José Libardo Porras - Cuentos

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En los años ochenta alguien llamó: «¡Ismael!». Era una voz que hablaba con la sabiduría de los barrios y con el vigor de los nuevos narradores. Desde entonces José Libardo Porras siguió nombrando a seres como Ismael, que recorrían las calles de la ciudad en las noches, sin miedo, apenas con el temblor que produce caminar sobre las sombras. Así conocimos a Belén San Bernardo con sus habitantes que miraban a través de las cortinas, pendientes del momento en que los Ismaeles regresaran de sus correrías por la ciudad. Y esa misma fuerza narradora apareció después en los cuentos desesperanzados y bellos que contaban los días de encierro en la cárcel Bellavista. Las mujeres de José Libardo llegaron a sus cuentos desde muy temprano y se acomodaron con sus deseos al lado de bandidos y de perdedores. Todos ellos, personajes de una obra sólida, están ahora en esta selección de cuentos que presenta la Editorial EAFIT en la colección Debajo de las estrellas. Juan Diego Mejía

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—Jeyson, ¿qué decidió?

Jeyson deduce que el otro, como él, trasnochó pensando en el asunto, y tal vez tampoco ha dormido. ¿Se me notará el desvelo? Prefiere ocultar su interés.

—¿De qué?

—De la propuesta. Y recuerde que aquí hay más de un copado.

Teme. Alguien puede adelantársele a aceptar la oferta y él no lo había previsto. Por su cabeza pasan los rostros de los posibles candidatos: muchos desahuciados podrían asesinar nuevamente atraídos por el dinero.

—Yo cobro veintitrés millones.

—¡Eso vale veinte!

Se va adelante de la fila sin darle tiempo de mirarle sus ojitos saltones, entonces Jeyson se conforma con observarlo por detrás, flaco y de caminar atigrado, y piensa: Sí, vale veinte.

5

Soy un copado. Desde cuando estaba en la fila para el primer recuento del día se lo ha recalcado, y lo ha hecho con tanta insistencia que por momentos olvidó a Catalina y no la odió por faltar al teléfono. Soy un copado, soy un copado. A esta hora de la noche, ya en su camastro, mirando al techo y en medio del ruido de los radios y televisores de presos vecinos, esa frase llega a sus sentidos llena de sabor y encanto: por fin sabe qué es él. Soy un copado, se repite, y hasta desea salir a gritarlo en todos los rincones de la cárcel: subir al cuarto piso y por la ventana del teléfono por donde le dice a Cata Te amo –o le decía cuando ella aún lo amaba y no lo había cambiado por otro, y por cuyo motivo, según cree él, no ha vuelto durante los dos días anteriores–, declarar ante el mundo libre quién es, luego recorrer uno a uno los pasillos, bajar al tercer piso, al segundo y al primero, y salir a los otros pabellones y decir a los presos, guardias y empleados de Bellavista que él, Jeyson, es un copado, que está orgulloso y jamás dejará de serlo.

6

Es jueves. Como la mayoría de internos, los que no pertenecen al comité de disciplina o no tienen con qué pagar a este el privilegio de emperezarse en el camarote hasta más tarde, se ha levantado a las cinco de la mañana, se ha bañado, ha bajado para el primer recuento, ha ido al restaurante para el desayuno, ha jugado una partida de ajedrez y la ha perdido, ha echado un sueñito, ha regresado al restaurante para el almuerzo y ha renegado de esas lentejas tan simples, de ese arroz tan salado, ha echado otro sueñito, ha visto un partido de microfútbol, ha jugado otra partida de ajedrez y también la ha perdido. ¡Mierda, si soy bien bruto!, se dijo. Ha comido, se ha tirado en su camastro, ha reiniciado el libro prestado en la biblioteca pero es incapaz de pasar de la primera página porque se lo impide la voz de Cata diciéndole: Te amo, mi amor, eres el único; se lo impide el recuerdo del canela de sus piernas, del olor de su sexo y del sabor de sus pechos de colegiala, y también la idea de que ella se ha enamorado de otro y jamás regresará a visitarlo ni a hablarle por el teléfono, a gritarle: Jeyson, mi amor, te amo, te pienso, eres el único; manéjese bien, mi amor…

