Michael Caine - La gran vida

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Durante algo más de cinco décadas, ha sido espía, matón, mayordomo, oficial nazi, estafador, donjuán, peluquero y asesino, entre docenas de personajes que, con frecuencia, exigieron de él la máxima solvencia interpretativa. Pero Michael Caine no dejó de ser nunca Michael Caine para una audiencia rendida a sus encantos. Su metro noventa, sus rizos rubios, su sonrisa socarrona y sus párpados pesados como leños encarnaron al tipo que muchos querríamos ser: un fresco, un canalla, un héroe, un caballero, casi siempre todo al mismo tiempo, y casi siempre un peldaño por encima de lo meramente humano.Publicado por primera vez en español, este libro abarca casi ocho décadas de sus peripecias y nos permite comprobar que ni siquiera rodeado por el oropel de Hollywood dejó de ser nunca el niño esquivo, huraño y burlón del humeante Londres de su infancia.

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No es que me despierte cubierto de sudor en medio de la noche reviviendo aquel incidente, pero sí que me viene a la cabeza en los momentos difíciles, sobre todo cuando alguien pretende atacarme o herirme. Entonces pienso —al igual que pensé en aquella colina de Corea— que no voy a dejarme amedrentar, que no van a poder conmigo, y que si lo intentan me llevaré por delante todo y a todos los que pueda, aunque yo también tenga mucho que perder. Si no me buscas las cosquillas soy un tío genial; pero como me las busques…

Infierno en Corea no tenía nada que ver con la realidad y a nadie le importaba un pimiento. A George Baker —que ahora es más conocido como el inspector Wexford de la serie The Ruth Rendell Mysteries— lo hacían entrar en combate con un sombrero de oficial y cubierto de insignias para evidenciar su estatus de protagonista. Yo les hice ver que, en una auténtica guerra, aquello lo habría señalado como blanco prioritario para los francotiradores y que habría durado dos segundos en un avance. Me ignoraron. También me ignoraron cuando sugerí que las tropas deberían desplegarse durante el avance para maximizar su rango de tiro. No, se apelotonarían, me dijeron, porque la lente de la cámara no era lo suficientemente amplia. Estuve a punto de aventurar que, en mi opinión, Corea se parecía más a Gales que a Portugal, pero me mordí la lengua porque… ¿dónde preferirían ustedes rodar exteriores?

Aunque Portugal reavivase muy pocas de las pesadillas de Corea, hube de enfrentarme a un omnipresente recordatorio del horror de la línea del frente: el ajo. En el hotel, la comida flotaba en aceite y ajo. Yo devolvía los platos a la cocina una y otra vez hasta que no quedaba rastro de ninguno de los dos. Aquello enervaba a mi compañero de reparto Robert Shaw. Una noche, tras dar ambos buena cuenta de demasiadas botellas de vino, explotó:

—¡Come y calla, puto cockney filisteo! ¡En tu vida te habían puesto por delante algo así de bueno!

Yo no tenía la menor idea de lo que era un filisteo, pero creí entender que estaba insultando las dotes culinarias de mi madre. Me abalancé hacia él por encima de la mesa y lo agarré por las solapas.

—¡A mí no me hablas así! —rugí.

Nos enzarzamos y armó una buena. Derramamos el vino, la comida voló por los aires y los camareros salieron por piernas. Fue una auténtica bronca de bar, a la vieja usanza. ­Ciertamente, hoy en día entiendo que Robert tenía toda la razón, y uso constantemente el aceite y el ajo en la cocina. Pero, a veces, cuando tengo la guardia baja, percibo aquel olorcillo y me siento transportado al arrozal. Cosas así nunca se olvidan del todo.

Regresé a casa, devolví el préstamo a mamá, me instalé en una habitación de alquiler y aún me quedó dinero suficiente para viajar hasta Sheffield y visitar a Dominique, que para entonces era ya una encantadora criatura de un año. Pat había vuelto al mundo de la farándula y sus padres cuidaban de nuestra hija. Hacían un trabajo magnífico. Claire y Reg fueron muy hospitalarios conmigo y siempre les agradeceré todo lo que hicieron por Dominique. Me alivió comprobar la entrega con la que habían acudido a nuestro rescate, y prometí visitarlos siempre que pudiera. De vuelta a Londres, en el tren, incluso me permití relajarme y creer que mis problemas se habían terminado.

Ni mucho menos. Mi agente, Jimmy Fraser, vio la versión definitiva de Infierno en Corea y me dio puerta al instante. Para ser sincero, desde el primer minuto fue reacio a incluirme en su cartera de representados.

—Tienes algo, Michael —me dijo cuando lo visité en su gran despacho de Regent Street—. Que me aspen si sé lo que es y no tengo la menor idea de cómo voy a venderlo, pero voy a representarte durante un tiempo, a ver si se me aclaran la ideas.

Bueno, pues ya se le habían aclarado las ideas. Me dijo que, si no me teñía las pestañas y las cejas, no llegaría a ninguna parte. El tiempo demostraría que no tenía razón, pero su impresión sobre mí en Infierno en Corea sí que era acertada. En las pocas escenas mías que sobrevivieron a la sala de montaje estaba fatal. Tampoco es que mucha gente tuviera ocasión de comprobarlo: con un apabullante sentido de la oportunidad, la película se estrenó la noche que invadimos Suez.

