En el patio, el runrún de las conversaciones, semejante a una mosca inmensa, a un taladro neumático en la casa contigua, amortigua el coro de los dos guardias: Doscientos cincuenta y siete, doscientos cincuenta y ocho, doscientos cincuenta y nueve… Jeyson, último en la fila, será el número mil cuarenta y cinco. Al llegar su turno, los guardias lo tocarán en los hombros y dirán, mirándolo a los ojos: Mil cuarenta y cinco; dará un paso largo adelante, luego escuchará el chocar de las rejas y el tintineo ronco de los pasadores y los candados, y se irá a dormir, a tratar de dormir, a su cubículo en el tercer piso, en el pasillo La Setenta, en la celda número ocho. Así ha sido desde hace ocho meses y trece días; de seguro así será hasta cumplir sus sesenta y seis años de condena, hasta el final de su vida.
3
La idea de una vida en encierro lo hizo llorar los primeros dos meses, le produjo diarreas, le escamoteó el sueño los tres o cuatro meses siguientes y lo volvió un hombre serio y tristón dispuesto a hablar solo lo imprescindible con algunos de sus compañeros de pasillo y de celda. Ese es un señor, opinan de él ahora. Calcula: sesenta y seis años sumados a sus veintisiete, dan noventa y tres… Descontando por buen comportamiento y trabajo diario, su condena se reducirá a cuarenta y tantos años… Saldrá de allí a los setenta… ¡Setenta! La palabra le pasa como un erizo por la garganta. Su padre tiene setenta años: casi no puede caminar, cuanto come lo indigesta, no puede emborracharse ni hacer el amor, oye y ve mal, el asma lo atormenta durante el invierno. ¡Para qué hacerme ilusiones con la boleta de libertad!, ¡a los setenta ya uno está muerto! Cumplidos los setenta, ¿no sería mejor quedarse allí, en su encierro, en vez de salir a rodar en las calles, a vagar como un perro sin amo, a mendigar, solo y desamparado? Asuntos tales dan vueltas en su cabeza día y noche, no lo sueltan.
La luz de la tarde le despierta deseos de estar en el jardín botánico, en el zoológico o en un parque del centro de la ciudad, bajo un árbol, ojalá en compañía de Catalina, mas, qué se va a hacer, se lamenta, soy un preso de Bellavista y lo único que tengo es esto. Llama “esto” al partido de microfútbol que los internos disputan en la cancha de asfalto.
Jáder se sienta a su lado en el muro de concreto, a la sombra, contra la pared. Con dos o tres años menos que Jeyson, goza de una viveza que lo hace superior a este: sus ojos parecen no detenerse jamás, negros y pequeños, de ratón, y aunque sus labios estén pronunciando la sentencia más grave ellos miran como si todo fuera una broma, lo cual asusta. Pero Jáder lo acogió desde su llegada, le brindó espacio y cobijas para dormir y lo introdujo en el mundo de la cárcel.
—¿Cómo van?
—No sé. Creo que empatados –levanta los hombros para reafirmar su indiferencia hacia el fútbol.
—¿Qué le pasa?
—Nada.
—¿Está encausado?
No responde; piensa: Estoy encausado. Repite en su mente la palabra, así forma una cortina que lo separa de los gritos de futbolistas y espectadores. La única voz que le interesa es la del parlante: en cualquier momento puede llamarlo para que acuda al teléfono. Cierra los ojos. Encausado, encausado, encausado…
—Le tengo un trato.
Mira a ese rostro cetrino, quiere verle la mirada antes de responder o de formular cualquier pregunta; el otro continúa pendiente del partido como si lo dicho no lo hubiera dicho él sino un extraño sin importancia.
—¿Qué clase de trato? –suelta, sin embargo.
Jáder le explica. Le pagarán veinte millones de pesos si despacha a un hombre del quinto patio ingresado la semana anterior. Él, con sus sesenta y seis años de condena es lo que en la cárcel llaman un copado, y treinta años más por su nuevo homicidio en muy poco variará su condición. Preso, son lo mismo sesenta y seis años que noventa, cien o mil. Ya su destino está decidido. Y un nombre más para su lista de víctimas no es nada.
