Michael Caine - La gran vida

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Durante algo más de cinco décadas, ha sido espía, matón, mayordomo, oficial nazi, estafador, donjuán, peluquero y asesino, entre docenas de personajes que, con frecuencia, exigieron de él la máxima solvencia interpretativa. Pero Michael Caine no dejó de ser nunca Michael Caine para una audiencia rendida a sus encantos. Su metro noventa, sus rizos rubios, su sonrisa socarrona y sus párpados pesados como leños encarnaron al tipo que muchos querríamos ser: un fresco, un canalla, un héroe, un caballero, casi siempre todo al mismo tiempo, y casi siempre un peldaño por encima de lo meramente humano.Publicado por primera vez en español, este libro abarca casi ocho décadas de sus peripecias y nos permite comprobar que ni siquiera rodeado por el oropel de Hollywood dejó de ser nunca el niño esquivo, huraño y burlón del humeante Londres de su infancia.

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4. Todos tenemos algún golpe de suerte…

Ya tenía un nombre que encajaba en las carteleras, pero las carteleras escasearon a lo largo de los siguientes años. Conseguía algún papelito en el cine o la televisión, incluidos un par de episodios de la popular serie de policías Dixon of Dock Green (la Policía de barrio de la época), pero nada importante, de manera que me puse a buscar otra ocupación para llegar a fin de mes. Acepté un trabajo de portero de noche en un pequeño hotel, en Victoria. Dinero fácil, pensaba yo. La clientela era muy afable —el hotel tenía muchísimo éxito entre las parejas apellidadas Smith (por lo general, el señor Smith era un soldado americano)— y me permitía acudir a las pruebas de reparto en horario diurno, en el caso improbable de que me llamasen. Pero, como de costumbre, aquello no resultó tan sencillo como parecía. Una noche me disponía a retomar mi libro tras acompañar a sus habitaciones a un grupo de seis clientes borrachos como cubas y a seis señoritas cuando escuché un tremendo jaleo proveniente del piso de arriba. Allá cada cuál, pensé con intención de ignorarlo, pero al cabo de un rato me di cuenta de que aquello iba en serio. Estaban pegando a una chica. Y a ella no le gustaba. Subí las escaleras a toda velocidad con el estilazo de mi ídolo, Humphrey Bogart, forcé la puerta cargando con un hombro (no estaba cerrada), aparté al tipo de la chica y lo noqueé. Ya estaba dando los toques finales a mi papel de caballero en su brillante armadura ayudando a vestirse a la muchacha (que estaba muy asustada) y tranquilizándola, cuando me rompieron una botella en la cabeza y me dejaron inconsciente. Había olvidado a los cinco amigos de aquel tipo. Y ahora estaban lo bastante sobrios como para darme una buena paliza.

El mundo es un pañuelo: el hijo del propietario de aquel hotel es Barry Krost, cuyo primer salto a la fama se produjo cuando interpretó al joven Toulouse-Lautrec en el biopic de John Huston de 1952, Moulin Rouge. Ahora es agente en Hollywood y buen amigo mío: él apañó mi participación en Asesino implacable. Las vueltas que da la vida.

Seguía sin trabajo, y la inesperada y trágica muerte de mi querida y tenaz agente Josephine Burton durante una operación rutinaria supuso la pérdida de una de las pocas profesionales que realmente creían en mí. Mi nueva agente, Pat Larthe, tampoco parecía capaz de ofrecerme el papel que me lanzara a la fama. De hecho, sin querer, casi logró hacerme desesperar. En principio, sus noticias sonaban muy bien. Me había conseguido una entrevista con Robert Lennard, el director jefe de reparto de Associated British Pictures, una de las compañías cinematográficas más importantes de Inglaterra en la época, con gran cantidad de actores en nómina. Un contrato con ellos habría supuesto ingresos regulares y, tal vez, la oportunidad para saldar algunas deudas. Por fin entendía cómo se había sentido mi madre años atrás, cuando los acreedores llamaban a la puerta. Yo me pasaba el día cambiando de acera para evitar a los míos y, lo que era más preocupante, llevaba retraso en la manutención de Dominique.

El señor Lennard parecía buena gente, pero tenía un inclemente mensaje que transmitirme. Me dijo que aquel negocio era muy duro. Menuda noticia.

—Algún día me darás las gracias por lo que te voy a decir. Conozco bien este mundillo y, créeme, Michael, tú no tienes futuro —me dijo.

Me quedé allí sentado, intentando mantener la compostura aunque por dentro me carcomiera la rabia.

