Manu J. Rico - Efecto Polybius

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Ángela tenía más de noventa años. Una voz la despertó al alba en su casa de Christiania (Copenhague), susurrándole al oído que no volvería a contemplar otro amanecer. Lejos de angustiarse, los recuerdos de una vida plena, feliz, ocuparon sus últimas horas. Ella recibió el amor de sus seres queridos, disfrutó, sufrió, amó y fue testigo de un cambio radical en el mundo.Cuando era niña el destino de la humanidad resultaba sombrío. La gente se había vuelto dependiente de la tecnología y las redes sociales, en especial desde la hegemonía de Rooftop, el primer entorno de relación colectiva basado en la realidad virtual. Las historias que le relató su padre contenían las claves de la nueva era: códigos concebidos por programadores geniales, hacktivismo, el nacimiento de Anonymous y su lucha contra una antigua corriente de pensamiento de la que Ángela no llegó a saber demasiado.El centro de la conspiración a escala planetaria que supuso el gran cambio fue un videojuego legendario: Polybius. Gracias a su padre conoció los secretos que ayudaron a la humanidad a evolucionar hasta una nueva y luminosa era, desde las cenizas de la posverdad que envenenó gran parte del siglo XXI.

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—La próxima semana nos trasladaremos al pueblo. Abriremos la tienda física solamente los sábados y quizás llegaremos a cerrarla definitivamente el próximo año. —Marvelis adoraba Sevilla y no quería marcharse, pero el alquiler era un gasto del que podían prescindir, teniendo en cuenta cómo conseguían el grueso de sus ingresos.

—Es una lástima.

—Llevo cuarenta años en el pasaje de Los Azahares por la lástima.

El librero destapó una superficie atestada de mercancía. Un leve aroma a papel antiguo se mezcló con el de la calle mojada.

—A muchos nos encanta pasear por tu tienda.

—Exactamente. Pasear. Pero no vivimos de paseos. —Martín le conocía y sabía que aquel reproche no iba dirigido a él—. Tampoco de tertulias ni de regalar café. En una frutería no se puede pagar con opiniones ni discursos de bohemios. Si así fuera, sería el librero más rico de Sevilla.

—José Manuel, a mí tampoco me gusta lo que nos está ocurriendo. Sabes que lo sufro más que nadie, pero al parecer nos ha tocado vivir de esta manera. El mundo está evolucionando hacia la idiotez. No hay alternativa.

—Discrepo. Cada cual puede elegir, por más que solo nos permitan actuar dentro de ciertos márgenes. Pero la gente se resigna como borregos. —El librero apartó con cuidado una caja forrada de plástico, que había retenido agua encima hasta formar un charco considerable—. No entiendo cómo puedes pasar tantas horas pegado a una pantalla sin volverte loco. Luego, además, en casa todo el mundo se dedica a hacer el bobo con un maldito artefacto encasquetado en la cabeza y el trasero encajado en una butaca. No nos libramos de la lluvia de anuncios en ningún momento; el día en que alguien sea capaz de controlar toda esa basura, nos hará desfilar como marionetas. ¡Es de locos, amigo! Apuesto a que acabaremos imbéciles y gordos como morsas.

—No le hagas caso, Martín, José Manuel se pone de mal humor cuando tiene que entrar en Rooftop fuera del horario de la tienda. Además la lluvia siempre le empaña las gafas, y eso le enfada aún más. ¡Mírale! —Marvelis tenía una sonrisa encantadora. Las lentes estaban salpicadas y sucias, de tal modo que resultaba milagroso que su dueño viese algo a su través.

El librero mascullaba mientras escurría sábanas de plástico. Desde que comenzó Rooftop había duplicado sus ingresos. La pulsera conectada al sistema no dejaba de vibrar y los pedidos llegaban procedentes de todo el planeta. Los diferentes husos horarios y la escasa tolerancia a la espera de los clientes, le obligaban a trabajar sin descanso.

Continuaron la charla unos minutos, sin advertir que una nube oscura volvía a cernirse sobre la ciudad. La lluvia les sorprendió prácticamente sin tiempo para cubrir los libros. No pudieron evitar que una parte se empapase. José Manuel protestó mientras volvían a colocar los plásticos protectores, sin parar de repetir que no volvería más al mercadillo de los jueves. Iba a proponerles desayunar en un bar cercano cuando un grupo de turistas nórdicos se arremolinó ante el puesto, curioseando la mercancía sin reparar en la humedad ni en los plásticos.

