Antonio García Rubio - Perlas en el desierto

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Este libro ofrece unas reflexiones pastorales para este momento de la vida de la Iglesia. Reflexiones que inciden en este aspecto necesario y prioritario: no habrá evangelización posible si no hay evangelizadores a la altura de lo que pide hoy la historia. Estos pensamientos son producto del encuentro con el beato Carlos de Foucauld. Humildemente –dice el autor–, con este hombre del desierto, raro y extraño como pocos cristianos, se pueden iniciar caminos nuevos de evangelización y de espiritualidad en este siglo xxi, llamado a ser místico o a no ser.Escuchemos, pues, al eremita del desierto y sus preciosas perlas con las que poner en marcha lo que los monjes llaman la «obra de Dios». Tarea compleja, pero no imposible.

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A partir de ese instante de luz, la vida entera de Carlos de Foucauld se convierte en una anónima, sigilosa y verdadera aventura, y su persona, en un guía espiritual para todo aquel que desee adentrarse en el secreto y en el itinerario del cómo y del dónde se fragua un hombre de Dios. Y de cómo Dios habla y ablanda a cada cual su corazón de piedra: «Y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,26-27). «Cada cristiano tiene que ser apóstol: no es un consejo, sino un mandamiento, el mandamiento de la caridad», dice Foucauld. Y así hasta hacer renacer la semilla de un hombre nuevo, de una nueva creatura: «El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17).

Carlos de Foucauld lo tiene claro: Dios no es ajeno a sus hijos. Se adapta a ellos con rigor y entusiasmo. Dios aprovecha los resortes de cada personalidad para lanzarle el reto del seguimiento de Jesús. Toda historia acaba siendo historia de amor y de relación apasionada con Jesús en la oración: «Cuando se ama, se desea hablar constantemente con el amado, o al menos contemplarlo incesantemente. En eso consiste la oración».

En el momento de mi segunda conversión, la seria, la más potente, la que me colocó en el camino en el que ahora me encuentro, yo mismo me quedé atónito y, como Foucauld, caí de rodillas y acudí de nuevo al camino de una fe adulta. Allí también comenzó mi verdadera aventura, y así la narré entonces:

Comprendí que el hombre que se entrega a Dios para realizar su obra se sabe conducido por él. Que Dios no le despersonaliza ni le priva de lo que le es más propio. Al contrario, Dios asume su pecado, vivido desde su realidad de hijo pródigo que se aleja de él y se corre sus peculiares aventuras. Sin embargo, Dios afina sus cualidades y hace de sus miserias y singularidades el motor decisivo para su madurez. Es Dios quien provoca en él el anhelo de la gran aventura que le conduce hasta el centro del misterio trinitario. Ese centro que en su día rechazó por desconocimiento e ignorancia. Y se le desvela que ahí está el fin del trayecto de la gracia para él, como para cada enamorado del Evangelio.

Y el aventurero Carlos se vio lanzado a la aventura más increíble, la que encontró en el silencio confiado; la que le llevó a la entrega radical, al olvido de sí mismo; la que le hizo experimentar la soledad sonora y la música callada. Hasta que la aventura se acabó centrando en «la cena que recrea y enamora» 6. Y así se fue transparentando en él la luz, el sonido, el aliento y el alimento de Dios. Todo sucedió por pura voluntad divina, sin protagonismo alguno por su parte. Este se disolvió como el azúcar en su misericordia.

El aventurero y explorador Carlos se vio conducido a la más sublime de las aventuras. La aventura que viviría su propio corazón en la intimidad más íntima de su propio ser. «Que nuestra vida sea una continua oración», decía. Y la aventura interior le hará adentrarse en increíbles aventuras humanas de soledad y de servicio a la fe. Sin olvidar jamás su servicio incondicional a los más olvidados de los hombres. Y lo hará desde las entrañas de Dios y en las entrañas calientes del desierto.

