Michael Caine - La gran vida

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Durante algo más de cinco décadas, ha sido espía, matón, mayordomo, oficial nazi, estafador, donjuán, peluquero y asesino, entre docenas de personajes que, con frecuencia, exigieron de él la máxima solvencia interpretativa. Pero Michael Caine no dejó de ser nunca Michael Caine para una audiencia rendida a sus encantos. Su metro noventa, sus rizos rubios, su sonrisa socarrona y sus párpados pesados como leños encarnaron al tipo que muchos querríamos ser: un fresco, un canalla, un héroe, un caballero, casi siempre todo al mismo tiempo, y casi siempre un peldaño por encima de lo meramente humano.Publicado por primera vez en español, este libro abarca casi ocho décadas de sus peripecias y nos permite comprobar que ni siquiera rodeado por el oropel de Hollywood dejó de ser nunca el niño esquivo, huraño y burlón del humeante Londres de su infancia.

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Fue la primera y la última vez que escuché esa excusa en un rodaje.

Sudáfrica seguía por aquel entonces bajo el régimen del apartheid. Cuando llegué allí no sabía nada del clima político del país, pero a medida que comprobaba lo mal que los encargados trataban a los trabajadores negros fui sintiéndome cada vez más incómodo. Primero, incómodo; después, francamente enfadado. Un día, uno de esos trabajadores cometió un pequeño error y, en lugar de hacérselo ver, un encargado más animal que humano levantó el puño y lo descargó en su cara. Yo no me lo podía creer. Corrí hacia ellos, gritando. Pero Stanley llegó antes que yo; en la vida he ido testigo de un estallido de furia semejante. Despidió al encargado al instante y reunió al resto de capataces blancos…

—De ahora en adelante, en este rodaje nadie tratará así a los trabajadores.

Todos compartimos su indignación, avivada por otro incidente. Uno de nuestros capataces ingleses se había ­«naturalizado», por así decirlo, y se había casado con tres mujeres zulúes. No teníamos una opinión al respecto —parecía que se lo pasaba bien— hasta que un día el sonido de un helicóptero sobre nuestras cabezas interrumpió la grabación. Era la policía. Venían a clausurar el rodaje. Nuestro encargado había cometido un delito en base a las leyes del mestizaje sudafricanas, que prohibían el contacto sexual entre negros y blancos. Y, lo que es más inverosímil, el castigo consistía en una larga sentencia de prisión o en doce latigazos. O ambas cosas. Comprendimos al instante que los capataces afrikáneres debían habernos informado. Con una habilidad diplomática que no habría desentonado en la ONU, Stanley logró alcanzar un acuerdo: el encargado abandonaría el país aquella misma noche y nosotros terminaríamos el rodaje. El incidente nos dejó muy mal sabor de boca a todos. Y a mí me llevó a la determinación de que no volvería a visitar Sudáfrica mientras durase el apartheid.

Zulú fue mi mayor golpe de suerte en el mundo del espectáculo, pero es también una película que ha resistido el paso del tiempo. Casi ha alcanzado el estatus de película de culto, tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos, a pesar de que en un principio no se distribuyó comercialmente al otro lado del charco. Creo que uno de los motivos radica en que fue la primera película bélica británica en tratar a un enemigo nativo con dignidad. Es cierto, se celebra el heroísmo de las tropas británicas, pero también el del reino Zulú, que se presenta como disciplinado, capaz de lúcidas estrategias e integrado por auténticos soldados. La ausencia de patrioterismo hace que aún perdure entre el público de hoy en día, a diferencia de otras producciones bélicas británicas. En muchos sentidos, no ha envejecido, y yo sigo sintiéndome muy orgulloso de ella.

5. Hola, Alfie

En las montañas Drakensberg no hay manera de gastar dinero, así que regresé a Londres con mis cuatro mil libras prácticamente intactas. Por fin podría arreglar un par de asuntos. Me fui directo a Sheffield para visitar a Dominique. Ya tenía ocho años y, según me dijo su abuela Claire, estaba loca por los caballos (eso no lo había heredado de mí, desde luego). Por primera vez podía hacer algo por ella. Con lo que había ganado en Zulú le compré un poni. Fue el primer paso de lo que acabaría convirtiéndose en una satisfactoria carrera para Dominique, una carrera en la que me siento muy orgulloso de haberla visto triunfar.

Luego, estaba mamá. Seguía viviendo con mi hermano Stanley en la casa prefabricada, pero él se pasaba el día fuera trabajando y ella se quedaba sola, sin mi padre. Se me ocurrió sugerirle que se mudase al piso de Brixton que habíamos ocupado Pat y yo cuando nos casamos. Era propiedad de familiares y estaría rodeada de gente de su edad; era un lugar seguro y tendría buena compañía.

