Roger Scruton - Pensadores de la nueva izquierda

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Scruton inicia este estudio sobre los fundamentos de la Nueva Izquierda en 1985, publicando un libro con este mismo nombre. En él analizaba a Sartre y Foucault, Habermas, Galbraith y Gramsci. Ha revisado el texto, incluyendo a pensadores de influencia creciente como Lacan, Deleuze y Guattari, Said, Badiou y Zizek. La edición de 1985 fue controvertida y recibió numerosas críticas en los círculos intelectuales europeos, por su estilo provocativo. Mientras tanto -eran los años de la caída del Muro-, era traducido en numerosos países de herencia comunista. Scruton trata de explicar «qué hay de bueno en los autores que trato, y qué hay de malo. Mi esperanza es que el resultado pueda beneficiar a lectores de todas las opciones políticas».

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Del mismo modo que los precios en el mercado condensan información que de otra manera se encontraría dispersa en la sociedad del presente, también la ley sintetiza información dispersa, pero en el pasado[35]. Esta interpretación es un pequeño avance para la reconstrucción del famoso alegato que hizo Burke de la costumbre, la tradición y el prejuicio frente al racionalismo de los revolucionarios franceses. Por decir en el lenguaje de hoy lo que quiso expresar Burke: el saber que necesitamos ante lo imprevisible de la vida ni se deriva ni está contenido en la experiencia de una sola persona, ni puede tampoco deducirse a priori de unas supuestas leyes universales. Este conocimiento nos ha sido transmitido por las costumbres, las instituciones y los hábitos de pensamiento que se han conformado durante generaciones, a través de un ensayo de prueba y error de muchas personas que han perecido en el curso de su desarrollo. Así es el saber contenido en la Common Law, que es un legado social que no puede nunca ser adecuadamente reemplazado por una doctrina, un programa, un plan o una Constitución, con independencia de lo arraigada que esta última esté en una determinada concepción de los derechos individuales.

Si mantenemos, con Smith y Hayek, que la ley está enraizada más firmemente en la psique que la legislación, y que su objetivo no es imponer un plan concreto o una “moralidad política” independiente de la justicia natural que dicta sus procedimientos, comprenderemos por qué las revoluciones socialistas comienza siempre aboliendo el Estado de Derecho, y por qué la independencia judicial es un rasgo casi ausente en aquellos estados que pretenden imponer en la sociedad civil un determinado programa político desde las altas instancias del poder. Pero Dworkin, que desea aprovechar las profundas verdades contenidas en la Common Law, también tiene su clara tendencia ideológica y se esfuerza constantemente por incorporar en el sistema jurídico lo que intrínsecamente es incompatible con él. La Common Law está relacionada con la justicia del caso concreto, y no persigue reformar de ninguna manera los modos, la moral o las costumbres que rigen en la sociedad como un todo. Constituye una presencia silenciosa y vigilante en la vida de la gente corriente. No quiere que se la invoque; por el contrario, se presenta con desgana cuando se apela a ella para reparar un error. Esta concepción se aleja tanto de la de Dworkin que lo que sorprende es que este no busque otras fuentes de inspiración para elaborar su teoría de la ley. Pero él razona como abogado, más que como filósofo: cualquier estrategia que sirva para confundir a su contendiente es útil, siempre y cuando Dworkin pueda emplearla para lograr su objetivo.

Y su objetivo está claro: defender las causas liberales del momento. Cuando publicó su obra más famosa, Los derechos en serio, la causa era el movimiento por los derechos civiles y la oposición a la guerra de Vietnam. Incluían, pues, la desobediencia civil y la defensa de la discriminación positiva. También era importante por aquella época la liberación sexual, y a medida que se desarrollaba la causa liberal, Dworkin fue incorporando a su programa el feminismo, la defensa del “derecho al aborto” e incluso (para sorpresa de muchas feministas) la pornografía. Por resumirlo de algún modo, si los conservadores se manifestaban en contra de algo, él se empeñaba en defenderlo. Proporcionó fuegos artificiales intelectuales, desdén aristocrático y mofa cosmopolita en copiosas y largas florituras. Y creyó siempre que no era en él sino en su adversario en quien recaía toda la carga de la prueba. Para Dworkin, como para los colaboradores de New York Review of Books en general, la postura de la izquierda liberal era tan obviamente correcta que era cometido del conservador refutarla. Era este quien debía demostrar la existencia de un consenso de valores morales contrario a la pornografía; o que su negativa a reconocer los derechos homosexuales (cualquiera que fuera la forma que adoptaran) no respondía a un “prejuicio”; o, finalmente, que la segregación era constitucional, y no lo era, en cambio, negarse a saludar a la bandera o a servir en el ejército[36].

