de control de la estación le había visto y bajó corriendo para intervenir. —Y menos de seis horas después, el hombre del traje de raya diplomática estaba detenido, internado y lo habían enviado a toda velocidad a una unidad psiquiátrica para mantener una charla rápida con el psicólogo de guardia.

—Me pregunto si lo volvió a intentar.

—Mientras no lo hiciera en nuestro horario —dijo Jaget.

—Entonces ¿qué hay de sospechoso en nuestro señor Lewis?

—La zona desde la que saltó —respondió—. Las entidades subterráneas tienden a ser bastante predecibles al elegir el punto desde el que saltarán hacia el olvido.

»Si simplemente es un grito de desesperación —explicó—, entonces saltan desde el extremo más alejado del andén, de manera que al metro le dé tiempo a detenerse casi por completo cuando llegue allí. Si van en serio, entonces se dirigen al otro extremo, donde el conductor no tiene oportunidad de reaccionar y el metro va a toda velocidad. Joder, si lo haces desde ahí, ni siquiera tienes que saltar, te asomas y el metro te arranca la cabeza.

—¿Y si saltan desde el medio?

—Entonces no están seguros. Es algo gradual: si tienen dudas, van a un extremo y si están seguros, van al otro.

—El señor Lewis eligió el centro —dije—, así que estaba indeciso.

—El señor Lewis —dijo Jaget rebobinando las imágenes hasta justo antes del salto— se tiró justo delante de la entrada de los pasajeros. Si un tren hubiera llegado de inmediato, lo entendería, pero tuvo que esperar. Es como si su posición en el andén fuera irrelevante.

Me encogí de hombros.

—¿Y?

—Tu posición nunca es irrelevante —dijo Jaget—. Es la última acción que harás vivo… Mírale. Se limita a mirar una vez el metro para calcular el momento preciso y ¡pum! Se acabó. Mira la confianza que le imprime al salto, no duda en absoluto.

—Me inclino ante tus elevados conocimientos de los suicidios en las vías —dije—. ¿Qué crees que pudo pasar exactamente?

Jaget observó su café durante un instante y después preguntó:

—¿Es posible obligar a la gente a hacer cosas contra su voluntad?

—¿Te refieres a como en el hipnotismo?

—Más que hipnotizarlas —dijo—. Como si te lavaran el cerebro durante un segundo.

Pensé en la primera vez que me encontré con el Hombre Sin-rostro y en la forma tan casual con la que me había ordenado que saltara de una azotea. Yo también lo habría hecho si no hubiera desarrollado una resistencia para esa clase de cosas.

—Se llama glamour —dije.

Jaget se me quedó mirando durante un rato, creo que no esperaba que yo fuera a responder que sí.

—¿Y puedes hacerlo? —preguntó.

—¡Haz el favor! —exclamé. Ya le había preguntado a Nightingale por el glamour y me había contestado que incluso la variedad más sencilla se realizaba con un hechizo de séptima orden y los resultados no eran demasiado fiables. «Sobre todo cuando piensas que es una tarea de la que es fácil defenderse», había dicho.

—¿Qué hay de tu jefe?

—Dice que sabe la teoría pero que nunca ha llegado a hacerlo —contesté—. El doctor Walid cree que altera la química del cerebro, haciéndote extraordinariamente sugestionable, pero solo es una teoría.

En particular porque el protocolo presuntamente experimental que teníamos el doctor Walid y yo de cargarnos a algunos voluntarios y comprobar la composición química de su sangre antes y después estaba en el extremo de una larga lista de otras cosas que queríamos evaluar. Y eso asumiendo que consiguiéramos la aprobación de Nightingale y del Consejo de Investigación Médica.

—¿Crees que a nuestro señor Lewis le obligaron a suicidarse? —pregunté—. ¿En qué te basas? ¿En el sitio desde el que saltó?

—No solo eso —dijo Jaget, y preparó otro MPEG en su tableta—. Mira esto.

Este vídeo estaba compuesto de los primeros planos de la cabeza y hombros de Richard Lewis, de cuando subía las escaleras mecánicas hasta el vestíbulo. La resolución de las cámaras de vigilancia se había ido optimizando rápidamente y el Metro de Londres, objetivo terrorista desde antes de que se inventara el término, tiene los mejores modelos disponibles. Pero la imagen seguía estando granulada y sufría repentinos cambios de luz que daban a entender que su mejora había sido buena, bonita y barata.

—¿Qué tengo que buscar? —pregunté.

—Mira su cara —dijo Jaget. Y eso hice.

Tenía el rostro normal y corriente de un trabajador que vive en las afueras, cansado, resignado, parpadeando de forma ocasional cuando localizaba algo o a alguien que llamaba su atención. Miró el reloj al menos dos veces mientras subía las escaleras, nervioso por coger el primer tren a Swindon.

—Vive en las afueras —dijo Jaget, y compartimos un momento de incomprensión mutua ante la inexplicable elección de vida de esa clase de ciudadanos.

La imagen era lo suficientemente buena como para capturar el momento anterior a su salida por lo alto de la escalera y grabar el torno menos concurrido. Lewis volvió a mirar su reloj y se dirigió a su salida predilecta adrede. Entonces se detuvo y dudó durante un instante antes de darse la vuelta, encaminándose hacia las escaleras descendentes y su cita con el extremo de un tren modelo Mark II de 1972.

Era como si se hubiera acordado de que se le había olvidado algo.

—Es demasiado rápido —dijo Jaget—. Si se te olvida algo, te detienes, piensas: «Oh, Dios, tengo que volver a bajar todas las escaleras, ¿de verdad necesito tan desesperadamente lo que sea?», y entonces te das la vuelta.

Tenía razón. Richard Lewis se detuvo y se volvió tan deprisa como si estuviera en una plaza de armas y le hubieran dado una orden. Mientras bajaba las escaleras tenía una expresión abstraída e intensa, como si estuviera pensando en algo importante.

—No sé si es glamour —dije—, pero definitivamente es algo. Creo que necesito una segunda opinión.

Pero yo ya estaba pensando en que era el Sin-rostro.

* * *

—Es complicado —dijo Nightingale después de que lo atrajera a la tecnocueva y le mostrara las imágenes—. Es una técnica muy restringida y una estación de metro en plena hora punta es difícilmente el ambiente ideal para practicarla. ¿Tienes algún celuloide que muestre una vista amplia del vestíbulo?

Me llevó un par de minutos buscar entre los archivos que Jaget me había enviado, sobre todo por el estrafalario sistema que empleaba para catalogarlos. Nightingale soltó un murmullo de asombro por la facilidad y velocidad con la que se podía manipular el «celuloide».

—¿O eso se llama cinta? —preguntó.

No le dije que eso se almacenaba como información binaria en discos brillantes que giraban muy deprisa, en parte porque tendría que haber buscado los detalles yo mismo, pero sobre todo porque, para cuando entendiera dicha tecnología, ya la habrían sustituido por otra cosa.

Se tiró una hora pasando las imágenes del vestíbulo adelante y atrás para ver si localizaba al practicante entre la multitud de pasajeros. El nivel de concentración de Nightingale puede ser aterrador, pero ni siquiera él fue capaz de identificar a algún sospechoso.

—Podría haber ido caminando dos pasos por detrás de él —dijo Nightingale—. Tampoco es que sepamos qué aspecto tiene.

Lesley quería saber, después de que la pusiéramos al día, por qué dábamos por hecho que era el Sin-rostro.

—Podría haber sido una de las novias acuáticas de Peter —dijo—. U otra cosa igual de extraña con la que no nos hayamos topado todavía.

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