Ben Aaronovitch - Familias fatales

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¿Podrá el agente Peter Grant detener al mago más peligroso de Londres?El cuerpo mutilado de una mujer y ni rastro de magia: eso es lo único que el agente Peter Grant encuentra en la escena del crimen. Pero tiene razones para creer que el asesino practica la magia… Todas las pistas apuntan al mismo lugar: el Skygarden, una torre diseñada por un loco y habitada por personas desesperadas. Dispuestos a resolver el misterio,Peter Grant y su mentor, el inspector Nightingale, se adentrarán en las tinieblas más allá del Támesis, donde se esconden los secretos más oscuros de Londres. «Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro.» The Independent

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—¿Por qué no me cuenta lo que ha ocurrido? —pregunté.

—No me creería —dijo.

—Hizo que una bola de fuego apareciera de la nada —dije—. ¿Ve? Sí le creo, esta clase de cosas ocurren todo el rato.

Se me quedó mirando con cara de tonto. Nos ocurre mucho, incluso con gente que tiene cierta experiencia con lo sobrenatural… No, ni de coña, nos pasa con gente que es sobrenatural.

Venía de Wimbledon y era perito. No estaba en nuestra lista de los Pequeños Cocodrilos. De hecho, había ido a la Universidad de Leeds y el apellido Nolfi no aparecía en las listas de la antigua escuela de Nightingale ni de La Locura. Y aun así había conjurado una bola de fuego en el salón de la casa de su hija —lo habían grabado todo con una cámara de vídeo.

—¿Lo había hecho ya antes? —pregunté.

—Sí —respondió—. Aunque la última vez era pequeño.

Lo apunté. Nightingale y Lesley seguían registrando su casa en busca de libros sobre magia, focos de vestigium, lacuna, ídolos y espíritus malignos. Nightingale me había dejado claro mi trabajo: determinar, primero, lo que había hecho el señor Nolfi; segundo, por qué lo había hecho; y, por último, por qué sabía cómo hacerlo.

—Era la fiesta de cumpleaños de Gabriella, mi nieta —dijo—. Es una niña encantadora pero, como tiene seis años, es un poco traviesa. ¿Tiene usted hijos?

—Todavía no.

—Una habitación llena de niñas de seis años en masa puede ser un panorama abrumador, así que puede que cogiera fuerzas con más jerez del que era mi intención —dijo—. Hubo un problema con la tarta.

Incluso peor, las luces ya se habían apagado, anticipando su entrada, y las velas estaban encendidas; todo acompañado por un coro de «Cumpleaños Feliz (chúpate la nariz)».

Así que al señor Nolfi, el abuelo, le ordenaron que mantuviera entretenidas a las niñas mientras se solucionaba el problema.

—Y me acordé del truco que solía hacer cuando era pequeño —dijo—. En ese momento me pareció una buena idea. Conseguí su atención, algo que no es fácil de hacer, ¿sabe? Me subí las mangas y dije la palabra mágica.

—¿Cuál era la palabra mágica? —pregunté.

—¡Lux! —dijo—. En latín significa luz.

Pero claro, yo eso ya lo sabía. También es la primera forma que aprende un aprendiz de mago con formación clásica. Le pregunté al señor Nolfi qué esperaba que hubiera ocurrido.

—Solía ser capaz de hacer una bola de luz de colores —dijo—. A mi hermana le divertía.

Con un poco de insistencia me reveló que solo conocía ese hechizo y que había dejado de hacerlo cuando lo mandaron al colegio.

—Mi escuela era católica, así que veían con malos ojos las incursiones en lo oculto… Las incursiones en general, para ser sinceros —dijo—. El director creía que si ibas a hacer algo, debías hacerlo hasta el final.

Me dio algunos detalles del colegio, pero me advirtió que había cerrado a finales de los sesenta por un escándalo.

—El director metió la mano en la caja —dijo.

—Entonces, ¿de quién aprendió usted este truco de magia? —pregunté.

—De mi madre, por supuesto —respondió el señor Nolfi.

* * *

—De su madre —dijo Nightingale.

—Eso es lo que dice él —indiqué.

Estábamos todos en lo que llamábamos el Comedor Privado, comiendo… Para ser sincero, no sabíamos el qué porque Molly estaba experimentando otra vez. Pata de cordero, según Lesley, guisada con algo que parecía pescado, posiblemente anchoas, posiblemente sardinas, y dos cucharadas de puré de… Yo dije colinabo, pero Nightingale insistió en que al menos una de ellas era chirivía.

