Antonio García Rubio - Perlas en el desierto

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Este libro ofrece unas reflexiones pastorales para este momento de la vida de la Iglesia. Reflexiones que inciden en este aspecto necesario y prioritario: no habrá evangelización posible si no hay evangelizadores a la altura de lo que pide hoy la historia. Estos pensamientos son producto del encuentro con el beato Carlos de Foucauld. Humildemente –dice el autor–, con este hombre del desierto, raro y extraño como pocos cristianos, se pueden iniciar caminos nuevos de evangelización y de espiritualidad en este siglo xxi, llamado a ser místico o a no ser.Escuchemos, pues, al eremita del desierto y sus preciosas perlas con las que poner en marcha lo que los monjes llaman la «obra de Dios». Tarea compleja, pero no imposible.

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Los hombres confiados, los que se dejan hacer humildemente por el amor universal, son los que necesita esta tierra para avanzar y expandir la frescura y la ternura del Evangelio. Y es maravilloso poder hacerlo en este tiempo oscuro y de gran pesimismo ambiental, como en el tiempo de la conversión de Foucauld en París. Nadie mejor que él para orientar nuestra reflexión y nuestro cambio necesario. Este es un tiempo asombroso en el que el mundo real exprimirá a los nuevos evangelizadores como si fueran naranjas.

El mensaje anunciado por Carlos de Foucauld se encierra en lo que vivió, en lo que intentó hacer. Está también en las abundantes páginas que redactó, donde dejó traslucir lo esencial de su experiencia espiritual. Cerca de cien años después de su desaparición, estamos muy lejos de haber hecho un inventario de toda la riqueza de su testimonio. Sin embargo, se pueden situar algunos elementos principales, presentados aquí brevemente bajo algunas citas de las cartas a su amigo Henri de Castries 2.

SOLO LOS BAUTIZADOS ADULTOS SERÁN CAPACES DE AFRONTAR LA EVANGELIZACIÓN DEL TIEMPO PRESENTE

La primera perla es de vital importancia para poder entender el trasfondo de este libro. Pretende, en primer lugar, que, antes de hacer un planteamiento de evangelización del mundo actual, se tenga bien definido qué tipo de evangelizadores, de discípulos de Cristo, son los necesarios, y se los prepare con prioridad absoluta sobre el resto de la acción pastoral de la Iglesia. Si algo le sobra a la Iglesia es clericalismo enfermizo. Y si algo le falta es la formación y conformación con Cristo del laicado cristiano. Ellos han de ser los artífices de la evangelización en el tiempo presente. Es ahí donde se sitúa la apuesta que empapa todo el libro. En una cultura como la actual no hay otro camino que la irrupción laical, sana, no contaminada, fortalecida por una fe comunitaria, fraterna, espontánea y auténtica.

Para desvelar el tipo de laico adulto que necesitamos vamos a seguir la pista de unas citas elementales del pensamiento vital y de la transformación espiritual de Carlos de Foucauld. Intentamos encontrar caminos para el crecimiento de un cristiano adulto, de un evangelizador renacido y renovado, conformado y configurado con Cristo y sustentado en el amor a las diferencias. Un discípulo que se sabe, como los de todas las generaciones cristianas, llamado a ser «pescador de hombres» (Mt 4,19). La selección de citas –parte de la gran aportación espiritual recogida por la Familia de Carlos de Foucauld– es expresión de su ser en Dios, convertido, salido de la noche e iluminado por la gracia. Foucauld nos ofrece en este capítulo inicial los primeros trazos del enamorado del Evangelio, del discípulo adulto transformado por el fuego de Dios que precisa la evangelización silenciosa de este siglo XXI.

«Una gracia interior extremadamente fuerte me empujaba» 3

Foucauld enseña que no se puede afrontar la vivencia del Evangelio desde fuera de la gracia. Todo paso fuera de ella será inútil. Una experiencia que se sucede a lo largo de la historia de la Iglesia. Nada acontece sin la gracia, lo cual no presupone ni éxito ni triunfo. Foucauld es buen guía en este empeño. Los llamados a evangelizar se entregarán a Cristo y a su Evangelio, conscientes de que nada depende de ellos. Solo así la fe germinará en un cristiano adulto, experimentado en el camino de la gracia, libre y ágil, sin pesos inútiles o infantiles, alejado del protagonismo y con el solo deseo de servir.

«¿Qué milagro de la infinita misericordia de Dios me ha llevado tan lejos?»