El camino espiritual y místico de muchos hombres y mujeres considerados santos nos enseña que la loca búsqueda de la aventura humana puede ser una condición previa indispensable para que se acabe fraguando un aventurero de Dios. Llegar a la gran aventura de Dios es lo que necesita alcanzar el cristiano adulto, configurado con Cristo, que hoy busca la Iglesia para la evangelización. Solo con hombres y mujeres así podrá renacer un nuevo camino desde el que dar a conocer con humildad la fe de la Iglesia en una sociedad plural. Así fueron los apóstoles. Así los grandes locos de Dios. Así los que comenzaron aventuras colectivas al servicio de la credibilidad de la fe cristiana: Pablo de Tarso, Antonio abad, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, José de Calasanz, Camilo de Lelis, Juan de Dios, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Teresa de Calcuta...

VIVIDORES CONVENCIDOS Y DANZANTES

Siempre he tenido la certeza, desde que tomé conciencia de mi fe activa y viva, de que los discípulos humildes que dedicarán su vida a la vivencia y la transmisión del Evangelio han de ser unos vividores convencidos de su fe. Y han de fraguarse en medio de un mundo desnortado, implicándose en él sin miedo. Después de los escarceos vividos por ahí, cansados y al margen de Dios, no quedan fuerzas, ni conciencia, ni alegría para hacer con la vida la loca entrega que él requiere del hombre. Pero yo no escuchaba. No quería escuchar. Simplemente me dejé hundir en el barro de la conversión. Por eso sé que los que perseveran en el barro acaban viendo. En el barro propio, el suyo, y en el de los pobres y los pecadores. Esto es muy importante. Nunca estamos solos desde que comenzamos a sentirnos hundidos en Él. Y a partir de ahí la gran experiencia: los discípulos no dejan de ser naturalezas positivas y perturbadoras por su alegría, novedad y fragilidad. Esto es lo que buscamos en nuestra comunidad. Nadie puede decir «yo no puedo» hasta que no lo intenta con pasión. Nadie que haya recibido el don y aprenda a desvelarlo puede decir «no» sin haber probado esta locura sin fin, esta aventura que deja con la boca abierta a los que la intentan. Hay que hacerlo.

Todos somos conducidos por Dios hasta las cotas más altas de entrega y santidad. Y lo hacemos dentro de su Iglesia, en comunión con ella y para su servicio santo. Los discípulos aventureros no dejan de vivir a tope y locamente la aventura de la presencia de Dios en sus vidas. Y asientan bien su aventura en la unión íntima y sincera con los últimos. Será en los últimos donde se encarnarán, si fuera preciso, como en el caso de Foucauld, hasta llegar a su muerte violenta. La muerte del hermano universal, junto a la pequeña custodia que le acompañó en sus soledades, se nos devolverá envuelta y revuelta con las arenas del desierto. «El objetivo de cada vida humana debería ser la adoración de la santa hostia». Para el beato Carlos, esta adoración silenciosa tendrá una importancia radical: «Adorar la hostia santa debería ser el centro de la vida de todo hombre». Y la adoración eucarística, que le custodiará hasta la muerte, será testigo de su prolongada y entrañable oración. El aventurero nunca estuvo solo, siempre estuvo habitado y contrastado por la presencia de Cristo. En la custodia estuvo su gran interlocutor y compañero en tantas soledades. Tuvo en Dios el fundamento de su gran y loca aventura de amor. Y así, abrazado a ella, adorándola, poseyéndola, desposeído de todo y de todos, experimentará el culmen de su aventura: «La eucaristía es Dios con nosotros, es Dios en nosotros, es Dios que se da perennemente a nosotros, para amar, adorar, abrazar y poseer».

El aventurero sabe que sus fuerzas son limitadas. Nadie lo sabe mejor que él, que ha arriesgado cientos de veces la propia vida hasta límites increíbles. Nadie como él sabe lo que son las barreras, los obstáculos, las trabas, las limitaciones 7. Por eso se lanza, arrastrado por una fuerza sobrenatural, a la mayor de todas las aventuras. A través de ella pretende acercar a sus hermanos a Jesús. Parte de sus fragilidades, desde ellas afronta semejante empresa.

Esta oración de Foucauld, encontrada entre sus escritos, es una bella expresión de lo que hemos de pedir cada día. Hemos de dirigirnos al Señor desde la naturalidad. Él, que nos conoce a cada uno, nos pide partir de lo que somos sin engaños:

Ámame tal como eres.

Conozco tu miseria,

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