—Creo que no deberíamos comer cosas que no sepamos qué son —dijo Lesley.

—No fui yo el que le compró el libro de Jamie Oliver por Navidad —señalé.

—No —dijo Lesley—, tú eres el que quería comprarle el de Heston Blumenthal. 3

Nightingale —entrenado desde muy pequeño en comer lo que le pusieran delante, como indicó—, lo devoró con entusiasmo. Dado que Molly merodeaba por el umbral de la puerta, Lesley y yo teníamos pocas opciones que no fueran seguir su ejemplo.

Sabía extraordinariamente a cordero en salsa de sardinas, pensé.

Tras una espera lo suficientemente larga para asegurarnos de que no nos había envenenado, seguimos hablando del señor Nolfi.

—Me parece poco probable —dijo Nightingale—. O al menos algo que no había visto nunca antes.

—No encontramos nada en su casa —comentó Lesley.

—Incluso en tus tiempos habría mujeres practicantes —dije.

—Había algunas Brujas del Cerco —dijo Nightingale—. Sobre todo en el campo, siempre las hay. Pero no había nadie con un entrenamiento académico, que yo supiera.

—Hogwarts era territorio masculino —dije.

—Peter —empezó a decir Nightingale—, si quieres pasarte los próximos tres días limpiando el laboratorio, entonces, por favor, sigue refiriéndote a mi viejo colegio como Hogwarts.

—Casterbrook —dije.

—Eso está mejor —dijo Nightingale, y dio cuenta de lo que le quedaba del colinabo, si es que realmente era eso.

—Pero solo era para chicos —insistí.

—Indudablemente. De lo contrario, estoy seguro de que me habría dado cuenta.

—¿Y estos chicos provenían de viejas familias de magos?

—Tienes una idea maravillosamente pintoresca de cómo funcionaban las cosas —dijo Nightingale—. Había una serie de familias que normalmente enviaba a uno o más de sus hijos a la escuela. Eso es todo.

Tradicionalmente, los terratenientes mantenían a sus primogénitos en casa para heredar la hacienda, enviaban al segundo a ser soldado y el tercero se dedicaba a la iglesia o a las leyes. Le pregunté a Nightingale en qué posición de la lista se encontraba la magia.

—La Locura nunca fue muy popular entre los aristócratas —explicó—. Éramos más burgueses orgullosos que aristócratas. Sería más conveniente pensar en nosotros como unos profesionales, como los médicos o los abogados. Lo común era que un hijo siguiera los pasos de su padre.

—Pero no una hija, ¿verdad?

Nightingale se encogió de hombros.

—Eran otros tiempos —dijo.

—¿Tú padre era mago? —pregunté.

—Dios mío, no. Fue mi tío Stanley el que siguió la tradición en esa generación y el que sugirió que yo fuera a Casterbrook.

—¿No tenía hijos propios?

—Nunca se casó —explicó Nightingale—. Yo tenía cuatro hermanos y dos hermanas, así que creo que mi padre pensó que podía prescindir de mí. Mi madre siempre decía que yo fui un niño curioso, haciendo demasiadas preguntas en los momentos más inoportunos. Estoy seguro de que se sintieron aliviados de tener a otra persona que adquiriera la responsabilidad de contestarlas.

Nos pilló a Lesley y a mí intercambiando una mirada.

—Me sorprende que esto os parezca interesante en lo más mínimo —dijo.

—Nunca antes nos habías hablado de tu familia —dije.

—Estoy seguro de que sí —comentó.

—Para nada —replicó Lesley.

—Oh —dijo Nightingale, y cambió de tema de inmediato—. Mañana quiero que los dos practiquéis en el campo de tiro por la mañana. Después, por la tarde, toca latín.

—Mátame ya —dije.

—¿No deberíamos estar haciendo algo de trabajo policial? —preguntó Lesley.

Llegó el pudin, un pudin de mermelada, rojo y humeante. Molly nos lo colocó delante con mucha más confianza que con la que nos había ofrecido las piernas de cordero.

—¿Y todos se hacían su propio bastón? —preguntó Lesley.

—¿Todos quiénes? —preguntó Nightingale.

—En los viejos tiempos —dijo, y señaló alrededor del comedor—. ¿Todos los que formaban parte de este sitio?

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