Coloca el libro en la pequeña mesa a su izquierda entre los retratos de Cata y de su madre. Recuerda cuando conoció a Cata: él iba por el barrio en un Renault 9 de último modelo con el cojín aún manchado de sangre. Vuelve a ver al propietario con la cabeza echada hacia atrás, empapada de sangre por el costado izquierdo, la boca medio abierta. Piensa: Por no querer entregarlo. Cata salió de la tienda de don Pablo, él la vio y le dijo a Zurdo: ¡Qué belleza! Es una prima de Miryam recién llegada de un pueblo, le informó Zurdo, ya he charlado con ella y es una muchacha seria. De inmediato la llamó y se la presentó: Mucho gusto, Jeyson. Ella se quedó mirando el borde del espaldar, ¿Qué es eso? Zurdo contestó: A Jeyson se le vino la sangre. Ella sonrió, le dio la mano suave, Mucho gusto, Catalina. Ni él ni ella supieron qué más decir, pero Zurdo improvisó un chiste, se apeó del carro y la invitó a subir para dar una vuelta con su amigo antes de ir a entregárselo al comprador. Mientras tanto se tomaría una gaseosa; consultó su reloj y esbozó un gesto como para aclararles que disponían de todo el tiempo. Piensa: ¡Qué vivo era Zurdo!, ¡era un bacán!

7

Con veinte millones puedo comprar una cafetería, varios camarotes para alquilar, un televisor y un equipo de sonido, otro televisor y muebles para que la vieja reciba a sus amistades; para Cata, una Auteco Plus nueva y un vestido, el mejor, el que ella quiera, y cuando venga se lo quito con los dientes aunque le dé risa, o me la mando sin quitárselo. Claro que me pueden trasladar y no volvería a acariciarle los pechos y las piernas, ni a darle besitos allá; o me llevan para la Guayana o para el pabellón de seguridad y no podría volver a verla los lunes que son días tan malucos, ni los martes, ni los miércoles, ni los jueves ni los viernes, y gritarle que la amo, que es la única, que me hace mucha falta, y ella tampoco podría volver a decirme por el teléfono Mi amor, te amo, manéjese bien. Pero con esos veinte paquetes haría maravillas y no más levantarme temprano, no más comidas para cerdos, en cambio las tendría en mi propio negocio, con buena sazón, y la vieja estrenaría televisor y muebles, y yo no viviría tan solo en este tugurio de mierda…

Son las tres de la tarde. Por los intersticios de las tablas de la pared derecha entran a su cuartucho risas y voces que hablan del Deportivo Independiente Medellín, la música de una canción de salsa, un solo de percusión, y el humo de un cigarrillo de marihuana: los vecinos están de fiesta. ¿Por qué no llegará?, ¿qué le pasaría? ¿Habrá tenido algo en el colegio y estará saliendo más tarde?, ¿o no quiere venir?, ¿se enamoraría de otro?, ¿el lunes le diría algo malo? Ve pasar delante de sí preguntas y más preguntas, como si se tratara de un tren, y cada vez lo gana más la certeza de que Catalina lo ha abandonado: nunca, sin prevenirlo, había faltado a hablarle por el teléfono. ¡Qué va!, si no viene le digo a Jáder que estoy listo, que pase la plata y me diga cómo hacer; nada me importa, yo soy un copado, yo soy yo. Si hoy no viene que se olvide de mí porque entonces hago el encargo y me llevan en remisión… A Caballo lo llevaron en remisión. ¿Para dónde lo llevarían? Debe estar en Picaleña o en Acacías, con ese calor de allá. ¡Cómo lloró! Si a mí me llevan en remisión, no lloro. ¡Cómo quería Caballo a esa novia tan linda! Yo también quiero a Cata, pero yo no lloro. ¿Qué me daría para quererla tanto? Uno es un loco. Yo soy un loco. ¡Qué caso!

8

Jáder asciende por los escalones del tercer piso, uno a uno, silbando un tema de La Sonora Matancera, y llega a la puerta de La Setenta.

—¿A quién necesita? –pregunta el llavero del pasillo, parado junto a la reja como un coloso.

—A Jeyson.

El llavero abre y Jáder pasa entonando su silbo, con las manos en los bolsillos del pantalón. Llega a la celda de Jeyson y va hasta su camarote, donde lo encuentra recostado mirando al techo, ido. Se queda viéndolo; el otro no se percata.

—Huy, estás muerto.

El muerto lo mira en silencio con cierta molestia como si sintiera que desde siempre ese hubiera estado observándolo a escondidas suyas.

—¿Entonces qué dice? Son veinte millones.

No responde. Parece esperar una respuesta dictada por el viento. En tanto, sin incorporarse, mira los ojos negros, pequeños y saltones de Jáder, que emiten brillos.

—Me tiene que decidir ahora mismo –el ojos de ratón, incómodo con la mirada de su amigo, pasa la vista por los afiches en las paredes del camarote: un paisaje campestre con caballos y una panorámica de New York con las torres gemelas en medio, tan descomunales; por el libro, por los retratos y demás objetos ordenados sobre la mesa de noche: un cepillo de dientes con las cerdas gastadas, un tubo de crema dental, una caja de palillos mondadientes, una pasta de jabón en su jabonera con pelos adheridos–. Son veinte, para que compre un televisor y un equipo de sonido, y arregle esta pocilga. Para que viva como un rey…

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