Cuatro mil libras me parecían una cantidad descomunal, y como me entusiasmaba comprobar que quienes me importaban y me habían apoyado —amigos y familia— se beneficiaban de mi buena suerte, me pulí el dinero rápidamente. Dennis Selinger me ayudo a encontrar un asesor fiscal y me convenció de que abriera una cuenta en el banco. El resultado neto fue que acabé con un descubierto de mil libras.

Mientras tanto, se daban los últimos retoques a Zulú. Sabía que, hasta que se estrenase, no tendría oportunidad de participar en otra película, pero había firmado un contrato de siete años con Joe Levine, el presidente de Embassy Pictures, y estaba seguro de que él cumpliría con su parte del acuerdo. Solo había un problema: el contrato era unilateral. Ellos podían rescindirlo cuando quisieran pero, mientras tanto, yo estaba atado a ellos. Así y todo, cuando me convocaron al despacho de Joe, acudí a toda máquina, seguro de que me daría buenas noticias. Joe Levine parecía salido de un departamento de reparto, era lo que todo el mundo tiene en mente cuando piensa en un productor cinematográfico: era bajito, gordo, y fumaba grandes puros.

—Siéntate, Michael —me dijo en cuanto entré—. Sabes que me caes bien, ¿verdad?

Asentí al tiempo que el estómago se me ponía del revés. Imaginaba cómo acabaría aquello.

—Te lo dije, Michael. Te dije: «Acabarás cubierto de oro». ¿No te lo dije?

Volví a asentir. Lo había dicho. Y, conociendo a la señora Levine, era obvio que Joe sabía de oro.

—Bueno, sigo creyendo que eso va a suceder… —hizo una pausa y yo contuve el aliento— pero no en Embassy Pictures.

Solté el aire. Me había mareado. Era el momento de una nueva interpretación. Empezaba a ser muy bueno en eso de hacerme el indolente.

—¿No te he gustado en Zulú? —pregunté.

—Me has encantado, Michael —dijo calurosamente—, pero tengo que decirte una cosa. —Parecía que intentaba darse ánimo a sí mismo—. Debes afrontar el hecho de que… Sé que no lo eres, pero en pantalla pareces… un maricón.

Me quedé perplejo.

—Sé que no lo eres —repitió apresuradamente—. Hay un montón de estrellas que son maricas pero en pantalla aparentan ser muy viriles y todo queda en nada… Pero tu caso es precisamente el inverso. Y da la casualidad de que no es el apropiado. Dicho eso, nunca serás protagonista de una película romántica.

Me levanté.

—Gracias, Joe—dije, y me marché.

Después descubrí que había transferido mi contrato a James Booth.

Para mi sorpresa, aquello no perturbó a Dennis. Como siempre, aprovechó la oportunidad para conseguirme trabajos que mejorasen mi reputación y ampliasen mi rango interpretativo. En mi único papel clásico, interpreté a Horacio en el Hamlet que Christopher Plummer protagonizó para televisión. Yo no tenía formación dramática y siempre me pareció que Shakespeare no era para mí, pero enseguida me atrapó la historia y decidí que, ya que mi aparición en pantalla iba a suponer un problema, aprovecharía para sacar a relucir la ambigua sexualidad de Horacio. Fue una experiencia fantástica y la oportunidad de actuar junto a mi viejo amigo Robert Shaw. Y de conocer a uno nuevo, Donald Sutherland, que interpretaba a Fortinbras. Soy un actor demasiado naturalista para el pentámetro yámbico, pero interpretando a Horacio me sentí seguro. Aunque su papel es relevante, no es el protagonista.

Hoy en día, las películas y el teatro son mundos mucho más fluidos y la gente viene y va de uno a otro. En mis tiempos, el teatro era una especie de entrenamiento para las películas; ahora, hay grandes estrellas de cine que se embarcan en obras teatrales porque nunca antes lo habían hecho. Eso puede desembocar en impresionantes éxitos: me dejó estupefacto el Hamlet de Jude Law, creo que es uno de los mejores que he visto en mi vida, pero está claro que no lo hizo por razones económicas. En mi caso, aprendí todo lo que pude en el teatro y no me gustaría tener que volver. No quiero ser actor teatral, pero voy mucho al teatro y me encanta lo que se hace ahora no solo por la fabulosa calidad de las actuaciones sino también por la de las producciones de dramas y musicales. Hace unos años fui a ver A Chorus Line y me gustó mucho, pero la nueva producción que vi hace poco en Nueva York es simplemente sensacional, y el nuevo show de Andrew Lloyd Webber, Love Never Dies, que no cosechó mucho éxito entre la crítica, es uno de los mejores espectáculos visuales que he presenciado jamás. Yo lo veo tal que así: el teatro fue una mujer que yo quise y que me trató como a una mierda, mientras que las películas resultaron ser una amante con la que podía hacer lo que quisiera… Y estaba a punto de comprobarlo.

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