Michael Caine - La gran vida

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Durante algo más de cinco décadas, ha sido espía, matón, mayordomo, oficial nazi, estafador, donjuán, peluquero y asesino, entre docenas de personajes que, con frecuencia, exigieron de él la máxima solvencia interpretativa. Pero Michael Caine no dejó de ser nunca Michael Caine para una audiencia rendida a sus encantos. Su metro noventa, sus rizos rubios, su sonrisa socarrona y sus párpados pesados como leños encarnaron al tipo que muchos querríamos ser: un fresco, un canalla, un héroe, un caballero, casi siempre todo al mismo tiempo, y casi siempre un peldaño por encima de lo meramente humano.Publicado por primera vez en español, este libro abarca casi ocho décadas de sus peripecias y nos permite comprobar que ni siquiera rodeado por el oropel de Hollywood dejó de ser nunca el niño esquivo, huraño y burlón del humeante Londres de su infancia.

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Por desgracia, olvidé enseñarle una regla a Terry: no revelar nunca el paradero de un amigo. Una mañana, en Harley Street, estaba en la cama tratando la resaca con un poco de sueño cuando me despertaron a trompicones. Dos tipos enormes que apenas cabían en sus trajes se cernieron sobre mí.

—¿Maurice Joseph Micklewhite?

Hacía mucho que nadie me llamaba así. Aquello iba en serio.

—Está arrestado por no pagar la manutención de Patricia y Dominique Micklewhite.

—¿Cómo me han encontrado? —pregunté mientras me escoltaban al juzgado de paz de Marlborough Street.

—Un tal señor Stamp ha sido de gran ayuda —contestó enigmáticamente uno de ellos. Si salgo de esta, me prometí, Terry se va a enterar.

En realidad, los policías fueron muy comprensivos. Enseguida vieron que yo estaba sin blanca y famélico, de manera que, de camino, me invitaron a un auténtico desayuno inglés. Fue mi mejor comida en meses, pero la realidad me golpeó de lleno al llegar a las celdas. Me metieron en una ocupada por —al menos eso me pareció— un psicópata que no dejó de mirarme fijamente hasta que lo llevaron ante el juez. A mi alrededor, ruido de chalados y borrachos gritando, maldiciendo y, de cuando en cuando, emitiendo monumentales ventosidades. Esta es la gota que colma el vaso, me dije. Nunca, jamás me veré de nuevo en una situación similar.

Estaba allí sentado, compadeciéndome de mí mismo, cuando uno de los guardas gritó:

—¿Quién quiere el último pedazo de pastel?

Aquella voz fue ahogada por el clamor de chalados y borrachos. Yo no estaba dispuesto a rebajarme aún más y me quedé en silencio. Entonces, escuché al guarda:

—Oye —me dijo—, ¿no salías tú el otro día en Dixon of Dock Green?

—Sí —contesté esperando el consecuente pitorreo.

En lugar de eso, abrió la ventanilla, me alargó el último pedazo de pastel y desapareció sin decir palabra.

Cuando finalmente me condujeron a la sala de juicios, Pat y su abogado ya estaban allí. Llevábamos tiempo divorciados y hacía años que no la veía. Tenía buen aspecto: vestía un caro abrigo de pieles y su maquillaje era impecable. Yo, por el contrario, tenía una pinta horrorosa, y no solo por culpa de la resaca. Tenía la ropa raída y arrugada por haber dormido con ella puesta. No tenía nada que perder y, cuando recorrí la sala con la vista, comprendí que aquello solo era una audiencia más. Dixon of Dock Green había funcionado con los guardas del calabozo, de modo que puse toda la carne en el asador con un apasionado alegato para que me dejasen en libertad y así poder interpretar mi (inexistente) papel en el siguiente episodio. La mayoría de los presentes debían de ser aficionados a la serie, porque sentí cierto deshielo en el ambiente. Ataqué mi argumento con entusiasmo renovado. Cuando aún no había alcanzado el ecuador de mi argumentación, escuché al magistrado gritar:

—¡Cállese!

Era la tercera vez que intentaba interrumpirme. Hice una pausa para tomar aliento y aprovechó la ocasión.

—¿Cuánto dinero lleva encima, joven?

Me registré los bolsillos: tres libras y diez chelines.

—A partir de ahora, pagará esa cantidad semanalmente en concepto de manutención —dijo—. Y si vuelvo a verlo por aquí por el mismo motivo, lo enviaré a la cárcel.

Ni lo sueñes, pensé.

Al salir de la sala arriesgué una sonrisa hacia Pat y, para mi sorpresa, me la devolvió. Desde entonces solo volví a verla en contadas ocasiones, siempre con nuestra hija Dominique, y estuvimos en buenos términos hasta que finalmente desapareció de mi vida. Murió de cáncer en 1977.

