José Libardo Porras - Cuentos

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En los años ochenta alguien llamó: «¡Ismael!». Era una voz que hablaba con la sabiduría de los barrios y con el vigor de los nuevos narradores. Desde entonces José Libardo Porras siguió nombrando a seres como Ismael, que recorrían las calles de la ciudad en las noches, sin miedo, apenas con el temblor que produce caminar sobre las sombras. Así conocimos a Belén San Bernardo con sus habitantes que miraban a través de las cortinas, pendientes del momento en que los Ismaeles regresaran de sus correrías por la ciudad. Y esa misma fuerza narradora apareció después en los cuentos desesperanzados y bellos que contaban los días de encierro en la cárcel Bellavista. Las mujeres de José Libardo llegaron a sus cuentos desde muy temprano y se acomodaron con sus deseos al lado de bandidos y de perdedores. Todos ellos, personajes de una obra sólida, están ahora en esta selección de cuentos que presenta la Editorial EAFIT en la colección Debajo de las estrellas. Juan Diego Mejía

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¡Esa vieja es un ánima en pena!, comenta uno de los presos que otea el paisaje por la reja del teléfono.

7

Pendiente de las que llegan de visita, toma café en el local aledaño a la entrada del pabellón. Se pregunta qué le pasaría a su madre, siempre tan madrugadora. Llegaron la madre y la novia de Zarco; llegó la muchacha que lo mira pero pasó por su lado sin verlo; llegó Bicicleta-dos y ya estuvo con Lalo y con Pepo, a quince mil pesos cada uno. Bebe un sorbo. ¡Qué cosa tan dulce! Ni señas de doña Inés. Llegan las visitantes con bolsas de comestibles y sus hombres las reciben con sonrisas, abrazos y besos, y se van a sus habitaciones a charlar y a amarse. Las madres remolinean en el patio mientras sus hijos atienden a sus mujeres. La mamá de Zarco, alta y robusta y también de ojos claros, se le acerca a parlotear, a hacerlo reír. Son las diez. El sol quiere despellejar espaldas y rostros, pero no hay dónde ocultarse, no hay espacios libres. Si su madre llegara subiría al camarote. ¿Qué le pasaría?, se pregunta de nuevo. Doña Berta prosigue sus graciosas historias. Él piensa: Esta señora es un caso.

Empiezan a llamar para el almuerzo. Julio aún no tiene apetito; además, los domingos él come lo que traen su esposa y su madre. Pero Marta no volverá, ¿y si su madre no viene? ¿No le convendría ir al bongo, al restaurante oficial de la cárcel, y ahorrarse los dos mil pesos que le costaría el almuerzo en uno de los puestos de comida? Resuelve esperar un rato más. Pasa la muchacha que a veces lo mira, y lo mira. Buenos días, señorita, le suelta él; ella lo saluda como se saluda al conocido de un hermano preso, nada más. Es hermana de Carlos López, un extorsionista. Tiene cara de pilla, igual a él, piensa Julio viéndola alejarse con un cigarrillo encendido. Se figura a Carlos López con la novia, desnudos, en el lecho.

Aparece doña Inés y se detiene a charlar con los guardias. Julio la ve y sonríe. Doña Berta se esfuma. Él se arrima a la reja. Doña Inés suspende su cháchara, se despide de los guardianes y entra al patio. Madre e hijo se prodigan abrazos y besos y se enrumban hacia el interior del pabellón, hacia el dormitorio en el tercer piso.

8

Piensa: Le quedó la carne igual a la de Marta, con aliños y poca sal. Las yucas también le quedaron mejores esta vez. ¡Qué vieja! ¡Tan pobre y traerme fiambre con carne y huevo! Las mamás son lo máximo. ¿Cómo será no tener mamá? ¿Cómo será tener papá? ¡Qué guerrera es esta vieja! ¡Las viejas no dejan caer el mundo!

A la anciana la conmueve ver a su muchacho devorar el fiambre enviado por la esposa. Sabe que su silencio es debido a la tristeza. ¿Qué podría alegrarlo?, ¿cómo distraerlo? Decide guardar silencio para no meter la pata.

—¿Qué hay de los niños?

Agradece al cielo que haya iniciado una conversación y aprovecha para extenderse refiriéndole las travesuras de sus nietos, los dos de Julio y los catorce de los demás hijos. Julio no le presta atención, pero al oír el nombre de su esposa mira a la madre, quien a su vez está escrutándolo como si hubiera dicho “Marta” con el propósito de estudiar sus reacciones al escucharlo. Se siente atrapado, cogido, y hace un gesto de pura aceptación de la derrota.

—¿Qué hay de Marta?

—Está muy triste… ¿Le gustaría que estuviera aquí?

—Ella no va a volver.

—¿A usted le gustaría tenerla aquí?

—Ella no va a volver –machaca Julio con algo de autoritario y algo de vencido en su voz.

Se le desborda el llanto, descarga la vasija del fiambre y esconde el rostro entre las manos; doña Inés le acaricia el pelo, luego abandona el camarote.

