Ciertamente el pastor es un instrumento en las manos de Dios, como cualquier otro ministerio, como cualquier otro creyente; pero no hemos de olvidar que ha sido llamado por Dios con un propósito específico. Pablo confiesa: “Esta confianza la tenemos mediante Cristo para con Dios. No que estemos capacitados para hacer algo por nosotros mismos; al contrario, nuestra capacidad proviene de Dios, el cual asimismo nos capacitó para ser ministros de un nuevo pacto (2 Co 3:4-6). Ejercer el ministerio pastoral es un privilegio, pero un privilegio no exento de exigencias, de dificultades, de problemas; como las monedas, tiene su cara y su cruz. Nada podríamos hacer, si no fuera por la ayuda divina, garantizada siempre para quienes él llama. Pablo reconoce su incapacidad demostrada, pero a la misma vez da el crédito a Dios por cuanto ha hecho en él y por él: “No soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo” (1 Co 15:9-10).
Siguiendo con los argumentos de Pablo, merece la pena profundizar en todo cuanto él dice respecto al ministerio: “Por lo cual, teniendo nosotros este ministerio según la misericordia que hemos recibido, no desmayamos. Antes bien renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios. Por el contrario, manifestando la verdad, nos recomendamos, delante de Dios, a toda conciencia humana” (2 Co 4:1-2).
El pastor, siendo un ser humano, tampoco es menos que eso. Como tal, es digno de respeto y consideración por parte de sus semejantes. Para empezar, sea hombre o mujer, es «imagen de Dios» —como todo ser humano, por supuesto, del que dice la Escritura: “«¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites?». Lo has hecho poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de honra. Lo hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies” (Sal 8:4-6). Pertenecer al género humano nos confiere una dignidad que nada ni nadie nos puede negar. Todo ser humano es digno de respeto y consideración, sea cual sea su raza, condición, creencia o increencia, etc. El pastor, además, representa a Dios ante su congregación, pues ha recibido de Dios una autoridad delegada de la que en su día también dará cuentas. El pastor no es el felpudo de la congregación en el que todo el mundo se limpia los zapatos, ni el jarrillo de manos útil para todo, ni el cubo en donde verter nuestras basuras y vómitos. Tampoco un ídolo al que rendir culto. Desempeñar un ministerio así es una honra, y “nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios” (He 5:4); por tanto, ha de ser honrado por aquellos a quienes sirve como él ha de honrarlos a ellos y todos a Dios.
¿Qué enseñanza podemos obtener de todo esto?
Pues que quienes nos pastorean son personas frágiles, sensibles, imperfectos, simplemente humanos, que también yerran, sufren y padecen, ni más ni menos que el resto de los mortales. Y garantizo al lector que es mejor tener a un pastor profundamente humano, vaso frágil e imperfecto, aunque lleno del Espíritu Santo, que alguien subido por las nubes, «súper santo», «híper espiritual», aparente —por tanto, ficticio, por no decir falso— y lleno de sí mismo, fatuo e incapaz de comprender y de ayudar a los seres normales, imperfectos, que le rodean.
Sí, no lo olvides: los pastores somos seres humanos, gente normal y corriente. Los súper héroes están en las películas y en los tebeos 7. Aunque haya por ahí algunos que se han hecho muy famosos, gracias a la TV y otros medios, la inmensa mayoría de quienes ejercen el ministerio pastoral son gente casi anónima, solo conocidos en sus parroquias; que trabajan duro, incansables, para alimentar a un rebaño no siempre dócil y no siempre capaz de reconocer el trabajo y esfuerzo de sus pastores, intentando a la vez que el reino de Dios crezca y se extienda. En la mayoría de las culturas, salvo las de raíces evangélicas profundas, ser pastor no implica ningún reconocimiento social, sino a veces todo lo contrario. De ellos nos ocuparemos a lo largo de este libro, y a esta multitud casi anónima se lo dedico.
5. A lo largo del libro me referiré, salvo cuando lo requiera la exposición del texto, al pastor en género masculino. Lo hago, no por razones sexistas, sino por economía de lenguaje y por evitar los retorcimientos propios del llamado “lenguaje políticamente correcto”. El término pastor tiene, pues, en este libro un significado absolutamente inclusivo, para varón o hembra indistintamente. El idioma español es amplio y generalmente inclusivo, aunque los políticos hayan sucumbido al esnobismo y la cursilería del “todos y todas, etc.” (es curioso, porque el “todos” es inclusivo, mientras que el “todos y todas” es intrínsecamente discriminatorio).
