Esta absorción artística de la fotografía, esta estetización de los objetos sometidos al lente de una cámara cuyo “triunfo más perdurable ha sido su aptitud para descubrir la belleza en lo humilde, lo inane, lo decrépito” ( Sontag, 1996, p. 106), contiene, para Sontag, la falencia de su promesa de autenticidad, puesto que,
[…] contrariamente a lo que proponen las declaraciones del humanismo a favor de la fotografía, la capacidad de la cámara de transformar la realidad en algo bello deriva de su relativa debilidad como medio para comunicar la verdad (1996, p. 114),
para transmitir un significado estable con el que se pueda luchar contra la atenuación de los usos originales de la imagen –sobre todo los políticos–, que progresivamente pierden relevancia por cuenta de un discurso artístico que coloniza a la fotografía (1996, p. 109). De ahí que, siguiendo a Sontag, aunque las fotografías de atrocidades puedan agobiar al espectador y, en efecto, angustiarlo, “la tendencia estetizante de la imagen es tal que el medio que transmite la angustia termina por neutralizarla” (1996, p. 112).
Con estas palabras, Sontag trastoca la sentencia inicial del poeta Charles Baudelaire sobre la fotografía. En su famoso ensayo “El público moderno y la fotografía”, dedicado al Salón Francés de Artes de 1859, Baudelaire mostraba su desconfianza hacia la fotografía, a la que tildaba de ser la responsable –por cuenta de su realismo– de la pérdida del gusto de los franceses por la pintura. En el comentario de algunos de los títulos y temas fotográficos allí expuestos, Baudelaire se quejaba de que “el gusto exclusivo por lo verdadero (tan noble cuando se limita a sus aplicaciones adecuadas) sofoca el gusto por lo Bello” (Baudelaire, citado en Berman, 1988, p. 138). Y continuaba: “allí donde no se debería ver nada más que Belleza (quiero decir un cuadro hermoso) nuestro público busca solamente Verdad” (1988, p. 138). Situación que provocaba que la fotografía se constituyera, según sus palabras, en “el enemigo mortal del arte”, debido a su habilidad para reproducir la realidad y mostrar la “Verdad”. Pero, “¿por qué la presencia de la realidad, de la ‘verdad’ en una obra de arte, ha de debilitar o destruir su belleza?”, se pregunta Marshall Berman en su trabajo sobre Baudelaire ( Berman, 1988, p. 139). La respuesta a este interrogante radica, según Berman, en un empeño que ha caracterizado al modernismo estético desde la época de Baudelaire: el desprecio por la cultura de masas, la idea según la cual el arte únicamente puede abrir sus puertas a algunas pocas formas de la cultura popular, pero a condición de que estas levanten su hogar por encima de las prácticas cotidianas de la muchedumbre masificada ( Berman, 1988, pp. 129-173; Carey, 2009, pp. 22-37). Tanto Baudelaire como Sontag comparten esta forma distintiva del estilo modernista, solo que a diferencia del primero, para quien la presencia de la verdad destruye la belleza, en Sontag es la presencia de lo bello lo que debilita la verdad.
