Ben Aaronovitch - Familias fatales

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¿Podrá el agente Peter Grant detener al mago más peligroso de Londres?El cuerpo mutilado de una mujer y ni rastro de magia: eso es lo único que el agente Peter Grant encuentra en la escena del crimen. Pero tiene razones para creer que el asesino practica la magia… Todas las pistas apuntan al mismo lugar: el Skygarden, una torre diseñada por un loco y habitada por personas desesperadas. Dispuestos a resolver el misterio,Peter Grant y su mentor, el inspector Nightingale, se adentrarán en las tinieblas más allá del Támesis, donde se esconden los secretos más oscuros de Londres. «Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro.» The Independent

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—No —respondió Nightingale—. Para empezar, muy pocos necesitábamos uno para el día a día, por así decirlo. Y, para terminar, hacerlos se convirtió en algo parecido a una especialidad. Un grupo de magos de Manchester, venidos de todas partes, que se llamaban a sí mismos los Hijos de Weyland, los hacían por encargo. Por suerte para vosotros, me considero a mí mismo un hombre moderno del Renacimiento, listo para darle la mano a cualquier arte o ciencia.

Nightingale se había ido a Manchester, donde había aprendido los misterios de los Hijos de Weyland, o al menos las partes de esos misterios que eran apropiados para un caballero. Cuando le pregunté qué había ocurrido con las personas que le habían enseñado, el rostro de Nightingale se ensombreció y supe cuál era la respuesta. Todos, la flor y nata de la hechicería británica, se habían marchado a Ettersberg. Y solo unos pocos habían regresado.

—¿Aprendió Geoffrey Wheatcroft los misterios de los Weyland? —preguntó Lesley.

Nightingale la miró, meditabundo.

—¿En qué estás pensando? —preguntó.

—Estoy pensando, señor —dijo—, que si Geoffrey Wheatcroft no aprendió a hacer un bastón, entonces no podría haber pasado esos conocimientos a los Pequeños Cocodrilos ni al Hombre Sin-rostro.

—Sabemos que sus protegidos podían hacer trampas para demonios —dije—. Y cosas peores.

—Lesley tiene razón —dijo Nightingale—, cualquiera puede hacer una trampa para demonios, siempre y cuando sea un vil espécimen de la peor calaña. Pero había algunos secretos relacionados con la fabricación de los bastones, secretos que seriamente dudo que el viejo Geoffrey llegara a aprender nunca. No estoy seguro de cómo puede ayudarnos eso.

Yo sí lo estaba.

—Significa que tenemos algo que el Sin-rostro querrá para sí mismo como un loco —dije.

—En otras palabras, señor —dijo Lesley—: tenemos un cebo.

Capítulo 3

Una entidad subterránea

Justo antes de Navidad, yo había ayudado en la investigación de un asesinato que tuvo lugar en la estación de metro de Baker Street. Durante dicha investigación me hice amigo del sargento Jaget Kumar, un explorador urbano, espeleólogo experto y la respuesta de la Policía en el Transporte a Mulder y Scully. 1 Juntos ayudamos a atrapar al asesino, descubrimos toda una civilización bajo tierra, aunque fuera pequeña, y, por desgracia, destruimos uno de los andenes de Oxford Circus. Durante aquel desbarajuste terminé enterrado bajo tierra medio día y tuve un sueño despierto que todavía me impide dormir. Pero eso, como se suele decir, es para otra sesión de terapia.

A pesar del hecho de que el servicio había vuelto a la normalidad para finales de enero, yo no era precisamente «Míster Popularidad» en el Servicio de Transportes de Londres, que hace funcionar el metro, ni en la Policía en el Transporte, que tiene que vigilarlo. Y esta puede ser la razón de que, cuando Jaget dijo que tenía cierta información para mí, no nos encontráramos en la sede central de la Policía en el Transporte que hay en Camden Town, sino en una cafetería justo bajando la calle.

Nos sentamos para tomarnos un café, Jaget desbloqueó su Samsung y buscó unos archivos.

—Tuvimos esta «entidad subterránea» en Paddington la semana pasada —dijo—. Y aparecía en los primeros puestos de tu lista. —La Locura mantiene una lista de personas potencialmente interesantes: el decreciente número de practicantes que quedaban de la Segunda Guerra Mundial, sospechosos de pertenecer a los Pequeños Cocodrilos y personas que se juntan con las hadas, lo que hace que se dispare un aviso si alguien los busca en la Plataforma Integrada de Información.

