Michael Caine - La gran vida

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Durante algo más de cinco décadas, ha sido espía, matón, mayordomo, oficial nazi, estafador, donjuán, peluquero y asesino, entre docenas de personajes que, con frecuencia, exigieron de él la máxima solvencia interpretativa. Pero Michael Caine no dejó de ser nunca Michael Caine para una audiencia rendida a sus encantos. Su metro noventa, sus rizos rubios, su sonrisa socarrona y sus párpados pesados como leños encarnaron al tipo que muchos querríamos ser: un fresco, un canalla, un héroe, un caballero, casi siempre todo al mismo tiempo, y casi siempre un peldaño por encima de lo meramente humano.Publicado por primera vez en español, este libro abarca casi ocho décadas de sus peripecias y nos permite comprobar que ni siquiera rodeado por el oropel de Hollywood dejó de ser nunca el niño esquivo, huraño y burlón del humeante Londres de su infancia.

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Cuando volvimos del rodaje en Dinamarca, ya estaban en marcha los preparativos para el estreno de Zulú. Entrevistaron a Jack Hawkins, que hacía el papel del misionero Otto Witt en la película, y advirtió: «Presten atención a un nuevo actor llamado Michael Caine». Fue muy generoso, todo un detalle. El día siguiente recibí otro halago de la novelista irlandesa Edna O’Brien, que en aquel momento estaba escribiendo una serie de artículos diarios sobre los hombres más atractivos de Londres. Yo era Mr. Viernes. Estuve a punto de recortar la columna y enviársela a Joe Levine.

Se acercaba el estreno y tenía que decidir quién sería mi acompañante femenina. Había muchas candidatas, pero ninguna especial, y entonces me di cuenta de que debía ir con mi madre. Corrí a Brixton para proponérselo y me quedé bastante chafado cuando se negó en redondo. «¿Por qué no?», inquirí. Me sentí herido. Al fin y al cabo, solo gracias a ella había conseguido mantenerme a flote todos aquellos años. Ahora quería que me viese en mi momento triunfal, pero no hubo manera de convencerla. Acabé desistiendo y me prometí volver al día siguiente para contárselo todo con pelos y señales.

Concentré toda mi atención en el atuendo. El director Bryan Forbes me había presentado a Doug Hayward, un excelente sastre, una de las figuras principales del mundo de la moda de los años sesenta y alguien que se convertiría en un amigo para toda la vida. Sabía que necesitaba un traje de gala para el estreno, pero también sabía que no me lo podía permitir, así que acudí a Doug e hicimos un trato. Ambos teníamos la misma talla, de manera que compré uno de sus magníficos trajes a mitad de precio y acordamos que lo compartiríamos. Como solo teníamos un traje para los dos, Doug no podría asistir al estreno de Zulú. De hecho, hasta mi siguiente película, cuando al fin pude permitirme mi propio traje, nunca llegaron a vernos juntos en eventos de postín.

Tengo un recuerdo borroso de gran parte de aquella noche, pero lo que sí que recuerdo con claridad es el momento en el que salí del Rolls Royce alquilado, con una chica del brazo. La multitud me aclamaba, las bombillas de los flashes se consumían y, mientras se aclaraba la humareda y yo recorría la alfombra roja, vi una cara conocida entre la multitud. Era mamá, con su viejo sombrero, apenas contenida por un fornido poli, intentando ver por un segundo a su propio hijo. Nunca he olvidado ese momento. No lo olvidaré jamás.

Se estrenó Zulú y empezaron a pasar cosas. Una noche estaba cenando con Terry Stamp en el Pickwick Club, uno de aquellos restaurantes de moda que brotaban como setas en los sesenta. Me gustaba. Para empezar, no hacía falta llevar corbata, que en aquella época era una de las normas que los restaurantes ingleses empleaban para mantener a distancia a tipos como yo. Aquella noche en concreto, Harry Saltzman, responsable junto a Cubby Broccoli de las películas de James Bond, entró con su familia. Cuando Terry y yo estábamos terminando de cenar, nos hizo llegar una nota en la que me preguntaba si me apetecía tomar un café rápido con él. Me acerqué y me senté a su mesa. Venían de ver Zulú.

—Aquí todos pensamos —dijo Harry— que vas a ser una gran estrella.

Les di las gracias. La opinión de Joe Levine empezaba a ser minoritaria. Entonces, Harry cambió de tema abruptamente.

