§ VII.
A principios del siglo XX, Franz Kafka propuso una elíptica definición de Homo como aquel que no puede vivir sin depositar su confianza en “lo indestructible (das Unzerstörbare)” (Kafka, 2006: 50). Los más refinados exégetas han identificado este concepto con alguna forma de lo divino que no se corresponde ni con lo teológico ni con lo agnóstico (Hoffmann, 1975). Querríamos postular que, en el lenguaje de Kafka, lo indestructible es una de las declinaciones de lo Invisible. Admitida esta posibilidad, lo propio debe hacerse con su corolario: habiéndose liquidado el acceso a lo indestructible o habiéndose destruido para los seres vivientes su tacto de lo Invisible, Homo ha fenecido junto con su más inaprehensible rasgo definitorio y, por tanto, ha cedido su lugar histórico a los Póstumos.
En cierta forma ya lo había entrevisto, con gávilos proféticos, Heinrich Heine cuando versificó su duda sobre si el mundo debía ser considerado un “hospital (Krankenhaus)” o “un manicomio (Tollhaus)” (Heine, 2009: 534). El crepúsculo de los dioses no es más que la enunciación, en forma de mitologema, de la obliteración de lo Invisible que tornó posible el epinicio de los Póstumos. Sobre las sociedades modernas, se ha podido considerar que en ellas, gracias a la primacía del individualismo económico, las relaciones entre los hombres se hallan subordinadas, por principio, a las relaciones entre los hombres y las cosas. De este modo, el homo aequalis, indistinguiendo hecho y derecho, justicia y tiranía, público y privado, coadyuva al advenimiento de una nueva barbarie (Dumont, vol. I, 1977: 23).
Con todo, el diagnóstico de Louis Dumont yerra en un punto capital: la nueva barbarie no es la albaquía última de la ideología moderna sino, al contrario, el sello distintivo de su colapso contemporáneo. El nuevo orden mundial en curso ya desconoce la figura misma del homo aequalis (aun si, en ciertas esferas, conserva vestigios de los antiguos semblantes), encarnación caduca del ya extinto Homo cuyo reino ha sido suplantado por el de los Póstumos donde, en efecto, todo ser viviente, sin excepción, es ontológicamente una cosa que puede y debe colocarse en un sistema de relaciones desprovisto de cualquier implicación subjetiva. De esta forma, no sorprende que el realismo, en sus diversas variantes metafísico-políticas, pueda ser reivindicado como la vanguardia filosófica más propia del ciclo de los Póstumos. En congruencia, si para Rudolf Otto el fenómeno de lo divino (que en su caso deja manifiesta una identificación velada con formas diversas de la teología política) se presenta bajo los aspectos del “mysterium”, lo “tremendum”, la “majestas”, lo “augustum”, lo “energicum” y lo “fascinans” (Otto, 2004: 54), cabe reconocer entonces la evidencia de que estos nombres ya no poseen ninguna pregnancia política. La completa forclusión de los Póstumos respecto del reino de lo Invisible (que bajo ninguna circunstancia debe identificarse únicamente con lo que otrora se denominaba lo divino en su más amplia acepción) señala no ya la emergencia de una nueva política sino más bien un cambio civilizacional irreversible donde lo político es sólo el último resto arqueológico, ya en franca retirada, del postrero mundo de Homo.
§ VIII.
Pasados los eones, en el tiempo del ocaso de Homo, al despuntar el alba aterida de los Póstumos, la filosofía, exangüe, declaraba que “no existe ninguna razón para suponer que ya sea la mente ya sea la materia puedan ser inmortales” (Russell, 1935: 229). La condición de posibilidad de semejante enunciado se ha tornado eficiente precisamente por el hecho de que, en el presente, el Inframundo coincide con la totalidad del orbe habitado: el reino ctónico ha ascendido a la superficie del globo y se ha erigido en la atmósfera existencial que une todo cuanto se sostiene en el Ser. Lejos de constituir un equilibrio con el mundo otrora denominado espiritual, la “era de la igualación (Weltalter des Ausgleichs)” (Scheler, 1976: 145-170) ha traído consigo la completa supresión de lo inmaterial.