Entonces no fui consciente, pero aquel juicio en 1960 marcó el punto más bajo de mi vida. Las cosas solo podían ir a mejor, y lo hicieron. Comencé a recibir más trabajo en televisión y por vez primera disfrutaba de unos ingresos más o menos estables. Me mudé con Terence Stamp (le perdoné su amabilidad con la policía) de Harley Street a una casita tras Harrods. Aunque ahora ambos teníamos trabajo más o menos fijo, acordamos que, si alguno de los dos «descansaba» (ese gran eufemismo entre los actores), el otro pagaría el alquiler. La casa contaba con una ubicación excelente, pero estábamos un poco apretados: solo había un dormitorio. Aquello originó más de un problema, dadas nuestras intensas vidas amorosas. Llegamos a un trato: el primero en triunfar se quedaba con la cama. El otro pobre memo tiraba un colchón y unas sábanas en la salita y esperaba. A base de práctica, ambos alcanzamos una asombrosa destreza en el arte de hacer la cama: menos de cinco segundos.

El año 1961 comenzó bien, con una obra para televisión titulada Ring of Truth a la que siguió otra, en dos capítulos, llamada Why the Chicken? (no pregunten; yo lo hice y me arrepentí). Estaba escrita por John McGrath, un director de teatro y televisión que se había convertido en buen amigo, y dirigida por Lionel Bart, con quien también trabé amistad. Aquello estuvo muy bien, pero me sentí muy decepcionado cuando Lionel Bart hizo Oliver en el teatro y no me dio el papel de Bill Sikes. Aquel papel me parecía hecho a mi medida y habría sido un trabajo estable en una época en la que era difícil tener estabilidad laboral. Pero esto viene a demostrar que uno nunca sabe cómo se van a desarrollar las cosas. Ahora sé que aquello fue, en realidad, un golpe de suerte. El espectáculo se representó durante seis años y aún estaba en cartelera el día que pasé frente al teatro montado en mi Rolls Royce tras cosechar un éxito triunfal con Alfie no solo en Inglaterra, sino también en Estados Unidos. Sentí un escalofrío al rebasar el cartel: el nombre de aquel actor llevaba escrito en letras luminosas desde 1961. Me habría perdido demasiadas cosas.

Aunque entonces no era capaz de verlo (habría hecho falta ser un genio), las piezas del puzle que conducían a Alfie iban encajando. Gracias a Why the Chicken? (lo sé, lo sé…), John McGrath me dio un papel en su siguiente obra para televisión, The Compartment, un thriller psicológico a dos voces sobre dos tipos —un esnob cretino y un cockney— que compartían un vagón de tren. Aquello sí que estaba hecho para mí: el señorito no correspondía al acercamiento amistoso del cockney y, hacia el final de los cuarenta y cinco minutos, el cockney intentaba asesinarlo. Perfecto. Aquello resumía de forma impecable mi concepto sobre los señoritos. También era perfecto porque, básicamente, se trataba de un monólogo, en la televisión y en directo. Y perfecto, por último, porque un buen número de personas con influencia lo vieron y se dieron cuenta de que yo podía sostener un espectáculo de cabo a rabo. Pero ni siquiera yo comprendí del todo la importancia de The Compartment hasta unas semanas después de que se emitiese. Terry Stamp y yo paseábamos por Piccadilly cuando escuchamos que alguien nos llamaba desde el otro lado de la calle. Nos giramos y era Roger Moore. Roger Moore, el protagonista de El Santo e Ivanhoe, el gallardo, cortés y definitivo héroe inglés. Miramos a los lados preguntándonos a quién saludaba, pero se acercó a nosotros.

—¿Tú eres Michael Caine? —me preguntó.

Asentí con la cabeza.

—Te he visto en The Compartment —dijo— y quiero que sepas que vas a ser una estrella.

Me estrechó la mano, sonrió, y siguió su camino. Yo me quedé con la boca abierta. Si lo decía Roger Moore quizá fuese verdad.

Roger no fue el único. Dennis Selinger, el mejor agente de actores de Gran Bretaña, me vio en The Compartment y me fichó. Y Dennis fue una de las piezas fundamentales del puzle. Él sabía que mi economía era precaria pero estaba empeñado en que, en aquel momento de mi carrera, participara solo en los trabajos adecuados, no en cualquiera que diese dinero. Fue él quien me condujo hasta Next Time I’ll Sing to You, la obra de teatro de James Saunders. Era obvio que la obra sería un éxito de crítica y, por tanto, el sueldo sería penoso, pero Dennis intuyó las espléndidas reseñas que recibiría, y no se equivocaba. Cuando la obra se trasladó al Criterion de Piccadilly, nos doblaron el sueldo y por fin, a la edad de treinta años, alcancé el West End. Y, lo que es más, mucha gente importante vino a ver el espectáculo, entre ellos Orson Welles, que se presentó entre bambalinas para felicitarme. Fue abrumador. En todo caso, para mí fue mucho más decisivo que, una noche, ­Stanley Baker —otro de los protagonistas de Infierno en Corea— ­apareciese en mi camerino. Stanley era una de las estrellas de cine más importantes de Gran Bretaña y me dijo que iba a protagonizar y producir una película titulada Zulú. La película giraría en torno a la batalla de Rorke’s Drift, en 1879, entre el Ejército británico y el reino Zulú, y estaban buscando a un actor para el papel de cabo cockney.

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