El montaje le llevó algunos minutos. Se trataba de una ceremonia que consistía en enchufar los diferentes artefactos listos para activar la regleta de corriente: televisión, ordenador y reproductor de casetes. Como en los viejos tiempos. Sin embargo desde que su querido Speccy se estropeó, la mesa era presidida por una caja oscura y pequeña con franjas arcoíris, en la que confluía el cableado. También necesitaba un teclado auxiliar y el transformador de corriente era mucho menos voluminoso. El conjunto, aparatoso y anticuado, era un buen sucedáneo del antiguo Speccy.
ZX-DOS podía ejecutar cualquier programa instantáneamente, o acelerar cien veces el registro de un casete, pero Martín no solía abreviar el tiempo normal de carga. El cable de audio estaba manipulado para conectarse también a un ordenador tipo PC y grabar la señal, cuya representación gráfica aparecía en otro monitor.
Rebobinó el casete y pulsó Play en el reproductor de cintas. La grabación sonaba atenuada y arenosa pero a pesar de su mala calidad comenzó la carga. Una imagen simple de bienvenida se dibujó en la pequeña pantalla: «Jet Speed Wilson» escrito con letras de colores. Junto a una caótica danza gráfica, los datos iban apareciendo durante la carga en el monitor del PC. Una segunda columna traducía el binario a hexadecimal simultáneamente.
Dos minutos y sin problemas. La emoción de Martín crecía mientras avanzaba el proceso. En cualquier momento podía surgir una interrupción, o una señal tenue e indescifrable; un solo bit mal leído por culpa de una mota de polvo, humedad o grasa de los dedos arruinaría la carga, en ello consistía parte de la aventura que suponía emplear aquel anticuado sistema de registro. Un programa congelado durante décadas estaba resucitando ante sus ojos. Era algo mágico, más allá de la nostalgia. Al menos él lo vivía así.
Un chasquido en la señal de audio. La ejecución resultaba imposible desde ese punto.
—Joder.
No estaba todo perdido. Los juegos de la época con frecuencia eran grabados en ambas caras de la cinta, por lo que dejó que el sonido continuase, alimentando al PC. La cara B comenzó con una serie de silencios que impidieron la ejecución de la pantalla de bienvenida. Dejó que acabase la carga recopilando todos los datos posibles en el PC. Hubo algunos silencios más. Esta vez el tiempo le pareció eterno.
—Ánimo, Alf, ahora a editar.
El ordenador que él llamaba Alf era un antiguo PC486 cuyo módem de 32Kbps impedía cualquier conexión a la red de fibra óptica. Él mismo escribió el programa que mostraba el código cargado en tiempo real y podía comparar distintas secuencias de instrucciones. Ello resultaba especialmente útil cuando se trataba de reconstruir juegos antiguos, pues era suficiente contar con algunas copias deterioradas para rellenar los huecos hasta completar el código original. Llamaba a su creación LPJ, o Laboratorio de Parque Jurásico, y tuvo cierto éxito en la comunidad de aficionados a la informática clásica.
La primera cara tenía solo dos fallos. Martín los completó rápidamente con los fragmentos de código máquina correspondientes de la otra carga, e imprimió el resultado, que comenzó a depositarse folio a folio en la bandeja de la impresora. Un recuerdo de su niñez, cuando disfrutaba estudiando el código de los pocos juegos que consiguió obtener en aquel formato. Los aficionados comenzaban a preservar los programas impresos; una tendencia que se generalizó cuando algunos juegos se perdieron en inmensas bases de datos mal ordenadas que, al ser depuradas o manipuladas, los arrinconaron en paquetes de datos basura. Por último, navegando entre distintos menús llegó a la opción que le permitía generar los .TXT/.TAP para la conservación digital. Ejecutó el pequeño archivo .TAP en un emulador primitivo instalado en su 486. Existían programas más eficaces, capaces de convertir un PC moderno en cualquiera de los múltiples modelos y clones del Speccy, pero él siempre prefirió una versión completamente operativa del primer emulador de la historia. Su autor, Peter Jimeno, comenzó su diseño en 1989.