Jaget le dio la vuelta a la tableta para mostrarme la imagen de un hombre blanco de mediana edad con el pelo rubio y escaso y unos labios finos y exangües. A juzgar por su palidez y su mirada cristalina, la imagen era post mortem, de la clase que haces para mostrársela a los parientes y testigos potenciales y no matarlos del susto. Tenía sentido, puesto que una «entidad subterránea» es el argot que utilizan en el metro para referirse a los ciudadanos que se tiran a las vías. Doscientas cuarenta toneladas de locomotora pueden arruinarte el día entero.

—Richard Lewis —dijo Jaget—. Cuarenta y seis años.

Le busqué en mi libretita negra; tenía a todos los Pequeños Cocodrilos potenciales anotados por fecha de nacimiento. Jaget sonrió cuando la vio.

—Es estupendo ver cómo abrazas el potencial de las tecnologías modernas —dijo, pero yo le ignoré. Richard Lewis había asistido a Oxford entre 1985 y 1987, pero no estaba en la lista principal de Pequeños Cocodrilos confirmados, sino que aparecía en una secundaria hecha para aquellos cuyo tutor personal había sido Geoffrey Wheatcroft, antiguo mago oficial y el hombre que había sido tan idiota como para empezar a enseñar magia fuera de la ley. Nightingale no suele maldecir muy a menudo, pero cuando habla de Geoffrey Wheatcroft, notas que quiere hacerlo con todas sus jodidas ganas.

—¿Esto es solo porque aparece en la lista? —pregunté.

—Había algo que no encajaba con el suicidio —comentó.

—¿Le empujaron?

—Míralo tú mismo —dijo Jaget, y preparó los vídeos de las cámaras de vigilancia en la tableta. Como las estaciones de metro de Londres son el objetivo de todo, desde un pis espontáneo hasta asesinatos en masa, el despliegue de las cámaras de vigilancia va, literalmente, de pared a pared.

—Aquí llega —dijo Jaget.

No cabía duda de que Jaget había pasado tiempo editando y juntando las imágenes, porque contaban la historia con cierto estilo un poco innecesario. Podrías haberle puesto música, algo triste y alemán, quizás, y habérselo vendido a una galería de arte.

—¿Cómo de aburrido estabas cuándo hiciste esto? —le pregunté.

—No todos tenemos una profesión llena de misterio y magia —replicó—. ¿Ves? Sube las escaleras mecánicas hasta arriba pero, antes de llegar a los tornos, se da la vuelta y vuelve a bajar.

Observé la pantalla mientras Richard Lewis arrastraba los pies pacientemente por el pasillo con el resto de la multitud, bajaba un tramo de escaleras y llegaba al andén. Se deslizó hacia delante hasta quedarse sobre la línea amarilla que marca el borde. Allí se quedó esperando, con la vista al frente, el siguiente metro. Cuando llegaba, Richard Lewis giró la cabeza para ver cómo se aproximaba y entonces, en lo que Jaget llamó el momento precisamente perfecto, saltó delante de él.

Imagino que habría más imágenes de la colisión pero, por suerte, Jaget no había sentido la necesidad de herirme con ellas.

—¿De dónde venía? —pregunté.

—De London Bridge —respondió Jaget—. Trabajaba para la junta municipal de Southwark.

—¿Por qué viajaría de una estación a otra antes de suicidarse?

—Oh, eso no es inusual —dijo Jaget—. Hubo una mujer que se detuvo para terminarse sus patatas fritas antes de saltar, y un tío en South Ken se negó a hacerlo mientras hubiera niños delante que pudieran verle. —Jaget describió cómo el hombre, vestido respetablemente con un traje de raya diplomática y con un paraguas en la mano, se había ido poniendo cada vez más nervioso con cada oportunidad perdida. Finalmente, cuando tuvo el andén para él solo, en las imágenes de las cámaras de vigilancia se le vio estirándose los puños y ajustándose la corbata.

—Como si quisiera dar una buena impresión cuando llegara allí —dijo.

Dondequiera que fuera «allí».

Entonces, cuando al siguiente metro le faltaba un minuto para entrar, todo un grupo escolar, recién salido de los museos, bajó al andén. Niños y profesores hostigados de uno al otro extremo.

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