Después de que Jimmy me diera la patada, encontré a otra agente, Josephine Burton, pero los trabajos no entraban ni con rapidez ni en suficiente cantidad y tuve que volver a vivir con mamá y Stanley. En el horizonte no había ninguna película, pero conseguí un papel en uno de los legendarios espectáculos que el Theatre Workshop, la compañía de Joan Littlewood, ofrecía en el West End. Todos los miembros de la compañía eran comunistas militantes. Yo había apoyado el capitalismo en Corea y ahora tenía la oportunidad de comprobar cómo funcionaba el otro lado. No me impresionó demasiado: los sueldos eran más bajos que en Horsham y los diálogos me dieron la impresión de ser muy artificiales. Pero por aquel entonces yo no tenía la menor idea de qué era el proletariado… y me sorprendió enormemente descubrir que yo formaba parte de él.

Pronto resultó evidente que Joan no me consideraba apto para ser un actor del método, la técnica desarrollada por el ruso Konstantín Stanislawski a la que ella había entregado su vida. En realidad, después, he basado todas mis interpretaciones en ese método y en su principio básico de que los ensayos son el auténtico trabajo y la interpretación es relajación: perfecto para el cine. Sin embargo, en aquella época, Joan era inflexible con mis carencias.

—¡Fuera! —me dijo en cuanto hice acto de presencia en el escenario para mi primer ensayo—. Y entra otra vez.

Hice lo que me pedía.

—¡No! —gritó cuando reaparecí—. No voy a permitirlo.

Yo no tenía ni idea de a qué se refería, así que pregunté:

—¿Qué es lo que no vas a permitir?

—¡Tus aires de estrellita! ¡Esto es un grupo de teatro!

Hice todo lo que pude por integrarme en el resto del elenco, pero Joan nunca lo vio muy claro. Cuando terminaron las representaciones, me largó de la compañía con lo que, desde la perspectiva de hoy, fue un halago inintencionado:

—A la mierda Shaftesbury Avenue5. Solo sirves para estrella de cine.

Lo cierto es que Joan era la única que confiaba en que yo alcanzaría el estrellato. Los siguientes meses, los siguientes años, fueron muy complicados. Me acercaba a menudo a una agencia de contratación de actores en Trafalgar Square dirigida por un tal Ronnie Curtis con la esperanza de conseguir algún papel sin diálogo en teatro, televisión o cine, lo que fuera. En cierta ocasión me dieron un papel tan solo porque me iba bien el uniforme de policía que la compañía de cine ya tenía en el armario. Cuando no trabajaba (la mayor parte del tiempo) y ya no aguantaba sentado en la oficina de Ronnie, iba a los lugares que frecuentaban los demás actores jóvenes y desempleados: el café junto al Arts Theatre de Shackville Street, el pub ­Salisbury en St. Martin’s Place, la cafetería ­Legrain en el Soho o el Raj’s, un garito ilegal. Saber que las cosas estaban igual de complicadas para todos era un gran alivio, pero fue una época muy desalentadora. Y no solo por la falta de trabajos: cada vez que me rechazaban en una prueba, tenía que recomponerme y volver a empezar. Algunas personas han criticado las sumas de dinero que he ganado haciendo cine. Y yo siempre recuerdo aquellos diez años de durísimo trabajo, de miseria, de pobreza y de incertidumbre que tuve que atravesar para poder situarme en la casilla de salida. Como actor desempleado no podía alquilar una habitación, pedir un préstamo al banco ni hacerme un seguro. No me sorprende que muchos acaben tirando la toalla.

Yo estuve a punto de ser uno de ellos. Una noche, cuando estaba al mismísimo límite, hice mi habitual llamada a ­Josephine. Cada tarde, a las seis en punto, todos los jóvenes aspirantes a actores nos abalanzábamos sobre las cabinas telefónicas de Leicester Square para llamar a nuestros agentes y comprobar si ese día había entrado algo para nosotros. Generalmente no había nada, pero en esta ocasión Josephine tenía buenas noticias: me había conseguido un pequeño papel en una representación para televisión de The Lark, de Jean Anouilh, cortesía de Julian Aymes, el director de Infierno en Corea, que había preguntado por mí. Solo había un problema: tenía que afiliarme a Equity, el sindicato de actores, y en sus registros ya había un actor con mi nombre artístico, Michael Scott. Josephine me dio un plazo de media hora para cambiarme el nombre y así poder devolver el contrato firmado. Colgué el teléfono y me senté en un banco de Leicester Square. Al igual que ahora, aquel era el lugar donde se estrenaban todas las películas. Recorrí con la vista los cines, los nombres iluminados de todas las estrellas, y traté de imaginarme entre ellos. ¿Michael qué? Y entonces lo vi. Humphrey Bogart, mi actor favorito, mi ídolo, protagonizaba El motín del Caine. Caine. Porque era corto, porque era fácil de pronunciar y porque me sentía un amotinado. Y porque, como el Caín del Antiguo Testamento, yo también había sido expulsado del paraíso. Así me llamaría: Michael Caine.

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