Frente a la potencia devoradora del nihil a la que los Póstumos rinden incesante culto, la filosofía debe recobrar la memoria espectral de la escisión primigenia y volver a interrogarse, con el vesánico coraje que le dio nacimiento, por fuera de cualquier dogmatismo teológico o ilusión mesiánica, acerca del enigma conocido como inmortalidad.
Sinuosidades de la Ultra-Historia
§ IX.
Sicilia, durante el decimoquinto año del imperio de Galieno
Porfirio refiere que su maestro Plotino finalmente le envía otro de esos tan ansiados escritos: esta vez, su tratado sobre el Amor (Enéada III, 5). A pesar de las finas articulaciones argumentales de Plotino, le resulta imposible al maestro filósofo ocultar lo decepcionante del cuadro general. Es innegable: el Amor difusivo del Uno permite el sutil desenvolvimiento de la totalidad del sistema hipostásico. En cierta forma, el Cosmos descansa en los efluvios del Amor. No obstante, en los márgenes de la belleza impertérrita de los cielos, deambula Eros, hijo de Poros y Penía, un daímon mixto que atiza en Homo nada menos que el deseo. Que el nombre prohibido, deseo, deba ser pronunciado ya es un síntoma del ineluctable ocaso de la metafísica que advendrá con el correr de los siglos. Su existencia marca la imposibilidad de eliminar la harmartía, el acto torpe, el yerro en el Ser (Plotino, Enéadas, III, 5, 1, 10-15). Conviene entonces, propondrá Plotino, redirigir el deseo hacia el objeto conocido como Bien, vale decir, despojarlo de cualquier interés erótico y mostrarle a los amantes la vía del Amor por los incorporales (Enéadas, I, 3, 2, 5-10) mediante una gimnástica de la virtud y, de ser posible, una atlética de la castidad. Ese desesperado optimismo impregna la magna obra de Plotino y a su causa su vida entera entregó.
§ X.
Alejandría, en algún momento del siglo IV y, después, al despuntar el siglo V
Hipatia, hija de Teón el geómetra, impartía sus clases con el acervo neoplatónico pitagorizante que la caracterizaba como una de las filósofas más importantes de todos los tiempos. La autosuficiencia no le era ajena. Empero, un día se vería sorprendida cuando uno de sus discípulos le declaró un amor incurable hacia ella. El impacto no tardó en dar lugar al proceder acerbo y, según refiere el léxico Suida, le mostró al joven, sin la pudicia que tanto pregonaba Plotino, sus propias telas menstruales femeninas (tôn gynaikeíon rakôn) señalándole que nada bello se podía encontrar en ellas. No se refería Hipatia a una ninguna condición inferior de la mujer sino, con toda probabilidad, a la imperfección de la materia. Aun así, la respuesta de la filósofa al gesto de su discípulo hizo tambalear, así sólo haya sido durante un instante no por ello menos decisivo, el edificio entero de la metafísica. Hipatia, al colocar en el primer plano de la paideia la menstruación femenina, le dio ciudadanía filosófica definitiva a la diferencia sexual. Probablemente haya intuido que la diferencia sexual ponía en entredicho al Uno y que los cuerpos mostraban la disyunción en el Ser. La diferencia sexual ponía en cuestión, a priori, cualquier futura diferencia ontológica que buscase la sutura de la armonía cósmica del retorno al Principio. Nada más sabemos de ese momento de súbito fervor y perplejidad de Hipatia y a lo que podría haber conducido si acaso hubiera querido la filósofa reflexionar detenidamente sobre su propio proceder. Los cristianos seguidores de Cirilo, arzobispo de Alejandría celoso del saber y la influencia política de Hipatia, la torturaron, la desmembraron y la quemaron en el lugar conocido como Cinaron (Sócrates Escolástico, Historia eclesiástica, VII, 15).
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