Galbraith creía que la teoría económica clásica, centrada en el análisis de la competencia, no podía explicar la realidad del “nuevo Estado industrial”, una expresión que acuñó para referirse tanto a las “economías capitalistas” de occidente como a las “economías socialistas” del imperio soviético. A su juicio, la preponderancia que se ha otorgado tradicionalmente a la producción, como criterio del éxito social, económico y político, no era diferente de la ideología, es decir, constituía una creencia que servía para engrasar la maquinaria de la nueva forma de Estado y corromper, al mismo tiempo, sus fuentes de satisfacción.
Galbraith analizó todo el sistema socio-económico de producción industrial centrándose en hechos a los que, en su opinión, se había dado poca importancia hasta entonces: “oligopolio”, “contrapoder”, organización y centralización de la toma decisiones y disminución constante tanto del ánimo de lucro como de la eficacia de la competencia. Lo que se concluye de todo este análisis —expuesto en muchos libros importantes— es una concepción gradualmente ampliada de la sociedad industrial como un sistema impersonal, controlado por una “tecnoestructura” que tiene un interés personal en la producción. La legitimidad de este sistema depende de la difusión de determinados mitos políticos; en concreto, del mito de la “Guerra Fría”; así la carrera por el armamento y la consecuente sobreproducción tecnológica, que provoca efectos indirectos en la producción del resto de bienes, se encuentran decididas e incrustadas en el propio proceso político. En sí mismos estos mitos derivan de los profundos cambios en las estructuras producidos en el seno de las economías subayacentes al mundo “capitalista”, que se ha distanciado del paradigma empresarial en el que se basaron los análisis de Marx, Marshall, Böhm-Bawerk y Samuelson[3]. Según Galbraith, cada vez es más frecuente que el mercado termine siendo reemplazado como factor determinante de los precios y la producción. A medida que se desarrolla la capacidad de controlar y manipular la demanda, la industria va librándose de las influencias que la coartan. El consumidor se transforma de soberano en súbdito, y las empresas también comienzan a estar sometidas a la dinámica de un proceso autogenerador de planificación que se extiende por todo el sistema industrial y que no tiene más fin que su propia expansión.
Según Galbraith, en la economía moderna la propiedad y el control se mantienen casi totalmente separados; cada vez con mayor frecuencia quienes toman las decisiones empresariales no son los destinatarios de sus beneficios y tampoco necesariamente responsables de sus acciones. Por otra parte, las condiciones de trabajo están determinadas por fuerzas impersonales que operan a través de la empresa y que deciden las diversas recompensas de quienes la integran: mano de obra, gestores y directivos. En un principio nada impide que las recompensas del trabajador sean superiores a las del gestor. De esta forma y de otras, la preciada idea de la “explotación capitalista” encuentra su némesis, y lo mismo sucede con la concepción marxista de clase. Puede decirse, pues, que en la economía libre contemporánea únicamente existen dos clases: empleados y desempleados. Y ninguna goza del monopolio del poder, porque el proceso político ofrece, a ambas, defensa contra la coerción, y entre ellas hay un grado máximo de movilidad social.
La economía resultante ilustra lo que Galbraith denomina “contrapoder”. Como él mismo afirma, para comprender la estructura de los beneficios y las recompensas no hay que hacer referencia a la propiedad ni al control, sino a la interacción entre el poder de los productores y el de los “contrapoderes”, que hacen sus propias demandas sobre el producto y negocian por su parte. Esos contrapoderes no son fuerzas del mercado sino fuerzas que esencialmente distorsionan su configuración. Dos de ellas son importantes desde una perspectiva política: los sindicatos, que negocian el precio del trabajo, y los oligopolios de compradores, que negocian el precio del producto. Incluso si su poder es desigual, son esas las fuerzas que determinan, mediante el acuerdo y no por la fuerza, los precios. Si se trata, o no, de un sistema justo de “recompensas”, no se puede saber a priori, tampoco aplicando las teorías marxistas que interpretan las relaciones existentes en la sociedad capitalista como formas encubiertas de coacción.
El razonamiento de Galbraith obligaría a los socialistas más concienzudos a reconsiderar la posible alternativa al sistema capitalista. En efecto, es bastante cuestionable que el control centralizado de un sistema que se ha librado ya del control capitalista modificara la posición real trabajador. La planificación socialista únicamente sirve para perpetuar el sistema de control existente y para potenciar el anonimato y la falta de responsabilidad por las decisiones. Así señala Galbraith que «el socialismo (…) ha llegado a significar meramente gobierno por socialistas que han aprendido que el socialismo, tal como se entendía antiguamente, es impracticable»[4] Además la concepción socialista, para ser convincente, se refiere a un capitalismo que ya no existe: depende de la imagen de un empresario despiadado, movido solo por el afán de lucro y que ofrece trabajo solo a quienes por necesidad están dispuestos a aceptar el salario que ofrece. El socialismo se ha definido por contraposición a esta imagen y, por tanto, «la desgracia de la socialdemocracia ha sido la desgracia de los capitalistas. Cuando estos dejaron de poseer el control, el socialismo democrático dejó de ser una alternativa»[5].
Esta explicación resulta evidentemente demasiado simplista. Pero si la concepción de Galbraith es parcialmente correcta, la crítica socialista deja entonces de ser relevante. Y si se tiene en cuenta que la concepción de Galbraith es en esencia la misma que Max Weber, podríamos afirmar que la crítica socialista lleva ya demasiado tiempo siendo irrelevante[6]. Ahora bien, Galbraith suma su peculiar y amplio análisis con una fuerza retórica similar a la que tenía el socialismo clásico. Se dispone a destruir la idea de que la economía capitalista es un sistema de autoequilibrio, y estructurado únicamente por las fuerzas del mercado.
Galbraith nos advierte de que el contrapoder que representan los sindicatos, los oligopolios y las nuevas “tecnoestructuras” establecidas en el seno de las compañías, se autogenera, pero el poder de la competencia no dispone de esa capacidad. De ese modo, a largo plazo, la economía capitalista irá siendo colonizada por poderes que tienen tendencia intrínseca a aumentar, mientras que la competencia que serviría para contenerlos en función del interés público irá paulatinamente desapareciendo. La planificación se antepondrá a la interacción y dejará de tener en cuenta las respuestas a corto plazo del mercado. La tecnoestructura de las compañías modernas es cada más ambiciosa; se relaciona con otras empresas, con el gobierno y con toda organización que amplíe su poder. La compañía a través de diversas estrategias elude la responsabilidad de sus directivos y accionistas y se embarca en la búsqueda autónoma de su propio engrandecimiento. A la hora de la toma de decisiones, ya no tiene en cuenta ni el beneficio de la empresa ni los incentivos económicos de sus ejecutivos:
«Pero la realidad es que el actual nivel de renta de los directores ejecutivos de los negocios posibilita la identificación y la adaptación. Estas dos son las motivaciones de tales personas. Y por eso ellas son las únicas personalmente reputadas: los directores ejecutivos no pueden tolerar que se piense que su adhesión a las finalidades de la empresa es menos que completa, o que es diferente de su capacidad de conseguir esos objetivos. Admitir que subordina esos últimos motivos a su paga sería confesar que es un mal gerente»[7].
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