José Libardo Porras - Cuentos

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En los años ochenta alguien llamó: «¡Ismael!». Era una voz que hablaba con la sabiduría de los barrios y con el vigor de los nuevos narradores. Desde entonces José Libardo Porras siguió nombrando a seres como Ismael, que recorrían las calles de la ciudad en las noches, sin miedo, apenas con el temblor que produce caminar sobre las sombras. Así conocimos a Belén San Bernardo con sus habitantes que miraban a través de las cortinas, pendientes del momento en que los Ismaeles regresaran de sus correrías por la ciudad. Y esa misma fuerza narradora apareció después en los cuentos desesperanzados y bellos que contaban los días de encierro en la cárcel Bellavista. Las mujeres de José Libardo llegaron a sus cuentos desde muy temprano y se acomodaron con sus deseos al lado de bandidos y de perdedores. Todos ellos, personajes de una obra sólida, están ahora en esta selección de cuentos que presenta la Editorial EAFIT en la colección Debajo de las estrellas. Juan Diego Mejía

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Jeyson no cesa de mirarlo a los ojos, casi sin parpadear, y continúa en su camastro sin variar su posición. Escucha. Escucha. ¿Este no se irá a cansar de hablar?, ¿no se cansará de que yo solamente lo oiga y lo mire?, ¿no irá a demandarme una respuesta?

—Hay más de uno que podría hacerlo pero yo a usted lo estimo. Quiero que se gane ese billete. Aquí hay más de un copado. Usted no es el único…

¡Jeyson, al teléfono! La voz del parlante llega desde la puerta de La Setenta. Para los oídos de Jeyson es música pura. ¡Listo!, ¡ya voy!, grita. Como expulsado por un resorte, se incorpora sin dejar de mirar a Jáder; le arrima el rostro.

—Yo no soy un copado. Yo voy a salir de aquí, ¿entiende?

Jáder lo mira a los ojos, advierte en ellos un brillo nuevo, bonito, y por primera vez repara en que él es unos centímetros más bajo y menos corpulento.

Jeyson abandona la celda. Jáder observa los afiches y cuanto hay sobre la mesa; se acerca y toma el retrato de la joven. Lejos, en el cuarto piso, por el teléfono, escucha a su amigo gritar: ¡Cata, mi amor, te amo! Pero no alcanza a captar la respuesta.

De Historias de la cárcel Bellavista (1997)

EL PERDÓN

1

Julio se queda de último a la hora de contarlos: su esposa, sabedora de que las malas noticias, si se llevan, deben esperar hasta el final de la jornada, se rehusó a irse temprano por no hallar las palabras precisas para confesarle su verdad, y desde la garita de la entrada al pabellón, como una ternera huérfana, le suplica: ¡Yo lo amo, Julio, perdóneme, no me haga eso! Salvo los guardias, que intentan persuadirla de marcharse, nadie escucha su lamento ahogado.

La cuenta tarda más que de costumbre. Julio reprime sus deseos de mirarla por última vez; los guardias, cree, se demoran con el ánimo de molestarlo, como si conocieran su tragedia y esperaran verlo reventar delante de los demás internos. Mas pueden retrasarse cuanto les dé la gana, equivocarse y recomenzar la enumeración cientos o miles de veces, y él no llorará en público. ¿Y si no resiste? ¿Si le brotan lágrimas igual que a una mujer? ¡Que no se confundan, Dios mío!, implora.

No se confunden. Cruza la reja, sube los escalones de dos en dos hasta el primer pasillo del tercer piso del pabellón número ocho, celda seis, segundo camarote; tira tras de sí la puerta y de un puñetazo parte el espejo donde Marta, al regresar del amor, con un labial rojo encendido, le escribía frases enamoradas. En el piso quedan esparcidos los pedazos de vidrio azogado. Llorando un llanto silencioso, se inclina a tratar de recomponer el corazón atravesado por una flecha y el “Me haces rico. Te amo”; revuelve los vidrios, con furia, hasta llenarse las manos de pequeñas heridas sangrantes. Masculla:

—¡Puta!

—¿Qué pasa? –la pregunta de la voz vecina no busca respuesta.

2

Los amigos lo visitaron durante los dos primeros meses; el Ñato resistió tres y no regresó cuando él se negó a fiarle su motocicleta; los parientes y hermanos fueron espaciando cada vez más las visitas. Solo habían sido fieles su madre y su esposa, y ya esta se le ha torcido.

Se olvidará de todo. Jamás volverá a pensar en Marta. Marta no lo merece. Marta es igual a todas las mujeres, se dice, a la primera oportunidad lo cambian a uno por un plato de lentejas. Destruirá las fotografías y todos los objetos que le hablan de ella. Hará vida con alguna de las otras visitantes; recuerda a una que lo mira y le sonríe. Sobre la mesa de noche apenas dejará el retrato de doña Inés, la madre, lo adornará y cuidará como a un altar, y en ese marco grande pondrá también una foto suya: Creo en la madre y en Dios, en nadie más.

