—Mañana a las diez ve a ver a Cy Endfield al bar del Prince of Wales Theatre, creo que tienes posibilidades —me dijo, deseándome suerte.
Siempre he pensado que la vida oscila en base a pequeños —a veces insignificantes— incidentes y decisiones. El día siguiente me presenté en el teatro a las diez en punto y Cy Endfield, que era un director americano orondo y de hablar pausado, me dijo que lo sentía pero que ya había asignado el papel a mi amigo James Booth porque le veía más aspecto de cockney que a mí. Ya me había acostumbrado al rechazo y me encogí de hombros.
—No pasa nada —mentí, y me giré en dirección a la puerta de salida.
El bar del Prince of Wales Theatre es alargado y gracias a eso hoy en día soy una estrella de cine: cuando estaba alcanzando la puerta, escuché la voz de Cy:
—¿Sabes imitar un acento británico refinado?
Me detuve y me di la vuelta.
—He sido actor de repertorio durante años —contesté—. He interpretado a personajes sofisticados multitud de veces. No hay acento que no pueda imitar. Es fácil —dije con los dedos cruzados tras la espalda.
—¿Sabes qué? —dijo Cy observándome de arriba abajo desde el otro extremo del bar—. No tienes pinta de cockney. Más bien pareces un oficial mariquita. Vuelve aquí.
Me eché un vistazo en el espejo que había tras la barra del bar. Tenía razón. Un metro noventa, flaco, ojos azules y ricitos rubios. Jimmy Booth tenía el aspecto que todo el mundo imagina en un chulazo cockney, y además lo era. Yo también era un chulazo cockney pero no lo parecía. Regresé hacia Cy… y no me arrepentí.
—¿Podrías hacer una prueba de cámara con Stanley el viernes por la mañana? —preguntó Cy—. Interpretarás a un teniente esnob, Gonville Bromhead. Se cree superior a todos los demás, especialmente a Stanley. ¿Crees que serás capaz?
Quizá por ser americano, Cy carecía del inherente prejuicio de clase británico según el cual un actor de clase obrera no puede interpretar a un oficial en la gran pantalla. Recordé el servicio militar. Recordé Corea. Estaba bastante seguro de que sería capaz.
El viernes ya no estaba tan seguro. Hice la prueba a trompicones, pifiándola en mis diálogos y sudando de pavor a pesar de la ayuda de Stanley y la paciencia de Cy. Por fin terminamos, subí las escaleras trastabillando y me dispuse a pasar el fin de semana borracho como una cuba hasta que comunicasen el resultado, el lunes por la mañana. Lo que yo no me esperaba era toparme con Cy Endfield en una fiesta el sábado por la noche. Parecía evitar el contacto visual conmigo. Aquello no pintaba nada bien. A pesar de todo, mientras Cy estuvo en la fiesta yo intenté mantenerme sobrio. Y cuando ya estaba a punto de marcharse, por fin se me acercó.
—He visto la prueba —dijo— y estás para matarte.
Tragué saliva. Iba a ser difícil recuperarse de aquello.
—Pero el papel es tuyo —continuó—. En tres semanas nos vamos a Sudáfrica.
Lo miré boquiabierto.
—¿Por qué me das el papel si la prueba salió tan mal? —pregunté.
—No lo sé, Michael. La verdad, no lo sé. Pero creo que tienes algo…
Él se marchó y yo me vomité en los zapatos.
Bien, había sido soldado en el Ejército y además conocía las experiencias de cierto teniente del Queen’s Royal Regiment en las que basar mi caracterización de Gonville Bromhead. Aquel teniente era, por decirlo sin rodeos, un verdadero cretino, un pomposo y un esnob. No era idiota, simplemente se comportaba como si los demás fuesen «personajillos» con los que tenía que lidiar y él hubiese nacido para darles órdenes. Nunca hubo nada personal por ninguna de las partes, pero la relación con él y con otros como él alimentó mi odio hacia los prejuicios de clase. Me llenaba de regocijo poder tomarme al fin la revancha.
