Michael Caine - La gran vida

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Durante algo más de cinco décadas, ha sido espía, matón, mayordomo, oficial nazi, estafador, donjuán, peluquero y asesino, entre docenas de personajes que, con frecuencia, exigieron de él la máxima solvencia interpretativa. Pero Michael Caine no dejó de ser nunca Michael Caine para una audiencia rendida a sus encantos. Su metro noventa, sus rizos rubios, su sonrisa socarrona y sus párpados pesados como leños encarnaron al tipo que muchos querríamos ser: un fresco, un canalla, un héroe, un caballero, casi siempre todo al mismo tiempo, y casi siempre un peldaño por encima de lo meramente humano.Publicado por primera vez en español, este libro abarca casi ocho décadas de sus peripecias y nos permite comprobar que ni siquiera rodeado por el oropel de Hollywood dejó de ser nunca el niño esquivo, huraño y burlón del humeante Londres de su infancia.

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Y, además, funcionó. Pasé allí varias semanas hasta que me sentí con fuerzas para volver a casa. Cuando regrese a Elephant, mamá me dio la bienvenida con un beso, un abrazo y la noticia de que había un trabajo para mí. Me esperaba un telegrama de mi agente con la oferta de un pequeño papel y un puesto como asesor técnico en una película titulada Infierno en Corea. Me eché a llorar. Los exteriores se rodarían en Portugal y el resto en los estudios cinematográficos de Shepperton, y cobraría cien libras a la semana durante ocho semanas. ¡Una fortuna incalculable! Pero había un problema: el rodaje no comenzaba hasta mes y medio después, Pat necesitaba dinero para su manutención y la de la niña y era imposible que yo encontrase un trabajo de solo seis semanas. De nuevo, mamá al rescate: sacó de la oficina de correos todos sus ahorros, que ascendían a 400 libras, y me dijo: «Ya me lo devolverás». No había nada que mamá no estuviera dispuesta a hacer por Stanley y por mí.

Tras mi chusco debut, no había vuelto a tener problemas para recordar dos horas de diálogo sobre un escenario. En Infierno en Corea me las arreglé para olvidar solo ocho frases… y eso que las tenía que pronunciar al ritmo de una a la semana. Rodar una escena es radicalmente distinto a actuar en el teatro. Para empezar, se consume la mayor parte del tiempo coordinando al equipo de rodaje. Para cuando el director, Julian Aymes, gritó «acción», yo ya era un manojo de nervios, y tampoco me ayudó mucho escuchar a uno de los cámaras murmurando: «¡Solo es una puta frase, joder!».

Mis primeros pasos en el cine no transcurrían tan bien como habría deseado, pero en el papel de asesor técnico me sentía en terreno seguro. Yo era la única persona en el rodaje que había puesto un pie en la maldita Corea… pero daba la sensación de que nadie quisiera saber nada. Nadie entendía qué fuimos a hacer allí y, en ocasiones, incluso parecía como si nadie supiera que habíamos estado en aquel país. Cuando se lo mencionaba a mis amigos americanos, se quedan estupefactos: «¿Los ingleses estuvisteis en Corea?». Sí, y no solo los ingleses. En mi división también había australianos, neozelandeses y sudafricanos, pero a nadie le importaba un bledo. Tengo una gran simpatía por los soldados. Sé cómo se siente uno cuando lo envían a una guerra que en tu país nadie entiende o que a nadie le importa y, al volver, te topas con una absoluta incomprensión —o, lo que es peor, indiferencia— por lo que has tenido que soportar.

Soy profundamente antibélico. Sé lo que les espera a esos jóvenes que envían a Irak y Afganistán. Soy incapaz de ver las noticias sobre víctimas mortales del Ejército, tengo que apagar el televisor cada vez que las emiten. Es demasiado triste. Al igual que muchos de ellos, yo tenía diecinueve años cuando me enviaron a Corea con los Fusileros Reales y, al igual que muchos de los que son enviados a Afganistán, nunca había oído hablar de aquel sitio. Mi entrenamiento en el servicio militar consistió en aprender a disparar un rifle 303 Lee Enfield (que ya había quedado obsoleto cuando terminó la segunda guerra mundial) y un subfusil Sten. Este subfusil tenía un fallo garrafal de diseño: o se atascaba después de la tercera ráfaga o seguía disparando cuando dejabas de apretar el gatillo. Eso fue lo que le pasó a uno de mis compañeros en el campo de tiro, y el muy idiota se volvió hacia el sargento para preguntarle qué hacer… ¡sosteniendo el subfusil y rociando balas en todas direcciones! Nunca he visto a un grupo de reclutas besar el suelo tan rápido.