—Gracias por el consejo, señor Lennard —conseguí decirle educadamente, y me marché para evitar darle un puñetazo.

De vuelta a casa la ira crecía en mi interior. Aquello fue lo que me salvó de la desesperación más absoluta. Iba a intentarlo con más ahínco. A mí nadie me decía lo que podía o no podía hacer.

Finalmente resultó que el señor Lennard no tenía tan buen ojo como él pensaba. Yo no era el único actor al que le costaba labrarse una carrera. Había otros que merodeaban por ahí esperando que cayera algo, y entre ellos se encontraban Sean Connery, Richard Harris, Terence Stamp, Peter O’Toole y ­Albert Finney. Todo esto mientras el señor Lennard mantenía en nómina a docenas de personas cuyos nombres permanecen a día de hoy fuera de los anales de la historia del cine. A pesar de su consejo, una vez más, me recompuse y tiré hacia delante, sobreviviendo a base de migajas. Sin embargo, algunos de mis amigos empezaban a lograr buenos pedazos del pastel. Sean Connery —descubierto en un gimnasio por un director de reparto que buscaba marineros americanos más convincentes que los típicos bailarines británicos de la obra teatral South Pacific—, por ejemplo, había conseguido el papel protagonista en la película para televisión Blood Money. Yo aparecía en la última escena. Mi amigo Eddie Judd protagonizó El día en que la Tierra se incendió. Yo interpretaba al policía, y ni siquiera aquello lo hice demasiado bien. Y Albert Finney, merecidamente, obtenía elogios por su papel teatral en The Party, dando la réplica al legendario Charles Laughton. Mientras, yo caía aún más bajo. Me presente a una audición, me llamaron, abrí la puerta y el director de reparto gritó: «¡El siguiente!». No tuve tiempo ni de abrir la boca para decir «hola». No entendía qué había hecho mal. Y es que no había hecho nada mal, aparte de crecer demasiado. La estrella de la película era Alan Ladd, famoso por su corta estatura, y si al entrar en la habitación superabas la marca que habían pintado con tiza en la puerta, te descartaban automáticamente.

Pero poco a poco —desde luego, mucho más despacio que en el caso de mis amigos— empezaban a cruzarse en mi camino, con más frecuencia, papeles de más envergadura. Hice otro capítulo de Dixon of Dock Green y después me ofrecieron ser suplente de Peter O’Toole en The Long and the Short and the Tall, de Willis Hall, una obra de teatro sobre una unidad británica que, en 1942, lucha contra los japoneses en la jungla malaya, una de las primeras obras británicas sobre soldados corrientes. Aquello me proporcionaría ingresos regulares y la oportunidad de trabajar con algunos amigos —Robert Shaw y Eddie Judd también formaban parte del reparto, exclusivamente masculino—, pero casi me provoca un infarto. La obra fue un gran éxito porque Peter O’Toole era un genio, pero, como al resto de nosotros, le gustaba beber y a menudo se pasaba un poco de la raya. En una ocasión, en el preciso momento en que se levantaba el telón, entró como una tromba por la puerta del escenario quitándose la ropa y gritándome, mientras corría: «¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡No hace falta que salgas!».

Cuando Peter lo dejó para rodar Lawrence de Arabia —la película que lo catapultó a la fama—, yo me hice con su papel en The Long and the Short and the Tall durante el resto de la gira. Interpretar a uno de los protagonistas en una obra realmente buena y con un reparto de talento (incluido el excepcional Frank Finlay) era justo lo que necesitaba para recuperar la confianza. Regresé a Londres después de cuatro meses de gira en provincias convencido, de nuevo, de que iba por el buen camino. Me mudé a una casa compartida en Harley Street con otras diez personas entre las que se encontraba un joven actor llamado Terence Stamp —cockney, como yo—, a quien había conocido durante la gira. Tomé a Terry bajo mi tutela y lo inicié en algunos secretos fundamentales para que la vida le sonría a uno durante una gira. El primero de ellos era cómo hacerse con la mejor habitación en cada hotel. En segundo lugar, el más sofisticado significado del espectáculo The Dancing Years, de Ivor Novello. Aquel espectáculo giraba por provincias de forma casi constante y si coincidías con él estabas de suerte. Ambientada en Ruritania y con un reparto compuesto por un buen número de mocitas y zagales de pueblo, la obra se conocía entre la profesión como The Dancing Queers, ya que los mocitos siempre parecían gays. Aquello tenía como consecuencia una multitud de mocitas desconsoladas… aunque no por mucho tiempo, si Terry y yo andábamos por allí.

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