Y nunca la he hecho.
Después de aquellos incidentes las cosas fluyeron sin demasiados contratiempos, pero así y todo yo seguía preocupado por los primeros copiones. Había que enviar la película a Inglaterra para que la procesasen, así que aún me quedaban dos semanas para preocuparme por cómo daría en pantalla mi interpretación. Había mucho en juego, aquel era el papel que podía cambiarme la vida. Cuando llegó el gran día, me senté en la sala de proyección rodeado de los actores, los cámaras y el resto de técnicos del equipo. El proyector comenzó a zumbar, la pantalla parpadeó y de pronto se llenó con una enorme cara que soltaba una perorata con un acento inglés ridículamente entrecortado. Me eché a sudar y el corazón se me salía del pecho. No lo hacía mal, lo hacía muy mal. Fin de mi carrera, pensé. Detás de mí, escuché que alguien susurraba: «¿Quién le dijo a ese anormal que se tapase los ojos con el puto sombrero?». Me indigné: ¡aquello era un toque magistral de caracterización! Llevaba un salacot que ensombrecía la mitad superior de mi cara e inclinaba la cabeza hacia atrás para que el sol me diese en los ojos cuando quería recalcar una frase concreta. Aunque eso ya daba igual, porque estaba a punto de tomar el primer avión de vuelta a casa. Una vez más, me vomité los zapatos y salí de allí zumbando.
La noche siguiente, dispuesto a afrontar las críticas como un hombre, bajé al bar del hotel donde nos hospedábamos, pedí —a la vez— un par de copas y esperé a que Stanley y Cy regresasen del rodaje de aquel día.
—¡Oye, no está mal, chico! —dijo Stanley mientras entraban despreocupadamente—. No te apures, ya le cogerás el tranquillo.
Me quedé mirándolos con la mandíbula colgando. ¿Lo decían en serio? Me eché al coleto las dos copas y concluí que debía controlar la paranoia.
No tuve mucho éxito. Pocos días después, una de las secretarias del departamento de producción me hizo señas cuando pasé a su lado. Era una muchacha preciosa y, pensando que aquel era mi día de suerte, la seguí a su despacho previendo un poco de acción. En lugar de eso, me alargó nerviosamente un telegrama. Era de un gerifalte de la oficina central de la Paramount en Londres. «Despidan a Michael Caine. No sabe qué hacer con las manos». Nuevamente, me ofendí. Buscando a alguien en quien basarme para el teniente Bromhead, un hombre de familia inmensamente acomodada, acabé acordándome del príncipe Felipe de Edimburgo. Lo primero que me llamó la atención en él fue que siempre caminaba con las manos a la espalda porque, comprendí, nunca tenía que hacer nada por sí mismo. Nunca tenía que abrir una puerta, nunca necesitaba utilizar las manos para llamar la atención —siempre sería el centro de la conversación—, y siempre iba rodeado de guardaespaldas y nunca tendría que usar las manos para protegerse. ¡Otro toque magistral de caracterización desperdiciado en un público ingrato! ¿Estaba condenado a que nadie me entendiese?
Indignación aparte, estaba seguro de que esta vez a Stanley no le quedaría más remedio que despedirme y pasé los dos días siguientes esperando miserablemente que el hacha cayese sobre mi cuello. Y la cuestión era que no podía revelar que había visto aquel telegrama sin meter a la secretaria en un lío. Finalmente me vine abajo y me enfrenté a Stanley.
—Sé que me vas a despedir —comencé, elaborando de antemano una patraña altamente improbable sobre cómo, por casualidad, había visto el telegrama en su despacho—, comprendo los motivos y estoy dispuesto a irme.
Terminé apresuradamente. Se quedó un momento allí parado y comprendí que se estaba cabreando.
—El productor de esta película soy yo, Michael —dijo—. ¿Te he despedido yo?
—No, Stan.
—¡Pues sigue haciendo tu trabajo y deja de leer mi puto correo o te despido de verdad!