3

Lunes, martes y miércoles por la mañana y por la tarde, acudió Marta al teléfono a aullarle su amor, a pedirle perdón, sin embargo Julio se negó a atenderla: cuando el parlante corría a informarle que desde la calle una mujer lo llamaba, él replicaba: ¡Que coma mierda!, estoy dormido, y murmuraba: ¡Puta! Entonces Marta le enviaba recados que a todos hacían reír: “Díganle que lo amo. Que me perdone. Que ese señor no es capaz de hacerme nada. Que está muy viejo. Que lo hago por los niños. Que lo pienso. Que soñé con él. Que me hace falta”.

El parlante traducía los mensajes a sus propios términos: “Te manda a avisar tu señora que a ese man no se le para. Que fresco. Que lo hace por el billete…”, y en tono solidario, tocándole el hombro, le decía: “Tranquilo, eso se limpia con agua y jabón”.

4

Es jueves. Julio durmió mal. Mejor dicho: durmió muy bien y soñó, mas, al despertar y comprobar que semejante belleza había sido un sueño, sintió una mezcla de tristeza y rabia que le quitó el apetito. No fue al restaurante y se quedó tendido en el camastro mirando al techo y tratando de no pensar en Marta, imaginando un agua mágica que pudiera lavarle la memoria.

—Te traje queso. No está salado –le dice Zarco, cuyo aspecto es el de un ángel custodio parado en el vano de la puerta.

Julio se incorpora y recibe el plato plástico con un vaso de refresco, un trozo de queso y un pan. Zarco toma asiento al lado suyo; le dice:

—Yo sé qué le pasa, viejo. Aquí todo se sabe.

—¡Estoy indispuesto, nada más! –responde con desgano, sin dejar de comer.

—Esa mujer lo quiere, viejo. Esa hembra es la suya.

—¡Qué va! Es una puta.

Al decir “es una puta”, lo embarga un dolor íntimo; desea con ardor no haberlo dicho, o que por lo menos Zarco no lo haya oído. Comienza a gimotear.

—Esa mujer haría cualquier cosa por usted y por los niños –Zarco se levanta y se despide.

—Zarco, ¡gracias!

El otro no contesta.

5

No consigue cinta adhesiva. En Lindos Ojos le venden dos cucharadas de almidón para preparar engrudo; lo esparce sobre un papel con la intención de armar los rompecabezas de las fotografías de Marta: la grande está completa; a la otra, a la que desde su llegada a la cárcel había mantenido sobre la pequeña mesa a la izquierda de la cama, le falta medio vientre, un seno y el corazón. Su esposa es una mujer mediada.

Esforzándose por acallar sus sollozos, se agacha a buscar bajo la mesa, bajo la cama, levanta el colchón, quita los tendidos y las cobijas y las sacude al aire, revisa una a una sus ropas, remueve sus pertenencias… En vano: definitivamente su media Marta se ha perdido y esa pérdida es una amputación dolorosa adentro. Llora sin importarle que lo escuchen.

6

—¡Julio, al teléfono!, –grita el parlante desde la entrada a la celda.

Sin siquiera calzarse, sale, trepa al andamio y divisa al corrillo que intenta comunicarse con los presos desde la distancia, desde el otro lado de la malla que separa a Bellavista del mundo de los libres.

Allá está Marta, su Marta, con el vestido blanco que tanto le gusta, el pelo cogido atrás, fija la mirada en la ventana del teléfono en el tercer piso del pabellón octavo. Él se demora contemplándola antes de sacar la mano para indicarle que ya está allí, dispuesto a oírla; repasa el paisaje que la enmarca: lo excita el modo como el viento le agita el cabello.

—Mi amor, lo amo; perdóneme; déjeme explicarle: yo solo lo quiero a usted y estoy sufriendo mucho…

Julio contiene las lágrimas. Los demás ocupantes del andamio lo observan, callados: desde afuera, sus propios amigos o parientes intentan comunicarse, pero ellos no responden para permitirle a su compañero escuchar a la esposa sin dificultades.

—Si me echa, me mato. Yo lo quiero. Déjeme venir el domingo…

Con señas, Julio le dice que no. Ella persevera en que sí, que por favor, que se lo ruega, que la reciba el domingo. Al fin él logra articular dos palabras salvadoras de su honor: ¡No vuelva! Las ruge dos veces, salta del andamio y corre a su camarote. Los otros le gritan a Marta que su marido se ha marchado y tornan a sus conversaciones personales. Ella se queda allí con la ilusión de que su hombre reaparezca a decirle que la perdona y la espera el próximo día de visita. Alumbran tres o cuatro relámpagos; se oye tronar; se desata la lluvia. Los del corrillo de habladores a distancia vuelan a guarecerse. Marta persiste pegada a la malla.

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