Aun así, tenía un problema. Había conocido a muchos oficiales y sabía perfectamente cómo se habían comportado conmigo, pero no tenía ni idea de cómo se comportaban entre ellos, y Zulú era una película sobre la relación entre dos oficiales. Las semanas previas a la partida hacia Sudáfrica me las arreglé para comer cada jueves en la cantina de oficiales de los Guardias Granaderos. En líneas generales, toleraron bien la presencia de aquel actor empalagoso, pero encomendaron la tarea de tutelarme —que nadie más deseaba— al miembro más joven y reciente de la cantina, un joven teniente segundo que se llamaba Patrick Lichfield. Ninguno de los dos podía sospecharlo entonces, pero a finales de los años sesenta Lord Lichfield y yo nos haríamos grandes amigos, después de que él abandonase el Ejército para dedicarse a la fotografía.
Creo que también tendría que haber pedido a los guardas algún que otro consejo sobre caballos. Difícilmente podrían haberse recibido clases de equitación en Elephant, pero empleé todo mi aplomo en asegurar a Cy Endfield que sabía montar. Únicamente omití que solo lo había hecho dos veces, ambas en Wimbledon. Me apunté a clases de equitación en el Common pero solo llegué hasta High Street. El primer día me caí del caballo delante de un autobús, el segundo frente a una bicicleta (las consecuencias fueron mucho más dolorosas), y el tercero no me presenté. No es que no me gustasen los caballos: Lottie, la vieja yegua que teníamos en la granja de Norfolk, me seguía como un perrete, pero nunca pasé de sentarme sobre ella a mujeriegas. Alertada por algún sexto sentido equino, la bestia en forma de caballo que montaba durante mi primera toma en Zulú intuyó mi historial y me cogió manía al instante. El sentimiento fue mutuo. Estábamos filmando un plano largo en el que regresaba al campamento británico tras una expedición y me dijeron que avanzase lentamente en dirección a la cámara. Pan comido, pero el caballo se resistía a moverse. «¡Dale en la grupa!», gritó Cy por el intercomunicador, y el utilero le dio una guantada. Efectivamente, el caballo se movió, pero no hacia delante. Se encabritó y empezó a hacer cabriolas mientras yo trataba de aferrarme a mi apreciada vida.
—¡Corten! —gritó Cy—. ¡Esto no es una prueba para entrar en la Escuela Española de Equitación!
El utilero calmó al jamelgo y empezamos de nuevo, descendiendo por el camino que rodeaba la colina. Todo iba según lo previsto hasta que tomamos una curva. El caballo, que a esas alturas ya estaba tan nervioso como yo, debió de ver su propia sombra en la ladera, dio un relincho que nos taladró los oídos, se salió del camino y empezó a correr como loco hacia una caída de veinte metros, acompañado de mis alaridos. El utilero consiguió alcanzarnos, hacerse con la brida y detenernos al mismísimo borde del barranco. Durante el incidente me lastimé la espalda y el utilero se lo comunicó a Cy a través del intercomunicador.
—¡Por el amor de Dios! —escuché a Cy, claramente irritado—. Tenemos que rodar esta escena hoy y el sol ya se está poniendo. ¿Sabes montar? —preguntó al utilero.
Sabía. Y así fue como en mi primera aparición en mi primera película importante no salgo yo, sino un utilero llamado Ginger, con mi sombrero y mi capa.
Me ofendió un poco que al final del día de rodaje nadie se preocupase por mi espalda. Ni al siguiente día por mis rodillas, cuando el mismo caballo, que obviamente me la tenía jurada, me lanzó a un estanque. Saqué el tema a relucir con Stanley Baker:
—Es sencillo —dijo—. Solo has hecho dos escenas y ahora mismo podríamos sustituirte con facilidad. Sería casi más barato que reemplazar al caballo o tu ropa.
Abrí la boca dispuesto a protestar, pero él continuó:
—Cuantas más escenas hagas, más nos preocuparemos por ti… Hasta la escena final, en la que de nuevo nos importarás un pimiento. Es una de las reglas de oro, Michael. Nunca hagas una escena de riesgo el último día de rodaje.
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