Michael Caine - La gran vida

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Durante algo más de cinco décadas, ha sido espía, matón, mayordomo, oficial nazi, estafador, donjuán, peluquero y asesino, entre docenas de personajes que, con frecuencia, exigieron de él la máxima solvencia interpretativa. Pero Michael Caine no dejó de ser nunca Michael Caine para una audiencia rendida a sus encantos. Su metro noventa, sus rizos rubios, su sonrisa socarrona y sus párpados pesados como leños encarnaron al tipo que muchos querríamos ser: un fresco, un canalla, un héroe, un caballero, casi siempre todo al mismo tiempo, y casi siempre un peldaño por encima de lo meramente humano.Publicado por primera vez en español, este libro abarca casi ocho décadas de sus peripecias y nos permite comprobar que ni siquiera rodeado por el oropel de Hollywood dejó de ser nunca el niño esquivo, huraño y burlón del humeante Londres de su infancia.

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Al final, pasé nueve años actuando en el teatro, a diferencia de los tres años de preparación académica que reciben los estudiantes de la Royal Academy of Dramatic Art. No me cabe la menor duda de que la RADA ofrece magníficas oportunidades a sus pupilos. Al final de cada curso realizan representaciones a las que asisten agentes y directores de reparto. Yo nunca conté con esa opción y me parece fantástico que los muchachos de hoy en día puedan disfrutarla. Y, además, jóvenes de orígenes muy diversos. Hace unos días pronuncié el discurso de fin de curso en la RADA y conté el siguiente chiste:

Se encuentran dos actores. Uno de ellos, con un acento muy sofisticado, saluda al otro:

—¡Hoooli! ¿Qué tal?

—Regular… —responde el otro.

—¿Por qué? ¿Estás bien? ¿Qué pasa? —pregunta el pijazo.

—No encuentro trabajo… Ya sabes, es este acento de palurdo de arrabal. Tú lo tienes más fácil, con ese acento de señorito.

—Espera, espera. ¿No encuentras trabajo porque tienes acento cockney? Pues te voy a decir una cosa: yo también soy cockney, querido.

—¿Qué?

—Oh, sí. Hazme caso, matricúlate en la Royal Academy of Dramatic Art y aprende a hablar como Dios manda.

Subido al estrado en la RADA, contemplando a todos aquellos aspirantes frente a mí, sentí envidia: me habría encantado estar en su lugar cuando tenía su edad. A fin de cuentas, ¿qué había aprendido yo en nueve años actuando que no pudiera haber aprendido en la academia? Sobreviví. En cierta ocasión, me preguntaron cuál era mi mayor talento como actor y yo respondí: «La supervivencia. Seguiré en el candelero a los setenta años». Y, en fin, escribo estas líneas con setenta y siete años…

Aunque en Horsham aprendía rápidamente el arte de la actuación, seguía sufriendo de un acusado miedo escénico: siempre tenía un balde tras el telón para poder vomitar antes de salir al escenario. Ya me asignaban papeles más importantes, pero seguía poniéndome malo, y a las náuseas se sumaron violentos temblores que empeoraban cada semana. En una ocasión, estábamos representando Cumbres Borrascosas y, fruto de un espectacular error de reparto, yo interpretaba al alcohólico y trastornado Hindley Earnshaw, dando la réplica a Edgar —el delicado y diminuto amigo de Alwyn D. Fox—, que interpretaba a la bestia parda de Heathcliff. Sorprendentemente, la magia del teatro se mantuvo intacta hasta que llegó el momento en que Heathcliff tenía que moler a golpes a Hindley Earnshaw y la cuarta pared se rompió en mil pedazos. En realidad, tras una semana de representaciones, yo ya sufría unos temblores y escalofríos tan acusados que incluso habiendo intercambiado los papeles Edgar habría ganado de calle… Y, en la matinée de aquel sábado, me desmayé.

Era malaria cerebral. No es algo que uno asocie a Sussex, y con razón. Al parecer, Corea todavía no había dicho su última palabra. Cuando al fin me dieron el alta en el hospital y volví a casa con mamá, había perdido casi veinte kilos, toda la ropa me quedaba grande y mi cara presentaba un horrible tono amarillento. Me dijeron que ese tipo de malaria era incurable y que tendría que medicarme durante el resto de mi vida, de la que probablemente no me quedaban más que unos veinte años. Obviamente, Hollywood dejó de parecerme posible. En cuanto pude, llamé a Alwyn.

