Jorge Iván Bonilla Vélez - La barbarie que no vimos

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"Por qué no olmos la barbarie? Esa es la pregunta de fondo que se plantea Jorge Iván Bonilla. Es ella la que nombra las claves de toda la formulación de este trabajo, las que conciernen tanto a la especificidad de la guerra que aún desgarra a Colombia como al lugar desde el que se formula la cuestión que moviliza la investigación, esto lo visibilidad social, política y cultural de esa guerra.
Insertado en un proceso y un contexto precisos, este libro le hace ya un aporte al país al poner en claro los atrasos y deficiencias de un campo de investigación: el de los procesos de comunicación estratégicos que movilizan imágenes, dada la popularidad y masividad socioculturales que estas conllevan. La puesta al día de los debates que, en el plano internacional, conciernen a la investigación sobre regímenes de visibilidad y representación de las guerras y sus muy diversos tipos de violencias permite a este trabajo dejar atrás un montón de prejuicios provincianos e inercias académicas que han estado impidiendo enfocar tanto conceptual como metodológicamente la complejidad de dimensiones y planos que presenta esa problemática.

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en cuanto sucede esto incluso su terror se desvanece […] Y o bien se encoge de hombros quitándole importancia a un sentimiento que ya le resulta familiar, o bien piensa en cumplir una suerte de penitencia; el ejemplo más puro de este tipo de autocastigo sería hacer una contribución a ciertas organizaciones como UNICEF ( Berger, 2005, p. 57).

Con una consecuencia mayor, dice Berger: “el problema de la guerra que ha causado ese momento resulta eficazmente despolitizado”. La imagen “no acusa a nadie y nos acusa a todos” (2005, p. 58).

Michael Ignatieff lo dice con otras palabras. En su libro El honor del guerrero (1999), este escritor y académico canadiense cuestiona el hecho de que la moral del periodismo, en particular de la televisión informativa, esté dedicada a constatar que el horror del mundo está en los cadáveres, en las consecuencias que produce la violencia, en aquello que es más fácil visualizar, pero a costa de dejar de lado las intenciones que habitan en las mentes de los asesinos. Como Berger, Ignatieff también menciona al reconocido Donald McCullin, esta vez para referirse a la moral del corresponsal de guerra, retratada en la actitud del citado fotorreportero, que fastidiado “de oír las reiterativas justificaciones de la crueldad humana de labios de la derecha y la izquierda”, al final “aprende a escuchar solo a las víctimas”, pues como el propio McCullin afirma: “He visto tanto sufrimiento que visceralmente he llegado a sentirme uno mismo con la víctima, y en esa posición he llegado a una cierta integridad” 25(citado en Ignatieff, 1999, p. 27).

El problema con la buena conciencia de prestar atención a las víctimas, de buscar a la víctima inocente, de mostrar la atrocidad solo en los cuerpos muertos, es que “los cadáveres esparcidos entre los escombros hacen superfluo cualquier intento de comprensión” ( Ignatieff, 1999, p. 28), porque al regodearse en el lugar común de que la guerra es el infierno o lo absurdo, esto deja por fuera a las narrativas que explican sus causas, que nombran a los responsables, que señalan a los beneficiarios, los cuales quedan absorbidos bajo el cúmulo de escenas horrorosas. Y cuando esto ocurre, dice Ignatieff, aparece la tentación de refugiarnos en el asco, que se ofrece como sustituto del pensamiento, de buscar consuelo en una misantropía superficial: “¡Están todos locos!”, actitud que socava las bases del compromiso moral con el otro que sufre, debido a la ausencia de una narrativa esclarecedora que ayude a comprender. ¿Por qué esto? Porque, según este autor, en su condición de mediador moral entre los hechos violentos y la audiencia, el conjunto de imágenes, sobre todo televisivas,

[…] son más eficaces presentando consecuencias que analizando intenciones, más adecuadas para señalar cadáveres que para explicar por qué resulta tan provechosa la violencia en ciertos lugares. De ahí su responsabilidad en el aumento de la misantropía, en esa irritante resignación ante la locura criminal de los fanáticos y los asesinos que legitima uno de los aspectos más peligrosos de la cultura actual: la sensación de que el mundo ha enloquecido de tal forma que ya no merece la pena reflexionar (1999, p. 29).