Si acepta le entregarán diez millones, una pistola cargada y le dirán qué hacer: con el pretexto de que lo busca el abogado, harán salir al hombre a la reja de la oficina de notificación donde estará Jeyson esperándolo, armado, y allí le disparará hasta asegurarse de su muerte; luego se rendirá a la guardia y entregará el arma; después le pagarán los diez millones restantes.
Se encamina a los orinales. Mientras vacía la tripa y contempla la espuma que su chorro forma en la taza, sigue oyendo, en fragmentos, la propuesta, las razones de su amigo: Usted es un copado; encanado son lo mismo sesenta años que noventa; son veinte millones… Sale. El partido aún no termina pero Jáder ya no se encuentra entre los mirones. Lo alegra, o lo tranquiliza, poder estar solo. ¡Fulano, al teléfono!, grita el parlante. Fulano, con el rostro embellecido de improviso porque ha finalizado su espera, corre hacia las escalas que lo llevarán al andamio en el cuarto piso. Jeyson ve correr a Fulano y lo envidia. ¿Por qué no habrá venido Cata?, ¿qué le sucedería?
Las horas han pasado. Catalina no apareció. ¿Por qué no vendría Cata?, ¿se habrá enamorado de otro entre ayer y hoy? Usted es un copado; son veinte millones… Con veinte millones podría comprar algunos enseres para su camarote y para su casa; además poner un pequeño negocio para ayudarse y ayudar a su madre. Muchas veces recibió dinero en abundancia por sus trabajos, nunca tamaña cantidad: veinte millones juntos, en rama, lo harían sentirse empresario, un hombre de verdad. Piensa: Uno, con veinte millones en el bolsillo, es un rey. El sueño tarda.
Sabe que de cumplir esa comisión deberá acostumbrarse a una nueva vida lejos de la ciudad que lo vio nacer y crecer, en la cárcel de Picaleña, en la de Acacías o en la del Barne, o si acaso en la Guayana, la cárcel de la cárcel, o en el pabellón de seguridad, casi sin ver el sol, rodeado de los pillos más pillos, los desterrados de los otros pabellones por sus conductas. Revuelve pensamientos y en su cabeza se hace un enredo de ideas como hilos sin puntas, ideas locas. El sueño cojea.
Usted es un copado; son veinte millones… Veinte millones equivalen a un televisor de color y un equipo de sonido para su camarote, para no estar tan solo, y a un televisor de color y un juego de muebles de sala para su casa, para que su madre atienda orgullosa a las visitas y a los pastores evangélicos. Podría comprar un ventorrillo dentro del patio para ocuparse todo el tiempo y ayudarse en sus gastos: sabe de uno por el cual piden cuatro millones, y él le invertiría dos en muebles y surtido; también compraría, por unos tres millones, tres o cuatro camarotes para alquilarlos y obtener una renta: cada uno por treinta mil pesos semanales, sin contar los domingos cuando también se alquilan por diez mil a los presidiarios carentes de un espacio privado para acostarse con sus mujeres; a Cata le regalaría una Auteco Plus para ir al colegio y venir a visitarlo, y le daría un vestido, el mejor, el que ella quisiera, y le diría: Cata, mi amor, te doy este vestido pero después te lo quito, y ella respondería, sonriendo con malicia: Dar y quitar, campanas de hierro derecho al infierno… ¿Y si Cata se enamoró de otro entre ayer y hoy? A más de uno, la mujer lo ha abandonado de un día para otro. Los veinte millones se vuelven insuficientes para sus proyectos, la cifra se empequeñece. Podría cobrar más, reflexiona; ¿Cuánto ganará Jáder por hacer el contacto? ¡Que me dé tres millones más; si no, que coma mierda! El sueño no llegó.
4
Cuatrocientos veintiocho, cuatrocientos veintinueve… Las voces de los guardias se oyen más como piedras cuando caen a un pozo vacío que como voces; a los internos les retumban dentro y les determinan el ritmo de sus conversaciones. Sin advertirlo, mientras van en la fila para el conteo de la mañana, hablan en versos de tres o cuatro tonadas marcadas por la pronunciación de los números por parte de los guardias. Cuatrocientos sesenta y cuatro, cuatrocientos sesenta y cinco…
Читать дальше