Este linchamiento de la conciencia conservadora se lleva hasta extremos insospechados. Dworkin escribe: «Como lo que está en juego son derechos, el problema es (…) si la tolerancia llegaría a destruir la comunidad o a amenazarla con graves daños, y suponer que las pruebas con que contamos avalan tal respuesta como probable o siquiera como concebible me parece, simplemente, descabellado»[37]. Para un conservador, es de sentido común que la constante liberalización, o la permanente reconstrucción del derecho en función de los estilos de vida de la élite de Nueva York, amenaza también a la comunidad. Pero en el esquema de Dworkin se descarta de antemano esta posibilidad. Es desca­bellado suponer que los hechos muestran esta posibilidad; pero también lo es simplemente concebirla. Esta es una opinión sorprendente. La antropología ha demostrado en incontables ocasiones que la imposición de formas de vida urbanas en las sociedades subsaharianas, ha destruido su cohesión. Pero supuestamente parece que es insensato incluso sospechar que la reproducción del estilo de vida neoyorkino en la Georgia rural pudiera tener consecuencias similares.

En Los derechos en serio, donde Dworkin da a conocer el núcleo de su pensamiento, se analiza el caso de los Chicago Seven; en él, se acusó a siete miembros de grupos de izquierdas de conspirar e incitar disturbios durante una manifestación en contra de la guerra de Vietnam. Para Dworkin era evidente que los Chicago Seven estaban amparados por su derecho constitucional a la libertad de expresión. A continuación, cito lo que afirma de quienes no están de acuerdo con él:

«Se puede decir que la ley anti-disturbios les deja libertad de expresar sus principios de manera no provocativa, pero así se pasa por alto la conexión señalada entre expresión y dignidad. Un hombre no puede expresarse libremente cuando no puede equiparar su retórica con su agravio, o cuando debe moderar su vuelo para proteger valores que para él no cuentan, en comparación con aquellos que intenta vindicar. Es verdad que algunos opositores políticos hablan de maneras que escandalizan a la mayoría, pero es una arrogancia que la mayoría suponga que los métodos de expresión ortodoxos son las maneras adecuadas de hablar, porque tal suposición constituye una negativa de la igualdad de consideración y respeto. Si el sentido del derecho es proteger la dignidad de los opositores, entonces los juicios referentes a cuál es el discurso apropiado se han de formular teniendo presente la personalidad de los opositores, no la personalidad de la mayoría ‘silenciosa’ para la cual la ley anti-disturbios no representa restricción alguna»[38].

De lo que dicho por Dworkin, se puede concluir que, a su juicio, el derecho a la libertad de expresión existe para proteger la dignidad de los que disienten. Es sorprendente la conclusión que se sigue: cuando más silenciosas y respetuosas con la ley sean tus actividades, menos puedes protestar contra las provocaciones de aquellos que desprecian tus valores. La voz del disidente es la voz del héroe: la Constitución se diseñó para protegerle y beneficiarle. Pero el razonamiento de Dworkin va un paso más allá y concluye que, «cuando un gobierno se enfrenta con aspereza a la desobediencia civil o hace campaña en contra de la protesta verbal, se puede, por ende, considerar que tales actitudes desmienten su sinceridad».

Pero es obvio que no quiere en realidad afirmar esto. Imaginemos ahora que los Chicago Seven fueran militantes de derechas y se manifestaran en contra de una causa que no fuera del agrado de Dworkin: por ejemplo, fueran pro-vida o anti-inmigración. Seguramente no se les reconocerían los derechos en consonancia con su grado de indignación, ni su “dignidad” merecería otra respuesta que la cárcel.

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