Hacía décadas que no introducía el código de seguridad del juego. Él, no obstante, nunca tuvo en sus manos la genuina cartulina con las claves. No recordaba cómo se las ingeniaban para prestar a los amigos aquella ingeniosa llave necesaria para activar el juego pirateado. Las fotocopias en color resultaban prohibitivas a mediados de los ochenta. Su cartulina estaba algo descolorida y, pese a su buen estado de conservación, la clave no acababa de verse bien por culpa del minúsculo tamaño de la cuadrícula de color. En su lugar, Martín encontró una imagen suficientemente nítida en un buscador de recursos y resolvió la clave sobre la marcha. Tragó saliva y se dispuso a jugar, situando los dedos sobre el teclado: O-izquierda, P-derecha, Q-arriba, A-abajo, Space-disparo o acción, como a él le gustaba. JSW solo requería tres teclas, izquierda, derecha y salto, pero estaba habituado a aquel gesto en sus manos cuando iba a entrar en acción. Jamás se adaptó a los mandos analógicos, ni sentía el más mínimo interés por los videojuegos que llegaron después.
Uno tras otro fue comprobando que su programa contenía los diferentes errores o bugs de JSW sin corregir, a diferencia de las versiones preservadas hasta aquel momento. La prueba definitiva le esperaba en la habitación que Matt Statham llamó «Ático», donde una flecha salía de la pantalla corrompiendo el código. Desde aquel punto el juego resultaba imposible de completar. Una serpiente le amenazaba desde la esquina inferior izquierda lanzando bocados en una secuencia predeterminada. La versión original se volvía loca en ese momento. Desaparecían elementos necesarios para progresar en la aventura, y se alteraba la irrupción de enemigos en otras pantallas. No era posible recorrer por completo el resto del mapeado, desordenándose también la transición entre habitaciones. Martín comenzó a notar los efectos del bug inmediatamente.
El paso de una pantalla a otra dejó de ser coherente con el mapa. Tenía la sensación de que se había perdido. En fin, todo ocurría como habían descrito los nostálgicos que recordaban el juego original y explicaban las revistas de la época.
El personaje ya no acabaría con la cabeza metida en el inodoro, pataleando después de una noche de borrachera, como en el transgresor final de JSW.
Excitado por su hallazgo, decidió romper con su propósito para aquel día. Iba a entrar en Rooftop y comunicaría inmediatamente la noticia a sus amigos en la comunidad: tenía un Jet Speed Wilson original en buenas condiciones externas, con su cartulina de claves, y había conseguido reconstruir el programa gracias al LPJ partiendo de una sola cinta.
Solo tardó unas décimas de segundo en transferirlo a su espacio privado. Tomó la casete en sus manos y sintió que volvía a tener diez años. La carátula, ajada por el paso del tiempo e incontables dedos descuidados, representaba a un psicodélico personaje del que solo se podían ver las piernas y el trasero, pues el resto estaba sumergido en el inodoro. Justo antes de acostarse después de completar su misión, que consistía en recoger una serie de desperdicios que había dejado por su casa, Wilson tuvo que vomitar por culpa de la borrachera que agarró esa noche en una fiesta. «Solo una vez. La ocasión lo merece», se dijo. Estaba decidido a recortar drásticamente las horas que dedicaba a navegar por el espacio sintético.
Martín ajustó el cinturón de su interfaz de realidad virtual, enfundado en el traje de sensores. Realmente necesitaba sumergirse en aquel mundo que detestaba, en el que el torrente de estímulos le hacía sentir anestesiado. Hacía rato que había desaparecido todo rastro de ideación hipocondríaca, y entregarse a Rooftop portando aquel tesoro le proporcionó cierto placer insano.
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