Esta articulación de la ley civil sugiere una defensa de una teoría ética capaz de afirmar el mismo valor tanto para el individuo como para el lugar que ocupa en la sociedad y el mundo. Irigaray (2000) mantiene un delicado equilibrio político entre el establecimiento de límites y las relaciones entre los géneros. En este sentido, es imperativo que la relación entre sujetos autoafirmados a través del lenguaje de la diferencia se establezca en una teoría y se defina simultáneamente en la práctica, dentro de una relación “dialéctica del devenir” que invite a una “conciencia de uno mismo como parte subjetiva y objetiva de la especie humana” (p. 15).
Al afirmar la necesidad de cultivar la ciudadanía entre dos en los planos de la teoría y la práctica, Irigaray (2000) afirma que “el proceso de composición con el otro género” requiere de “diferencia y negatividad”, lo cual obliga al discurso a adoptar y mantener el “proceso dialéctico y el grado de atención que es indispensable para que surja la dualidad dentro del respeto a la diferencia” (p. 17). Dada la demanda de una ley cívica capaz de proporcionar un espacio vinculante para la interacción entre sujetos, una formación transnacional y transcultural en ciudadanía es la primera y más esencial etapa para el desarrollo de una democracia entre dos. El llamado de esa filósofa a una redefinición de los derechos civiles basada en un lenguaje de la diferencia se convierte en el aspecto esencial y predominante del proceso para encontrar y construir un espacio entre dos.
La noción de entre es ahora el espacio y el lugar donde la dimensión civil de la mujer, a través del establecimiento de una ley civil, es reconocida como un derecho y aceptada como una responsabilidad. La meta de Irigaray (2000) de construir una dimensión civil está motivada en parte por la necesidad de enfrentar el “falso dilema” en el que ha caído el feminismo: “Sí, nosotras [las mujeres] estábamos allí [en el movimiento] en nombre de nuestro cuerpo femenino o como un resultado de un condicionamiento social” (p. 30). Lo más importante aquí es que el objetivo del discurso de Irigaray es reivindicar el impulso de un acontecimiento histórico en medio de un nuevo desafío político: la formación de la Comunidad Europea.
Independientemente del dilema, es comprensible que la autora se preocupe ante la visión de un movimiento político que aún no ha llegado al punto en que las mujeres y los hombres puedan coexistir democráticamente como individuos soberanos capaces de una madurez civil. Y esta falta de madurez es el resultado de aceptar como posibilidades viables la neutralidad de la sociedad entre los individuos y la idea de una comunidad asexual. Las mujeres aún no han obtenido los derechos políticos que les obligan a reclamar la propiedad de sus cuerpos, un lenguaje —el de la diferencia— que habla por y para la masa de mujeres, ni un espacio público democrático donde la mujer pueda configurar su identidad, ni una identidad femenina basada en la diferencia
Para Irigaray (2000), la madurez civil depende de alcanzar la realización del derecho a ser mujer. El derecho a representarse a sí mismas es el primer paso hacia la construcción de una dimensión civil para ellas. En suma, lograr un sistema de representaciones donde las mujeres ya no se ven forzadas a un “descondicionamiento que las despoja (mujeres) de su identidad femenina para alcanzar un estado no-diferenciado de una universalidad para ser compartida en un mundo masculino o neutral” (p. 37), manteniendo los límites y el espacio compartido que separa y unifica las diferencias sexuales entre mujeres y hombres. La diferencia sexual debe ser el “derecho a ser diferente”, ya que exige compartir la responsabilidad política en la medida en que el fundamento de la democracia requiere de dos identidades diferentes:
El derecho que debe establecerse o restablecerse como primera condición de un régimen democrático es el derecho a existir o ser uno mismo con soberanía. Tal derecho es, hasta ahora, inexistente para las mujeres, que, en el mejor de los casos, pueden presentarse como neutrales o asimilables a los hombres, como naturaleza reproductiva o como mano de obra productiva, en una comunidad donde, como mujeres, pasan desapercibidas. (p. 38)
Aunque el feminismo como movimiento cívico exigía confiar derechos y responsabilidades a todos los individuos en todos los aspectos del espacio democrático público, para así garantizar la posibilidad del derecho a la madurez civil, los derechos que las mujeres han ganado siguen atrapados dentro de los límites de un permiso otorgado por el pensamiento masculino y patriarcal. De acuerdo con la filósofa, la libertad de elección con respecto al cuerpo de las mujeres ha requerido la aprobación de una cultura que no las reconoce.
Entonces, ¿dónde comienza la democracia entre dos? No en igualdad de oportunidades, ya que esto se ha ofrecido, pero no se ha realizado. Según Irigaray (2000), la igualdad de oportunidades debe evocar un derecho a ser “idéntico para las mujeres y los hombres” (p. 144). El marco para la creación de la democracia ya no puede poner en mayor oposición el interés individual y la sociedad como un todo de reglas establecidas en un modelo económico que exige adaptación a la sociedad, en lugar del reconocimiento por parte de esta. No se puede simplemente tolerar que “un cierto número de mujeres ingresen al mundo de la producción tal como lo definen los hombres” (p. 147). Esta falta de reconocimiento se ejemplifica por la ausencia de objetivos y condiciones de trabajo adecuados para las mujeres.
Para la autora, la sociedad debería abrir nuevos espacios adecuados a los deseos, elecciones y posibilidades de las mujeres, que conduzcan a la revalorización económica y cultural de las profesiones masculina y femenina. Situado en el núcleo de esta contribución de Irigaray a la revalorización de la ubicación política, cultural y social de las mujeres, así como en el lenguaje de la diferencia, está el mandato que requiere que las mujeres solo puedan avanzar en la consecución de la madurez civil después de adquirir identidad femenina. Irigaray claramente no está comprometida con la igualdad perfecta en una democracia que comienza entre dos, pero argumenta que la situación actual es ineficiente, insuficiente e improductiva, y, en consecuencia, debería cambiar. La transformación comienza con un enfoque pedagógico: la educación en la diferencia, conducente a una afirmación del género a través del proceso político de ser sujeto acompañado del derecho a la diferencia.
La diferencia sexual otorga a mujeres y hombres la oportunidad de construir su subjetividad dentro de sus cualidades específicas y distintas. Además, un cambio en la perspectiva política y económica, a través del desarrollo de una educación civil, llevará al respeto de las mujeres como ciudadanas maduras y al enriquecimiento de la comunidad, con los valores que se necesitan para transcender hacia la igualdad y enunciarnos desde la diferencia.
Referencias
Arendt, H. (2007). ¿Qué es la política? Barcelona: Paidós.
Aristóteles (2007). Política. Madrid: Alianza.
Butler, J. (2004). Lenguaje, poder e identidad. Madrid: Síntesis.
Connor, S. (Ed.) (2004). The Cambridge Companion to Postmodernism. Cambridge: Cambridge University Press.
Frege, G. (1973). Sobre sentido y referencia. En Estudios sobre semántica (pp. 74-87). Barcelona: Ariel.
Irigaray, L. (1992). Yo, tú, nosotras. Madrid: Cátedra Feminismos.
Irigaray, L. (1993a). An Ethics of sexual difference. Ithaca: Cornell University Press.
Irigaray, L. (1993b). Sexes and genealogies. Nueva York: Columbia University Press.
Irigaray, L. (2000). Democracy begins between two. Nueva York: Bloomsbury Academic.
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