En todo caso, ningún entrenamiento podría haberme preparado para lo que me esperaba en realidad: para mi primera guardia en una trinchera, para la oscuridad absoluta de la noche coreana, para la primera vez que las bengalas refulgieron en el cielo y, sobre todo, para la primera vez que contemplé a una horda enemiga cargando contra mí. Aunque, en realidad, yo sentía mucha más hostilidad hacia las ratas que infestaban nuestro búnker que hacia los soldados chinos que debíamos combatir. Nunca olvidaré aquella noche en que estaba de guardia y, como de costumbre, soñaba que interpretaba al protagonista de una heroica película bélica. De pronto, me sacó de mi ensoñación el sonido de una trompeta. «¿Qué cojones ha sido eso?», pregunté a mi compañero, Harry. Antes de que pudiese contestar lo que ya era obvio, en el valle estalló el rugido no de una, sino de cientos de trompetas, se encendieron los reflectores y allí, frente a nosotros, se iluminó una terrible estampa: miles de chinos avanzando hacia nuestra posición precedidos por una demoníaca tropa de trompetistas. Nuestra artillería abrió fuego, pero ellos seguían avanzando, marchando hacia nuestras ametralladoras y hacia una muerte segura. De pronto, los campos de minas que protegían nuestra retaguardia nos parecían irrelevantes: la primera ola de chinos se suicidó arrojándose contra los alambres de espino para que sus compañeros los utilizaran a modo de puente. Al final, ganamos, pero la valentía de aquellos hombres rayaba en la locura.

Supongo que las personas que te envían a una guerra son demasiado mayores para ir ellas mismas. O demasiado listas. Los sargentos que nos instruían nos contaron historias sobre la increíble valentía de los soldados durante la segunda guerra mundial, pero cuando llegamos a Corea todos esos sargentos se habían volatilizado y, por arte de magia, a nosotros, unos jovenzuelos, nos ascendían a sargento. Bueno, a mí no. Tuve la suerte de quedarme en soldado raso. También creo que ir a la guerra te avejenta. Cuando por fin llegó el momento de regresar a casa, teníamos veinte años. En el camino nos cruzamos con el regimiento de reemplazo. Aquellos muchachos tenían diecinueve años, nuestra edad al llegar. Los miré, luego miré a mi grupo y comprobé que aparentábamos diez años más que ellos. Ellos parecían niños mayores, nosotros parecíamos hombres jóvenes.

La ocasión en la que estuve más cerca de la muerte —un incidente que todavía hoy, de cuando en cuando, me produce pesadillas— fue durante una patrulla nocturna de ­observación en tierra de nadie. A tres de nosotros —el comandante de mi pelotón, Robert Mills (que también acabaría siendo actor), un operador de radio y yo— nos enviaron al valle, con la cara embadurnada de barro y hasta las cejas de repelente para mosquitos, hasta el mismísimo límite de las líneas chinas. Demencial. Y pudo haber sido todavía más demencial. Avanzábamos en cuclillas por un arrozal, con los insectos comiéndonos vivos, cuando Bobbie Mills, que era hijo de un general, tuvo una genial idea.

—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo—. ¡Tenemos que apresar a un chino! Y os doy cinco libras a cada uno.

Me quedé mirándolo fijamente. Había detectado mi vena mercenaria, pero había errado juzgando el interés que podía tener yo en llevar a cabo una acción tan evidentemente inútil.

—¿Tú estás mal de la puta cabeza? —susurré. Al parecer, herí su sensibilidad.

—¿Me estáis diciendo que no venís conmigo?

—Claro que no, joder —contestamos al unísono el operador de radio y yo.

—En ese caso —dijo como si nos estuviera privando de una fabulosa recompensa—, vamos a tener que volver.

Ya estábamos a mitad de la colina, avanzando con cautela, cuando nos llegó un olorcillo a ajo —los chinos masticaban ajo como si fuera chicle— y nos dimos cuenta de que nos seguían. Echamos cuerpo a tierra justo a tiempo, en el preciso momento en que una tropa de soldados chinos surgía de entre la hierba alta y emprendía nuestra búsqueda. Me quedé allí tumbado, muerto de miedo, con la mano en el gatillo del arma y el enemigo merodeando tan cerca que podía escucharlos hablar. Y en mi interior comenzó a crecer la rabia: iba a morir sin haber tenido oportunidad de vivir, sin haber tenido oportunidad de hacer todo lo que quería, sin haber tenido oportunidad de cumplir siquiera uno de mis sueños. Decidí que ya no tenía nada que perder. Si debía morir, me llevaría a un buen puñado de chinos conmigo. No estaba solo: a los tres nos poseía la misma sensación. Bobby Mills propuso que, en lugar de salir corriendo hacia nuestras líneas, pilláramos por sorpresa al enemigo cargando contra ellos y escupiendo fuego. En esta ocasión estuvimos todos de acuerdo. «Tengo que mear», dijo el operador de radio, y también en eso estuvimos todos de acuerdo. Nos arrodillamos entre los matorrales y meamos todos juntos. A continuación, nos pusimos en pie y nos abalanzamos contra la oscuridad. Los chinos disparaban en todas direcciones, pero no tenían ni idea de dónde estábamos exactamente y nosotros seguimos corriendo hacia las líneas enemigas hasta que nos pareció seguro cambiar de sentido y dirigirnos hacia las nuestras. No sé cómo, pero conseguimos regresar de una pieza. Aunque estuvimos muy cerca de no contarlo.

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