6. No quiero con esto decir que para aconsejar o ayudar a alguien tengamos que haber vivido exactamente las mismas experiencias, pues sería imposible. Para aconsejar a un adicto, no es necesario haberlo sido, necesariamente; o que para corregir a un bebedor o un adúltero, tengamos que haber sido antes bebedores o adúlteros. Pero sí debemos de conocer nuestras propias debilidades íntimas, para ayudar al prójimo, y mantenernos humildes, tal como nos aconseja el apóstol Pablo refiriéndose a la corrección del error en el prójimo: “Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gl 6:1–2).
7. Permítaseme usar esta palabra española; antigua, pero muy bonita y expresiva (TBO), que me lleva a mi infancia, en vez de la extendida “cómic”, de origen foráneo, de final incompleto y a la vez agresivo.
CAPÍTULO 2
Hombre y mujer
En el primer capítulo dejamos claro que el pastor es un ser humano, normal y corriente. La propia naturaleza nos enseña que el género humano está compuesto por hombres y mujeres, casi a partes iguales.
Aunque sé que habrá quienes no estarán de acuerdo con lo que voy a decir, los pastores pueden ser, en consecuencia, hombres o mujeres. 8No parece razonable —ni racional ni bíblicamente— que Dios haya inhabilitado para ciertas tareas a media humanidad. La Biblia muestra lo contrario. Es la deriva humana tras la caída la que ha hecho bascular las cosas hacia una sola parte, tal como Dios se lo anunció a Eva. Pero, en su trato más cercano con el ser humano, tras el pacto con Abram, Dios «libera» a Sarai de aquella «i», que en hebreo denota pertenencia, y Sarai se convirtió en Sara a secas; dejó de ser «mi Princesa», para ser «Princesa» por sí misma, dueña de su destino y no propiedad de nadie, digna de participar por sí misma en el pacto con Dios.
Jesús concedió a la mujer un nuevo papel social, pues son muchos los pasajes de los evangelios en los que él mismo rompe moldes y trata con ellas de manera especial, chocante para su tiempo (y desgraciadamente, también para algunos en el nuestro): la samaritana; María, la hermana de Lázaro; la Magdalena, etc. Hasta se deja financiar por ciertas mujeres en sus actividades como maestro. El cristianismo primitivo durante el primer siglo también contribuyó a una “liberación” de la mujer que, por desgracia, fue diluyéndose en el tiempo, volviendo a la tendencia previa de predominio en todo del varón.
Pablo, al recordarle a Timoteo, como también lo hará con Tito, los requisitos que ha de reunir un pastor, le dice que ha de ser «marido de una mujer» (1 Ti 3:2; Tit 1:6). No entraré a debatir las posibles interpretaciones del texto, solo al hecho de que, por lo general el pastor está casado, tiene esposa y esa esposa es «la pastora». Lo cierto es que el pastorado es cosa de dos: el marido y la mujer. Dos seres humanos —personas— como ha quedado claro antes, con características personales propias, pero que trabajan juntos y en armonía en la obra de Dios, formando el equipo de trabajo básico. Al complementarse mutuamente, pueden ayudar tanto a hombres como a mujeres, cada uno según sus necesidades específicas. Hay problemas de hombres, y hay problemas de mujeres. Una es la psicología masculina y otra muy distinta la femenina. Cada sexo responde a estímulos diferentes en muchos asuntos que les son propios; responden emocionalmente en forma diferente, y necesitan ser comprendidos cada uno según su carácter propio. La mejor fórmula pastoral es la compuesta por un hombre y una mujer. No es que no pueda ser de otra manera, pero es evidente que juntos podrán hacer frente en mejor y mayor manera a los retos que plantea el ministerio pastoral. No olvidemos que “en el Señor, ni el varón es sin la mujer ni la mujer sin el varón” (1 Co 11:11). Ciertamente es este un texto aislado, sacado de su contexto, pero creo que algo interesante puede transmitirnos a nosotros hoy y aquí, pues expresa todo un principio.
Читать дальше