Pero no es solo con Benjamin o Baudelaire la deuda de Sontag. Su crítica a la fotografía que aborda temas de pobreza y de violencia remite, además, al pensamiento de Theodor Adorno en torno a la paradoja de la representación en el arte político. Concretamente, a la objeción adomiana respecto a los modos en que el arte representa los hechos o las consecuencias de la violencia, por la vía de una estilización que termina por empeorar las cosas, bien sea porque atenúa el sufrimiento, al volverlo un objeto de disfrute; porque mitiga la violencia, al hacerla un objeto atractivo, o porque al embellecerla, acaba redimiéndola, razón por la cual, para Adorno, hacer del horror algo bello, lejos de ser un acto civilizatorio, es un acto de barbarie. 38En su escrito sobre la literatura comprometida, publicado originariamente en 1962 bajo el título Commitment , Adorno alude a esta disyuntiva que surge cuando el arte y la representación intentan mostrar lo que no se puede mostrar, o hablar de lo que no se puede hablar. Y esto lo hace a propósito de la composición El superviviente de Varsovia de Arnold Schöenberg, de la que Adorno afirma que, pese a que a dicha obra musical la asiste la fuerza auténtica de la aflicción y el sufrimiento, esta también “se acompaña de algo desagradable”, ya que al “convertirse en imagen, es como si se estuviera ofendiendo el pudor ante las víctimas” (1962, p. 407). Para Adorno,
La llamada elaboración artística del desnudo dolor físico de los derribados a golpe de culata contiene, se tome la distancia que se tome, la posibilidad de extraer placer de ello. La moral que prohíbe al arte olvidarlo ni por un segundo se desliza en el abismo de lo contrario a ella. El principio estético de estilización, e incluso de solemne plegaria del coro, hace sin embargo que parezca que el destino impensable tendría un sentido cualquiera; es transfigurado, pierde algo de horror; con esto solo ya se inflige una injusticia a las víctimas, mientras que sin embargo un arte que se aparta de ellas sería inadmisible desde el punto de vista de la justicia (1962, p. 407).
En Adorno, la paradoja de una composición artística como esta radica entonces en que, por una parte, las víctimas terminan convertidas en obras de arte, “que se ofrece[n] como carroña al mundo que las asesinó”, y donde el principio estético de estilización acaba transfigurando y removiendo el horror; pero, por otra, en la consideración de que ningún arte que evite a las víctimas, que se aparte de ellas, puede hacer frente a las demandas de justicia. De ahí que la condena de Adorno a la representación estética de la violencia remita a su advertencia de que “hasta la más afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara” (1962, p. 14), pero también al llamado que suele hacerse respecto a que solamente las obras que evitan caer en una tontería o en una estilización placentera de la barbarie lograrán permanecer. Solo que, como lo señala Andreas Huyssen, las estrategias a las que acuden las representaciones artísticas o documentales para esquivar la charla inocua o el placer inane, “no están talladas en piedra” ( Huyssen, 2001, p. 40).
Entender esta discordancia es, para Mieke Bal, una tarea fundamental. Para ella, “si la paradójica frase de Adorno condenaba la poesía después de Auschwitz, no es a causa de la representación como tal”, sino porque la estilización estética tiene la capacidad de transformar, de mitigar el horror “de un modo injusto con las víctimas” ( Bal, 2014, p. 130). Por tanto, “lo bárbaro no es representar con exuberancia sino transformar, mitigar, suavizar: en cierto sentido, la discreción misma” (2014, p. 130). Y no hay manera más radical de borrar la violencia, agrega Bal, que hacer de ella “un objeto atractivo y así mitigarla, embellecerla e involuntariamente redimirla” (2014, p. 64). Por eso, numerosos estudiosos sobre eventos catastróficos para la humanidad, como el Holocausto, frecuentan citar la condena de Adorno, ya sea para defender la documentación –la palabra del testigo o la escritura crítica– “como única forma de representar esa u otras atrocidades” ( Bal, 2014, p. 65), puesto que no tiene la pretensión de ser arte ni aproximarse a la realidad con las reglas del arte, o ya sea para acudir a la interdicción de la recreación estética, al tabú que obliga a su prohibición, por cuanto se trata de tragedias inefables, desemejantes y monstruosas de la historia, que no pueden comprenderse, explicarse o representarse y que, por lo mismo, no pueden ser comparadas con otros genocidios o asesinatos sistemáticos de la era moderna, ni mucho menos deben ser incumbencia de la representación artística, ya que se corre el riesgo de caer en un exceso de presencia material que traiciona la gravedad del acontecimiento excepcional ( Todorov, 2002, pp. 191-198; Rancière, 2011, pp. 119-143).
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