Los dos amigos se despidieron con un apretón de manos. Marvelis negociaba en inglés el precio de una lámina del mapa urbano de Sevilla en el siglo XVII, con una señora casi albina cuya piel cubierta de pecas ya había sufrido el castigo del sol andaluz. Le señaló el punto donde estaban en aquel momento y cerró rápidamente la venta.

La conversación había animado a Martín, pero no podía quitarse de la cabeza el hecho de que era su cumpleaños, y aquella insana tendencia a repasar su vida del modo más sombrío posible. Como la pulsión enfermiza de un drogadicto, notó que le invadía el deseo de sumergirse en el mundo virtual de Rooftop. La sensación iba adueñándose de su conciencia, como otras veces, nublando el resto de sus percepciones.

Caminó unos metros ojeando puestos, tratando de ocupar su mente con pensamientos banales. Se aceleraba su respiración. Llamaron su atención algunos libros antiguos, consolas de ocho bits y juguetes electrónicos apilados al pie de un contenedor de basuras. Pero era tarde. Las manos le temblaban. Su corazón acelerado delataba que estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad. O, pensó, quizás era algo peor.

La lluvia arreció y notó las perneras empapadas. Se estremeció. Tenía frío y las tripas revueltas. Volvían las ideas intrusas que, implacables, a menudo se colaban en su cabeza: «Ya no soy un jovencito invulnerable sino un programador adulto, y bien adulto, que en cualquier momento puede sufrir un infarto o morir de un ictus». Reparó en el paseo de media hora que quedaba hasta su casa, y dudó de sus fuerzas para completar semejante odisea. «Otro efecto secundario de la edad», se repetía. Cuando padecía ataques de pánico los sobrellevaba intentando no mover ni un músculo del rostro; no le quedaba otro remedio. Ya había recurrido demasiadas veces a los servicios de emergencias y todo quedaba en un informe indescifrable, y miradas de reproche. En el mejor de los casos le dedicaban algunas palabras condescendientes antes de darle el alta.

¿Era opresión en el tórax lo que sentía? Seguramente un vello del pecho infectado, o que de algún modo había quedado atrapado en el tejido del chaleco y se arrancó con un movimiento del brazo. Se repetía que aquellas sensaciones eran solo pánico. Ahora que su hija dependía de él, no podía morir. No quería morir.

Rachas de viento. Notó una gota de agua recorriendo su espalda y frescas salpicaduras en el rostro. Reconfortantes, le animaron a continuar su paseo. Quizás una tila en algún bar le relajaría. Miró alrededor y localizó un establecimiento, pero estaba atestado. La gente se protegía de la lluvia. Tendría que salir de la calle Feria para tomar una infusión y relajarse.

Apretó el paso, pero las rodillas le temblaban. Necesitó reunir todas sus fuerzas para caminar y dejar de pensar en enfermedades imaginarias. Volvió a ver, sin prestar verdadera atención, los puestos a ambos lados de la calle.

A su izquierda un vendedor demacrado, cubierto de mugre, bebía cerveza de una botella. El tipo apuró las últimas gotas del litro que acababa de tragar y emitió un sonoro eructo. Luego se apretó contra un escaparate en el que malamente se resguardaba. La ropa deportiva raída que vestía no era abrigo suficiente para soportar aquella temperatura, ni le protegía de la lluvia.

En aquel momento su cerebro más primitivo captó una instantánea.

Martín, sumido en sus pensamientos, no había mirado en realidad ningún trasto en concreto. El borrón en su campo visual era solo un conjunto caótico de bultos dispersos por el suelo. Una parte estaba expuesta, la reservada a objetos de metal oxidado y abollado, no siempre reconocibles. También había algunos juguetes de plástico descolorido y sucio. La botella de vidrio anaranjado se escurrió entre los dedos nudosos del vendedor. Cayó y se hizo añicos que saltaron sobre una zona protegida por plástico.

El programador se detuvo. Estaba considerando si el calor que le derretía la garganta se debía a un infarto que asfixiaba sus ventrículos, o era solo una faringitis incipiente. Olvidó prestar atención al dolor y este, como un espectro que se alimentase de su miedo, se disolvió en segundos. Tenía el cuerpo empapado de sudor por un repunte de su ansiedad, pero los tenebrosos pensamientos que rondaban su cabeza se esfumaron. Reconoció una imagen, justo un segundo durante el cual el vendedor aventó el plástico de su puesto. No cabía duda. Él había visto antes aquel dibujo.

—Oiga, por favor, ¿puede enseñarme el casete que tiene ahí? —Tenía la boca seca y su garganta emitió algunos sonidos quebrados.

—¿Cuál? —La voz del propietario de aquel montón de chatarra sonaba como un serrucho masacrando madera vieja y húmeda.

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