Por tanto, para Ignatieff, “la vuelta del desencanto [lo que Sontag llama la ausencia de una conciencia política relevante] coincide con la desaparición de aquellas narraciones morales en las que se fundamentaba el compromiso”, esos “relatos con los que dotamos de significado a los lugares distantes y explicamos por qué nos interesan sus crisis” (1999, p. 95). De modo que “la sola pintura de las atrocidades o del sufrimiento no hace surgir el compromiso o la compasión necesariamente y en todo lugar”, pues para esto se requiere prestar atención al tipo de narrativa que nos proporcionan los intermediarios especializados en la palabra pública –“escritores, periodistas, políticos, testigos”–, cuyos relatos, explicaciones y testimonios pueden acercarnos al horror, pero alejarnos del entendimiento. Para este autor, cuando solo vemos el “caos” más allá de nuestras fronteras físicas y morales, la tentación de acudir a la repugnancia se hace irresistible. Y cuando esto ocurre, la ausencia de narración se traduce en una erosión del compromiso, y abre paso a la impotencia. He ahí nuestro dilema, en palabras de Ignatieff: “ayudamos a la gente como nosotros mismos porque comprendemos con facilidad sus historias y sus crisis, pero no tanto a las víctimas de situaciones que no sabemos interpretar” (1999, p. 96).

¿Pueden las palabras salvar el déficit narrativo de una imagen, la falta de interpretación de la fotografía? Para Sontag, aquí radica la esperanza de quienes ella denomina “moralistas” o “escritores con inquietudes sociales”: aquellos que piensan que la incapacidad de la imagen de hablar por sí misma la puede suplir el pie de foto o la leyenda que suele acompañarla, bien sea a través de un texto breve, que es al que acude el fotoperiodismo, o de un pie extenso, característico del llamado “ensayo fotográfico”. Uno y otro realizan lo que ninguna fotografía “puede hacer jamás: hablar” ( Sontag, 1996, p. 111). En Sobre la fotografía , Sontag plantea esta problemática, invitando a Walter Benjamin a formar parte de la discusión, porque es él uno de los pensadores más esperanzados en el poder de las palabras para salvar las imágenes, al proporcionarles, no solo el contexto necesario, sino la posibilidad de otros usos distintos a los del consumo. En el tiempo en que el arte abstracto y el fotoperiodismo de las revistas ilustradas europeas acostumbraban escoltar las fotografías con apenas poco texto, Benjamin pensaba que una leyenda debajo de una imagen podría “rescatarla de la rapiña del amaneramiento y conferirle un valor de uso revolucionario” (Benjamin, citado en Sontag, 1996, p. 110). Por eso, invitaba a los escritores a convertirse en fotógrafos, y a estos a ponerle leyenda a sus instantáneas, con el fin de derrumbar las barreras de competencia entre escritura e imagen y, sobre todo, de ocupar los espacios basados en divisiones previamente definidas entre fotógrafos y escritores, escritores y lectores, técnica y contenido. 26

En su célebre ensayo “Pequeña historia de la fotografía”, publicado por primera vez en 1931, Benjamin insistía en la necesaria presencia de la escritura para que la imagen no se quedara en “aproximaciones”:

La cámara se empequeñece cada vez más, cada vez está dispuesta a fijar imágenes fugaces y secretas cuyo shock suspende en quienes las contempla el mecanismo de asociación. En este momento debe intervenir la leyenda, que incorpora a la fotografía la literaturización de todas las relaciones de vida, y sin la cual toda construcción fotográfica se queda en aproximaciones. No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo –descendiente del augur y del arúspice– descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable? “No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía”, se ha dicho, “será el analfabeto del futuro”. Pero, ¿es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes? ¿No se convertirá la leyenda en uno de los componentes esenciales de las fotos? Son estas cuestiones en las que la distancia de noventa años que nos separan de la daguerrotipia se descarga de sus tensiones históricas ( Benjamin, 1989, p. 82).

Con el tiempo, el vaticinio de Benjamin se hizo realidad. Hace décadas que el pie de foto o las leyendas son elementos esenciales del fotoperiodismo e, incluso, de la fotografía documental cuando esta se convierte en arte. Con una aclaración: históricamente, las imágenes han sido consideradas las pelusas del texto informativo o del reportaje de no ficción, materiales evaluados apenas como secundarios que aparecen de manera adjunta al texto escrito ( Zelizer, 2010), “aproximaciones” que son etiquetadas bajo la rúbrica de “ilustraciones” que, por lo mismo, deben se completadas mediante la estabilidad de las palabras. No en vano, la supremacía de las palabras sobre las imágenes es una práctica incrustada en la historia del periodismo moderno y en los códigos de conducta con los que este ha buscado su inserción en el debate público racional a través de la producción diaria de la realidad, ya sea en forma de opinión, noticia o reportaje.

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