—No-so-tros —pronuncia Cristóbal mientras se señala el pecho y muestra a sus amigos—, cris-tia-nos. Cris-to. —Señala a sus desnudos interlocutores—. Vosotros, ¿qué? Vo-so-tros, ¿qué dioses adoráis?
Los indígenas dicen palabras incomprensibles, se rascan la cabeza y se miran unos a otros. Los más avispados se señalan a sí mismos y dicen «ta-í-no».
—Estos taínos no se enteran de nada —comenta Martín Alonso mientras le enseña a un indígena su espada—. Toma, cógela. Tú coger espada. Buen acero español. Coge, coge. ¡Espera! ¡Por ahí no!
El nativo, tras coger la espada por la hoja, se corta la mano y huye hacia la espesura gritando de terror.
—Esta gente no ha visto un arma en condiciones en su vida, hermano —dice Vicente—. Mira, si llevan palos con… ¿qué es eso que tienen en la punta?
—Parece un diente, como de pez, ¿no? —opina uno de los marineros.
—Joder, qué gente más rara…
—Parecen muy pobres —dice Luis de Torres, que ya ha desistido de probar con el árabe y el hebreo y gesticula de forma exagerada como los demás—. Ese tipo de ahí lleva un arete en la nariz que parece de oro, pero salvo eso…
Los españoles empiezan con los primeros intercambios, ya que los taínos parecen pacíficos y muy amigables. Están encantados con cualquier tontería que los españoles les dan: cuentas de cristal, cascabeles, lo que sea, incluso tazas rotas y basura que llevan en la bolsa. Ellos, a cambio, les regalan ovillos de una especie de algodón, les dan algo de comida que les sienta de maravilla, y uno de los taínos les regala con mucho ímpetu y gran gesticulación unos papagayos muy raros, de vistosos colores y curvado pico negro, que chillan como demonios.
—¿Qué es esto? —pregunta Luis de Torres al tiempo que señala el pájaro—. ¿Qué-es-este-bi-cho?
—Roro —dice uno de los taínos.
—Don Cristóbal, dicen que estos pajarracos se llaman «loros».
—Pues quiero uno para mi camarote —dice el almirante, encantado con aquellos bichos, y el taíno de los loros sonríe y le ofrece un pájaro tras otro.
Colón los acepta todos; planea llevarse unos cuantos y enseñárselos a Isabel y Fernando, porque no tiene muy claro que vaya a encontrar oro, pero al menos esos pájaros son vistosos, y los portugueses llevaron algunos parecidos del África tropical, allá donde tienen las minas de oro…
Deciden quedarse un par de días con aquellos taínos tan simpáticos. Decenas, centenares de hombres y mujeres desnudos o semidesnudos, pintados y semipintados, todos sonrientes y amables, vienen a visitarlos ahora que se ha corrido la voz. Lo hacen en unas extrañas barcas que parecen talladas en un simple tronco y que ellos llaman «canoas». Las mujeres están de buen ver, pero los españoles se comportan. No se ve mucho oro, salvo algún arete en la nariz o en la oreja. No parece haber especias, aunque Dios sabe qué potenciales económicos tienen esos árboles y esos extrañísimos frutos. ¡O qué potencial económico y geoestratégico pueden tener los loros!
En cierto momento, Colón repara en las cicatrices de algunos indígenas, gesticula para preguntarles por ellas y ellos dicen un montón de palabras incomprensibles a la vez que señalan en varias direcciones, hacia el sur, el suroeste y el noroeste; luego, hacen grandes gestos de remar y de atacar mientras siguen farfullando.
—Mira —le dice Cristóbal a Martín Alonso—, parece que de vez en cuando vienen aquí enemigos y les dan para el pelo a nuestros nuevos amigos. Eso quiere decir que Cipango está muy cerca, debe de ser alguna isla próxima. ¡Sin duda la tierra firme está al alcance! ¡Tenemos que partir de inmediato! Tengo en La Santa María una carta de puño y letra de Sus Majestades para el Gran Khan, y me he jurado entregársela y llevarles una respuesta en persona.