Aún lloroso, se percata de que su madre se ha ido; guarda las vasijas y organiza las ropas de la cama antes de salir a buscarla, lo cual no es necesario: ya ella regresa y se para a la entrada con los brazos en cruz. Dice:

—¿Quiere ver a Marta?

—Sí.

—¡Páseme una toalla! –le ordena.

¿Una toalla? No comprende. Le mira el semblante: no la encuentra tan arrugada como otras veces y se extraña de esa juventud repentina.

—¡Páseme cualquier trapo!

Le entrega la toalla limpia; la anciana se va, sube al andamio del teléfono y allí empieza a volear la prenda como si fuera una excursionista comunicándose por medio de una bandera con sus compañeros en la colina opuesta. Él, con temor de que sus camaradas la juzguen deschavetada, la aguarda de pie en la puerta de la celda. La exploradora sonríe, cesa sus señales y se pone a conversar con dos jóvenes.

Transcurren quince o veinte minutos. Aparece Marta.

Julio se afana a su encuentro, la abraza y la besa. De un camarote salen Zarco y su amiga y empiezan a aplaudir. Luego se les juntan los de otros camarotes y otras celdas, con sus mujeres, y se forma un gran aplauso en torno de la sólida totalidad conformada por los dos enamorados que lloran felices.

De Historias de la cárcel Bellavista (1997)

BICICLETA-DOS

1

Cada domingo, Bicicleta-dos es una de las primeras en entrar a la visita, no porque llegue a la fila desde la noche anterior sino porque compra a un guardia el ficho con un número entre el cien y el doscientos. Prefiere desprenderse de diez mil pesos y ahorrarse los trabajos que conlleva pernoctar a la intemperie. Hoy ha debido resignarse a hacer lo de las demás: enfilarse para recibir la papeleta y esperar su turno: es la 4.235. Mira atrás y exclama:

—¡Hay por los menos mil viejas!

—Por lo menos mil –asiente la anciana parada a su espalda.

Entrará al pabellón cuatro a las doce del día y si acaso alcanzará a atender a cinco o seis clientes, aparte del dueño del camarote, quien la goza gratis además de cobrarle una comisión del veinte por ciento sobre lo realizado.

Llega a la sección de requisa, ahí la tocan y le meten la mano en busca de drogas o armas, pasa a la de reseña y da su cédula de ciudadanía.

—¡Furcia! ¡Zorra! –murmuran algunas guardianas.

Los guardianes, con escondido, solapado deseo, la examinan y devoran, le lanzan insinuaciones y obscenidades. Bicicleta-dos sigue avanzando, humillando con sus piernas, pensando en Fredy o, más exacto, en su forma de besarla, acariciarla, ponérsele debajo, hacerla gemir y gritar, comérsele la oreja y secretearle: “Pasito que nos oyen”; cuando esto sucede, ella, sorda, alarga sus gemidos y gritos, después se queda quieta, liviana, sintiendo que flota, que podría volar, pero el abrazo de él la mantiene atada a la tierra, a la vida.

2

Teme, a esa hora, no encontrar camarote disponible o no hallar clientes con dinero. La competencia es violenta. Piensa en su hijo. Por primera vez se enferma, se dice. Qué bebé tan aliviado, y saber que yo soy una peste. ¡Mentiras! Me alimento bien y no fumo ni bebo: lo mío solo es pedalear. ¿Por qué le dirán a eso pedalear? ¡La gente inventa cosas raras! Dizque Bicicleta-dos como si me pareciera a esa vagabunda. ¡Qué puta! ¿Quién la apodaría Bicicleta? ¿Cuál será su nombre verdadero? Dizque Bicicleta-dos como si fuera flaca. ¡Qué piernas las mías! Parezco mesa de billar, y qué trasero. Pero lo que más le gusta a Fredy son mis tetas por paradas y duras. Por eso me las mira. ¡Qué mirada tan dulce! Solo él me mira como si yo fuera un ángel. Ojalá hoy me caiga de primero. Hoy no le cobro porque él me gusta. Se lo voy a decir. Le voy a decir: Fredy, yo lo amo; soy una prostituta pero lo amo. Si usted no quiere no me crea; si quiere búrlese, pero lo amo. Por segunda vez me enamoro. Si a ese no lo hubieran matado yo sería una reina. Pero el niño es distinto a él. Qué raro. De ojos claros como si el papá hubiera sido zarco. El hijo mío, con esos ojos, las va a enamorar a todas. Que se las coma, que trabajen para él. Si yo fuera hombre no le pagaría nunca a una hembra. Las mujeres somos arpías. Pero que paguen, ellos son los que gozan. Claro que a veces yo también gozo. Fredy me hace gozar. Huele sabroso y no habla tantas boberías. ¡Dizque palabras de amor! ¡Pendejos! Como si una comiera de palabras bonitas. Que saquen la plata. Para eso gozan. Para eso una les abre las piernas…

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