En el Año de la misericordia que convocó el papa Francisco se hizo comprensible que, al margen de la misericordia, no es posible la evangelización. La Iglesia ha de cuidar, observar y vigilar para que la misericordia envuelva la evangelización y la torne humilde y sana. Y que las acciones evangelizadoras sean conformes a su misericordia. El adulto misericordioso bebe en la fuente del Hijo, duerme en la casa del Padre y respira al aliento del Espíritu. Sin la misericordia el evangelizador, que pronunciará amorosamente las palabras vivas del Evangelio, no madurará. Antes de poner la mano definitiva en el arado (cf. Lc 9,62) del Reino aprenderá a dejarse estrujar mediante la práctica de las obras propias de la misericordia y a poner el corazón a tono con el silencio amoroso y comprometido del misterio de Dios.

«Acabo de ser ordenado sacerdote y hago gestiones para continuar en el Sahara la vida oculta de Jesús en Nazaret» 4

Qué buena sería, en los evangelizadores, la aspiración a una vida oculta, alejada del estrellato. Sin dejarse engañar por la doble militancia que impone el ego. Qué bueno el renacer de evangelizadores que abran caminos y puertas y no taponen la gracia, que dejen respirar en la Iglesia al Espíritu e impulsen y desarrollen su acción. Todos, sacerdotes como Foucauld, evangelizadores, obispos, misioneros, religiosos y laicos a los que la Iglesia confía la misión de evangelizar, abrirán caminos nuevos junto al pueblo humilde y desgarrado. La vida oculta y callada de Jesús, como la de Foucauld, ha de ser el eje de atracción del que evangeliza: entrar en el cuarto propio, cerrar la puerta y orar al Padre, que está en lo secreto (cf. Mt 6,6). Sinceros para con Dios. Discernidos por la Iglesia. Ahí está la configuración con Cristo.

«Me di cuenta de que no podía hacer otra cosa que vivir únicamente para él» 5

El cristiano conformado con Jesús está dispuesto a comprender y compartir el Evangelio, entregando su vida a un solo Dios. No a dos dioses, o a tres, o a muchos diosecillos. Vivirá solo para Dios, únicamente para él. Será un hombre de Dios y solo de Dios. El evangelizador vivirá el «solo Dios basta» teresiano. Cada cual en el estado en el que Dios le haya situado. Los laicos han de aprender a vivirlo de modo diferente a los religiosos y clérigos.

«Así pues, debía imitar la vida oculta del humilde y pobre obrero de Nazaret»

Jesús, el humilde y pobre obrero de Nazaret, es el icono por excelencia para Foucauld. Y es aliento para los obreros estrujados por amor al Evangelio. Muchos evangelizadores se sienten obreros del Evangelio. Han nacido en familias humildes. En sus casas paternas se respiraba el aliento que mantenía la fuerza y la tradición propia de los cristianos comprometidos del posconcilio. Existe una aspiración cada día mayor en toda la Iglesia por la recuperación de unos obispos y unos sacerdotes obreros y pastores, entrelazados en la vida del pueblo, no alejados de él. Se ven cada vez más obispos que se alejan de una vida palaciega y mundana. El papa Francisco proclama proféticamente que, en esta era de la comunicación, los que creen en el Evangelio y lo proclaman no han de comportarse como «señores» en sus lugares de vida y relación. En la era de la comunicación digital y generalizada, y del «humanismo excluyente» 6, la vida de Dios en la sociedad precisa del apoyo de vidas sencillas, coherentes, obreras, honestas, justas, al lado de la gente humilde. Encarnados como el Señor. Y los que se saben llamados y aceptados para vivir y proclamar el Evangelio han de procurar ser como Cristo y adquirir, como Foucauld, la forma de Cristo, viviendo como unos humildes y pobres obreros del Evangelio.

«Leer, releer, meditar el Evangelio y esforzarse en practicarlo» 7

El posible evangelizador adulto es un hombre o una mujer, como Foucauld, asentado en el Evangelio; y esté donde esté, haga lo que haga y hable lo que hable, será puro y llano Evangelio. Pues el Evangelio, o está encarnado en quien lo predica, o no llegará al corazón de la humanidad. El Evangelio busca la entrega del hombre para ser fermento. La gracia de Dios actúa cuando, donde y como quiere. La tarea del evangelizador es leer, releer, meditar, silenciar y practicar con suave delicadeza el Evangelio. Muchos de los que acompañan la fe del pueblo, antes de salir de sus casas leen, meditan y rumian el evangelio del día. Luego lo van aplicando en sus diálogos y decisiones, en el trabajo y en las relaciones en los grupos apostólicos o en los sindicatos y las asociaciones. Y así se lo enseñan a hacer a los que entregan la vida a la proclamación del Evangelio.

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