José María Baena Acebal - Persona, pastor y mártir

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Como su autor declara desde el principio, "
es un libro puramente vivencial",
cuyo objetivo es vindicar el ministerio pastoral y la vida de quienes se dedican a él junto a sus familias. Como el propio título sugiere, está estructurado en tres partes:
La primera aborda el ministerio pastoral desde la perspectiva más personal, considerando esos aspectos muchas veces poco tenidos en cuenta como son la propia naturaleza humana de quien desempeña el pastorado, su condición de padre de familia, esposo, etc. así como sus relaciones interpersonales, tanto con la iglesia como con el resto del mundo.
En segundo lugar, se trata el propio ministerio de pastor en sus aspectos fundamentales como son el llamamiento, la autoridad ministerial, el liderazgo, etc. sin rehuir los desafíos actuales como pueden ser la atmósfera espiritual circundante, el ritmo de vida acelerado, la secularización o la falta de compromiso personal de los propios creyentes. No se obvian los peligros inherentes al ministerio o, incluso, su propia financiación.
La tercera parte introduce al lector en esa faceta del título que puede haberle sorprendido desde el principio, pero que queda aclarada en la introducción del libro: la de mártir, como testigo de Jesús en su doble vertiente de proclamador de su mensaje y como pagador del precio que tal testimonio conlleva. La trayectoria vital del apóstol Pablo sirve de guía y modelo a lo largo de todo el libro, según el relato del Libro de los Hechos y sus propios escritos, las distintas epístolas paulinas contenidas en el Nuevo Testamento. Este trabajo está
dedicado especialmente a la multitud de pastores prácticamente anónimos y a sus familias, que hacen que la obra de Dios avance y prospere a lo largo y ancho de nuestro mundo.

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Hasta hace no mucho tiempo, la mayor parte de los pastores eran varones. Por eso me refiero aquí a la esposa del pastor como posible foco del problema: hablo de los ataques dirigidos contra ella por parte de creyentes inmaduros y caprichosos, a fin de desestabilizar el ministerio pastoral o como medio de socavar la autoridad pastoral. Siempre ha sido más fácil atacarla a ella, por diversas razones.

Conociendo muchas parejas pastorales, puedo decir que el equilibrio ministerial puede ser muy diverso: en algunos casos el mayor peso aparente del ministerio recae sobre él, ocupando ella una posición discreta, donde no se la nota mucho, lo cual no quiere decir que no ejerza una influencia decisiva sobre su marido e incluso sobre la iglesia. En este caso, puede suceder que se la ignore, o que se la ataque, precisamente por su discreción, reclamándosele que sea de otra manera, más «activa», más «líder», más de todo. Nadie conoce su labor equilibrante, ni sus oraciones o consejos, ni su trabajo anónimo y desinteresado pero eficaz en muchas áreas de ministerio. En otros casos, puede que la esposa y el esposo vayan bastante a la par en cuanto a su trabajo, visibilidad y efectividad ministerial. Tanto él como ella están al mismo nivel y la iglesia así lo percibe y lo reconoce. En este caso no faltarán quienes opinen que ella toma demasiado protagonismo en el ministerio, o que él le deja demasiado espacio y que se deja gobernar, o cualquier otra apreciación descalificadora. Por último, en el otro extremo, hay parejas ministeriales en las que ella tiene más ministerio pastoral que él. No se crea el lector que esto no puede ser, o que tal cosa es una anomalía bíblica. Es un hecho en muchas parejas pastorales; sucede, y no parece que Dios lo desapruebe, pues si bendice su labor será por algo. En estos casos, quizá el más atacado pueda ser él, o ambos a una vez. Me refiero a situaciones naturales, en las que no hay abuso ni desorden, sino que de manera natural y sin conflicto así sucede. No me refiero en absoluto a esos otros casos, que también existen, en los que la mujer «domina» sobre el marido ahogando su personalidad y, con una falta de respeto absoluta, lo somete para que se haga lo que ella dice, menoscabando y suplantando así su autoridad. Una situación así no es en absoluto deseable y debe ser corregida, por supuesto.

Recordemos, pues, que el pastorado es cosa de dos, porque esos dos son uno. De ahí la importancia que tiene la elección del cónyuge para aquellos y aquellas que son llamados al ministerio, porque decidirse por la persona equivocada puede arruinar el ministerio, e incluso la vida cristiana, mientras que hacer la elección correcta en la voluntad de Dios significará el éxito y la bendición, no en vano la voluntad de Dios es «lo bueno, lo agradable y lo perfecto». Los jóvenes que se sienten llamados al ministerio deben ser conscientes de esto, y buscar a Dios y el consejo de sus mayores (padres, pastores, etc.) antes de dejarse llevar por las apariencias y la emoción, y tomar decisiones de las que se lamentarán toda o buena parte de sus vidas. Si hoy el divorcio afecta a tantos creyentes, cuando no debería ser así, es en muchas ocasiones debido a la ligereza y poca espiritualidad con que tantas veces los jóvenes abordan el asunto de su futuro matrimonial.