—¡¿Dónde te habías metido?! —resopló—. ¡Pensábamos que nos habías dejado tirados!

Yo estaba tan angustiado que me eché a llorar.

—Te lo tengo que advertir —dije tratando de contener las lágrimas—: ya no parezco el mismo.

—¡Como si no lo supiera! Te visité en el hospital. No te preocupes, programaremos una temporada de obras de terror.

A las dos semanas de mi regreso a Horsham, volvieron a citarme en el hospital. El Ejército había dado con un experto en enfermedades tropicales que había desarrollado un tratamiento para mi tipo de malaria y yo iba a ser su conejillo de Indias. No era el único. Llegué al pabellón indicado y encontré allí a todos los compañeros de mi escuadrón, todos del color de las flores de narciso. Nos amarraron a las camas. El fármaco que nos administraron aumentaba tanto la densidad de la sangre que el menor movimiento podía producirnos un desmayo. Nunca supe exactamente qué fue lo que el coronel Salomons nos dio para curarnos, pero aquí sigo, ya no estoy amarillo y abandono Inglaterra todos los inviernos porque no deseo volver a tiritar jamás.

Me recuperé y llamé de nuevo a Alwyn para saber si conservaba mi puesto, pero la compañía había cerrado mientras yo estaba en el hospital. No volví a ver a Alwyn ni a Edgar. Años después, estando en Beverly Hills, recibí una carta remitida por un asistente social de Hammersmith, Londres. Me contaba que tenían ingresado, tumbado en una cama y desahuciado, a un anciano llamado Alwyn D. Fox. También decía que el señor Fox sostenía haber sido el descubridor de Michael Caine. Que probablemente era todo un delirio pero que, si había algún atisbo de verdad en sus reclamaciones, quizá yo podría escribir una carta al señor Fox y enviar algo de dinero para hacer más llevaderos sus últimos días. Inmediatamente, escribí confirmando la historia de Alwyn y adjunté un cheque de cinco mil dólares. Dos semanas después, recibí otra carta de aquel asistente social en la que me devolvía el cheque. A Alwyn le había encantado mi carta, decía, y el día que la recibió estuvo enseñándosela a todo el mundo en su pabellón. Murió esa misma noche.

La ausencia de Alwyn Fox significaba la ausencia de trabajo para mí. Volví a Solosy’s y me hice con otro ejemplar de The Stage. Tras mi etapa en Horsham consideraba haber dejado atrás la categoría de ayudante de director de escena y ya podía presentarme (echando mano de una pequeña licencia artística) como «joven con experiencia». Por desgracia, llevé demasiado lejos la licencia artística y en mi currículo incluí el papel de George en George and Margaret, una obra muy popular que habría sido la próxima producción en Horsham. Fui convocado a una prueba de reparto en Lowestoft, una ciudad de la costa este. Al llegar comprobé que el director, de setenta años, mostraba cierta hostilidad.

—Aquí pone que interpretaste a George en George and Margaret —dijo, dando a entender que algo no cuadraba.

—Sí, así es —repliqué, decidido a mantener la farsa.

—¡Eso es mentira! —rugió—. ¡Ni siquiera has visto la obra! ¡Los actores se pasan dos horas esperando que se presenten George y Margaret y no llegan a aparecer nunca!

A pesar de todo —o quizá porque le gustó el modo en que me hice el indignado—, conseguí el trabajo. Aprendí mucho de aquel taimado anciano. En concreto, se me quedaron grabados tres de sus consejos. En una de las obras que hice en Lowestoft tenía que interpretar a un borracho y salí a escena dando bandazos. El director alzó los brazos para detener el ensayo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —preguntó.

—Interpretar a un borracho —dije ofendido.

—Exacto. Estás interpretando a un borracho. Y yo te pago para que seas un borracho. Un borracho intenta simular que está sobrio, y tú simulas estar borracho. Lo estás haciendo justo al revés.

Dio en el clavo. En otra ocasión, yo estaba sobre el escenario y no tenía que pronunciar ninguna frase. El director alzó la mano y, de nuevo, dijo:

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

—¡Nada! —repliqué.

—Exacto. No tienes diálogo, pero estás sobre el escenario y estás escuchando lo que dicen los demás. Y, en realidad, tendrías mucho que decir, pero has decidido no hacerlo. Eres tan parte de la escena como los personajes que están hablando. El cincuenta por ciento de la interpretación consiste en escuchar, y el otro cincuenta por ciento en reaccionar a lo que se dice.

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