Me quedaba en la película. Esta vez conseguí llegar al aseo y no ponerme perdidos los zapatos.
No solo era mi primera vez en una película importante, también era mi primera vez en África, un continente que amo y al que volvería más tarde con mi amigo Sidney Poitier para rodar La conspiración. El paisaje de las montañas Drakensberg era impresionante y la fauna increíble, pero fueron los africanos quienes hicieron memorable el rodaje de Zulú. La película cuenta la historia de la batalla de Rorke’s Drift entre un pequeño destacamento de un regimiento galés (de ahí el interés de Stanley Baker en el incidente) y el reino Zulú, en 1879.
Tuvimos el privilegio de contar no solo con Buthelezi —jefe de los zulúes— interpretando al líder de los africanos, sino también con una princesa zulú como asesora histórica, lo cual nos aseguraba que trazábamos la línea de combate del ejército africano tal y como había sido en la realidad. Aquel nivel de autenticidad fue fundamental para el impacto de la película: sigo pensando que las escenas de batalla están entre las mejores que he visto nunca en el cine. Ciertamente, mi primer avistamiento de dos mil guerreros zulúes avanzando desde las colinas hacia el valle donde nos encontrábamos rodando fue inolvidable. Llevaban sus propios trajes de guerra, con grandes penachos y taparrabos hechos de piel de mono y rabo de león, y se aproximaban golpeando las lanzas contra los escudos y entonando un lento cántico de duelo por los caídos en combate. Aquella imagen y aquel sonido eran inenarrables. No quiero ni imaginar qué habría sentido aquel puñado de soldados británicos manteniendo su posición en Rorke’s Drift. Su valentía les valió once Cruces Victoria en un solo día, un caso único en la historia militar de mi país. Evidentemente, como habrá detectado cualquiera que conozca la historia militar británica, en el asalto final de los zulúes a Rorke’s Drift no participaron tan solo dos mil guerreros: fueron seis mil. Stanley y Cy se habían quedado cortos por cuatro mil. Cy Endfield, siempre práctico, tenía la solución. En la última escena, la cámara hace un barrido para mostrar a los zulúes en la distancia, alineados en la colina y observando a los británicos en el valle. Es una visión impresionante, y uno jamás sospecharía que cada uno de los dos mil guerreros sostenía un trozo de madera amarrado a dos escudos con sendos penachos en lo alto para triplicar el número de efectivos. Un genio. Y casi cuarenta años antes de los espectaculares efectos visuales generados por ordenador de Peter Jackson en El Señor de los Anillos.
Los guerreros zulúes no fueron los únicos africanos presentes en el rodaje. En una de las escenas se celebraba una tradicional danza tribal femenina y reclutamos a varias bailarinas, algunas oriundas de las tribus de la zona y otras que las habían abandonado para trabajar en Johannesburgo. Pero, en Europa, aquello supondría un problema con la censura, ya que la vestimenta zulú se reducía a un pequeño delantal de cuentas. Cy Endfield, hombre de recursos, solicitó al departamento de vestuario que confeccionara doscientos pares de bragas negras que apaciguarían a los censores y al tiempo mantendrían cierta apariencia de autenticidad. Cuando ya había convencido a las bailarinas tribales de que utilizasen las bragas, le dijeron que las chicas de ciudad insistían en ponerse también sujetadores. Aquello fue el desafío definitivo para un director de cine: conseguir ponerle bragas a un grupo de bailarinas y quitarle los sujetadores a otro. Acabó de solucionarlo, la cámara comenzó a rodar, y de pronto el operador gritó:
—¡Corten! ¡Tenemos ahí a una señora sin bragas!
Sacaron del grupo a la culpable.
—¿Y ahora cuál es el problema? —preguntó Cy al traductor, exasperado.
El traductor se acercó a la bailarina y habló con ella.
—No está acostumbrada —fue su respuesta cuando terminó de hablar con ella—. Se le han olvidado.
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