Por último, es bastante normal que una pareja tenga hijos y, en consecuencia, que los pastores, si estamos casados, como es lo natural, también los tengamos. Mis pastores que me instruyeron en la palabra de Dios y me guiaron al ministerio, no tenían hijos. Eran personas extraordinarias, de una dedicación total a la obra de Dios. Su visión que nos transmitieron, inmensa. Su corazón en pleno estaba en las cosas de Dios. Pero el no tener hijos les hacía carecer de un punto de comprensión hacia ciertas situaciones que ellos trataban en consecuencia con una cierta rudeza y falta de flexibilidad.

Los hijos nos equilibran, por varias razones. Por un lado, son tan falibles e imprevisibles como todos los demás; por tanto, cuando nos enfrentamos a las debilidades ajenas, además de conocer las nuestras, cosa que no siempre sucede, ocurre que puede que nuestros hijos en un momento dado de nuestra vida nos planteen el mismo o los mismos problemas que los demás creyentes. No está bien que tratemos a los miembros de la iglesia con un rasero y a nuestros hijos con otro, sea este más indulgente o más estricto, porque se dan ambas posibilidades; es injusto, y «toda injusticia es pecado». Cosas así ocurren, pero no están bien. Recuerdo bien a pastores y ministros amigos míos muy queridos, condenar a ultranza el divorcio, a quienes se divorciaban y a los pastores que aceptaban en sus iglesias a los divorciados, hasta que alguno de sus hijos pasó por el trance. Solo entonces cambió su doctrina y se volvieron misericordiosos y comprensivos. Ciertamente, Dios nos da lecciones que aprender, de una u otra manera. También conozco el caso de quienes exigen a sus hijos mucho más que a los demás jóvenes, pensando que la obligación de ellos como hijos de pastores es ser perfectos. En realidad, es una cuestión de orgullo personal. Lo mejor es ser equilibrados y justos; exigentes, pero comprensivos, entendiendo que en la educación de los hijos hay que practicar la paciencia y la constancia, más que la hiriente contundencia.

Son enormes los desafíos éticos del mundo actual. Nos enfrentamos a situaciones que hace tan solo treinta años no podíamos imaginar. No es aquí donde trataremos esos temas, pero me refiero a ellos, aunque sea vagamente, para resaltar que lo que hoy condenamos en otros puede aparecer dentro de casa en un momento dado. ¿Cómo reaccionaremos? Estoy seguro que ninguno de nosotros, pastores consagrados, transigiremos con el pecado, pero también estoy seguro que, dada la situación, nuestra forma de tratar el asunto será otra y, seguramente, buscaremos a Dios y consultaremos antes de juzgar y condenar.

Viene al caso el requerimiento de Pablo a Timoteo respecto de quien «desea obispado»: “que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad, pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?” (1 Ti 3:4–5). De los diáconos o ministros en general dice: “que gobiernen bien a sus hijos y sus casas” (v. 12). A Tito, hablando del mismo asunto le escribe: “que tenga hijos creyentes que no estén acusados de disolución ni de rebeldía”. (Tit 1:6). Estos textos han dado lugar a muchas situaciones indeseables debido, en muchas ocasiones, a una interpretación radical y extremista.

¿Quiere decir esto que los pastores han de tener hijos perfectos, irreprochables, que todo lo hagan bien y que nunca metan la pata? La verdad bíblica y la lógica responden con un rotundo no. Pero es evidente que algo quieren decir estos textos en relación con los hijos de los pastores y que ese algo es un requerimiento exigible. La verdad está en el equilibrio y la comprensión cabal de lo que Pablo quería decir.

En primer lugar, se trata de los hijos que por su edad todavía están en el hogar bajo la responsabilidad de ambos padres: se trata de niños, de adolescentes, de jóvenes menores de edad. El concepto de la mayoría de edad está en la Biblia, pero no coincide exactamente con el nuestro de hoy. En los tiempos bíblicos su carácter no era tanto jurídico como social y religioso. A los trece años, el niño judío (varón), mediante la ceremonia llamada Bar Mitzvá , entraba a formar parte de los varones adultos, asumiendo responsabilidades, incluida el cumplimiento de la Torah . Para entrar al servicio del tabernáculo o el templo, los levitas debían tener más de veinticinco años (Nm 8:24). Hoy, en la mayoría de países de nuestro entorno, la mayoría de edad está fijada en los dieciocho años. A partir de ahí la persona, hombre o mujer, es dueña y responsable de sus actos.

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