—¿Has leído Ipcress. Peligro de muerte, de Len Deighton?

—Sí —contesté.

Y era casi cierto, iba por la mitad del libro justo en ese momento.

—Bien —dijo Harry—. ¿Y te gustaría ser el protagonista de la adaptación al cine que voy a hacer?

—Sí —contesté de nuevo.

—¿Te parece bien un contrato por siete años?

—Sí.

—¿Te apetece comer mañana conmigo en Les Ambassadeurs?

Como era de esperar, y en un alarde de originalidad, respondí:

—Sí.

Volví a mi mesa tambaleándome.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó Terry.

—He conseguido un papel protagonista en el cine y un contrato de siete años —contesté casi sin creerme lo que estaba diciendo.

—¡Pero si solo has estado con ellos dos minutos! —dijo Terry.

Baje la vista hacia mi cena, ya fría. ¿Lo había entendido bien? Y entonces llegó el camarero con una botella de champán. La abrió y nos sirvió sendas copas a Terry y a mí. Mire hacia Harry para agradecérselo y él y el resto de comensales de su mesa me devolvieron el brindis:

—¡Enhorabuena!

—Gracias —respondí, básicamente para demostrar que mi vocabulario no se reducía a «sí».

Cuando llegó el momento de pagar la cuenta, decidí invitar a Terry, que siempre había sido muy generoso conmigo. Pero ya la había pagado Harry Saltzman.

—Gracias —le dije de nuevo cuando pasamos junto a su mesa de camino a la salida.

Harry sonrió.

—Mañana —dijo— ponte corbata.

La noche era joven y Terry y yo nos acercamos hasta Ad Lib, un nuevo club propiedad del marchante de arte Oscar Lerman (casado con Jackie Collins) y dirigido por el brillante Johnny Gold, que se convertiría —sigue siéndolo— en uno de mis amigos más íntimos. Ad Lib era la mejor discoteca que hubiera pisado jamás, y aquella noche di el pistoletazo de salida a mi «vida nocturna» (que no abandoné hasta diez años después). Allí también parecían acontecer hechos extraordinarios. Nos dirigimos a la pista de baile y nos dimos cuenta de que a nuestro lado estaban los Beatles y los Rolling Stones al completo. Creo que algo así no volvió a suceder nunca.

El ambiente en Les Ambassadeurs era bastante distinto. Me puse corbata, el sitio era increíblemente pijo. De hecho, yo era el único don nadie entre los presentes. Harry pidió champán y caviar («De ahora en adelante, Michael, ¡solo lo mejor de lo mejor!») y yo me sumí en el silencio. Estaba totalmente fuera de mi ambiente. Larry me lanzó una mirada y en su cara se dibujó una sonrisa.

—¡Me pregunto que estarán haciendo hoy los ricos! —dijo.

Me reí y me relajé. Era el principio de una vida diferente.

Incluso con un contrato bajo el brazo y dinero en la cuenta bancaria, aún me sentía en medio de un sueño del que podría despertarme en cualquier momento. Por si las moscas, me pegué a Harry Saltzman y al poco tiempo ya estaba invitándome a su casa —más bien, mansión— cada domingo. La comida era buena y la conversación, mejor. Aunque siempre lo pasábamos bien, Harry no descuidaba el aspecto profesional durante aquellas reuniones, y allí fue donde se tomaron muchas de las decisiones concernientes a Ipcress. Harry había dejado muy claro que no buscaba un James Bond como protagonista. En realidad, el aspecto fundamental del antihéroe de Len Deighton era que se trataba de un hombre muy ordinario. Tan ordinario que siempre lo subestimaban. Deighton nunca le puso nombre y aquel fue nuestro primer reto.

—Necesitamos algo soso —dijo Harry.

Se produjo un gran silencio mientras cavilaba.

—Harry es bastante soso —aventuré con la brillantez que me caracteriza.

De pronto, se podía cortar el silencio con un cuchillo. Harry Saltzman me lanzó una mirada asesina. Todo el mundo contuvo el aliento. Harry se echó a reír. Todos nos echamos a reír con él.

—¡Tienes razón! —dijo. Volviéndose hacia mí, añadió—: Mi auténtico nombre es Herschel. Bueno, vamos a por el apellido.

Cuando dejé de temblar, me uní a la conversación pero decidí abstenerme de hacer más agudas sugerencias. Ningún apellido cuadraba. Como siempre, Harry tuvo la última palabra.

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