—Bueno —conviene el capitán Pinzón—, da gusto estar en tierra, pero la verdad es que aquí no hay nada, aparte de playas, y esta gente es más pobre que las ratas. Cargamos toda la comida y el agua que podamos y nos vamos. ¡Chicos! ¡Id apurando los últimos intercambios, que nos largamos!
—También debemos llevarnos a algunos de estos taínos —comenta Colón—, tenemos que enseñarles castellano y que nos hagan de intérpretes. Porque, entre tú y yo, Luis de Torres no me sirve de nada. Traerlo ha sido una estupidez.
—Pero ¿van a querer acompañarnos?
—¡Somos la gente del cielo, joder! Para ellos tiene que ser un honor. Y si se resisten, pues yo que sé, montamos algún numerito para distraerlos y raptamos a unos cuantos, un par por barco. Total, aquí no vamos a volver. Espero.
La negociación es relativamente sencilla, si bien los seis afortunados taínos que marchan con la gente del cielo no parecen muy convencidos. Uno de los marineros estornuda un par de veces y se limpia los mocos con el antebrazo antes de estrechar la mano de un taíno y partir. El puñetero catarro lleva más de un mes amargándole el viaje.
Cuando la gente del cielo se pierde en el horizonte hacia el noroeste, uno de los guerreros de la tribu se acerca al cacique.
—¿Qué dices, entonces? ¿Son dioses o no son dioses?
El cacique se encoge de hombros.
—Todos los signos así lo indican. Llegaron del sol naciente, de donde nunca viene nadie, en canoas aladas gigantes. Sus cabezas están cubiertas de pelo de arriba abajo. Tapan sus cuerpos con tejidos extraños y se protegen con esos caparazones brillantes como si fueran cangrejos. Nos han traído pequeños objetos maravillosos de ese reino del más allá que llaman Espania.
—Objetos que, por otro lado, no sabemos para qué pueden servirnos…
—Y la prueba definitiva es su hedor, que no es de este mundo. Nunca creí que una divinidad pudiera ser tan maloliente.
—Al menos se han llevado los putos loros —comenta el guerrero—; mi mujer ha puesto el grito en el cielo cuando se ha enterado, pero es que no me dejaban dormir, y mira, cuando vi que al tipo ese, el que parecía el líder, le gustaban, pensé: «¡Enchúfaselos todos!».
—Ahora te obligará a cazar diez más. Le gustan un montón.
—Bueno, pero al menos he ganado una semanita. De quien me compadezco es de los seis que se han largado con los dioses barbudos. No puedo ni imaginar cómo deben de oler sus canoas.
—Yo también los compadezco, pero debo pensar en el bien de la tribu. Para nosotros ya ha pasado lo peor. Dentro de tres generaciones, la visita de la Gente del Cielo será apenas una historia para dormir que contarán las viejas a los niños.
Mientras los primeros taínos que conocieron a un europeo ni se olían la que se les venía encima, los europeos de las carabelas ni sabían dónde estaban. Las siguientes semanas las pasaron navegando por las Antillas Mayores, trabando contacto con cuantos indígenas se acercaban a verlos mediante los intérpretes capturados en Guanahani, que resultaron mucho más útiles que el bueno de Luis de Torres. La relación entre ellos y los españoles, sin embargo, era compleja. Tras repartirlos por parejas en cada carabela, empezaron a enseñarles castellano y, de paso, a cristianizarlos. Los taínos ponían los brazos en cruz y decían «pater pater» con cara de no entender una mierda, y mal que bien les iban señalando direcciones y dando nombres de nuevas islas. También iban en las avanzadillas cuando se topaban con algunos nativos miedosos; los enviaban en un bote junto a algunos españoles para que gritaran que tranquilos, que aquellos barbudos eran buena gente, que no hacían daño a nadie y que tenían un montón de cuentecitas de cristal y otras mandangas increíbles para intercambiar como regalo. Y era verdad. Hasta entonces, los españoles no habían dado muestras de mayor violencia que algún rapto ocasional. Sin embargo, cuando regresaban a las carabelas, los intérpretes secuestrados miraban de reojo, murmuraban entre ellos y planeaban cómo escapar. Seguramente no soportaban el hedor de las carabelas: no estaban preparados para la divinidad.
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