Abel Gustavo Maciel - Gaviotas a lo lejos

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A finales de los años setenta, en Costa Paraíso —un pequeño país caribeño sumido en la pobreza— La Fuerza Gregoriana, un grupo de insurgentes, logra derrocar al gobierno corrupto del doctor Hilario Fonseca, pero los nuevos mandatarios no tardan en instalar un régimen totalitario que traiciona sus principios fundacionales. La violencia, las torturas clandestinas y la injusticia social reinan en las ciudades. Entre tanto, en las zonas rurales,
un movimiento guerrillero comienza a ejercer la resistencia. Esta es la historia de don Pablo Gutiérrez —conocido como «el poeta del Caribe» – quien, sin pretenderlo, se convierte en líder espiritual de la revolución. El joven escritor deberá enfrentarse con sus torturadores, con los fantasmas del pasado y sus amores perdidos, intentando descubrir el origen del odio entre hermanos, un estigma que impide a los pueblos latinoamericanos consumar sus libertades. La belleza y las escenas descarnadas compiten en esta obra de singular estética.

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El guerrillero de baja estatura parado a la derecha de la mujer había demostrado gran sadismo al aplicarle técnicas no convencionales de tortura. Parecía disfrutar a pleno su trabajo. Albert era resistente. Su pasado militar le permitía afrontar los malos tratos con cierta dignidad. En esos momentos presentaba la cara magullada y el traje blanco manchado de sangre. Sus gafas, redondas y de una buena cantidad de dioptrías, tenían el armazón doblado y uno de los vidrios quebrado. A veces las retiraban antes de proceder con las acciones.

El agregado cultural abrió la boca. Mostraba dos dientes faltantes, los labios hinchados y tumefactos.

—Señora… —habló con voz débil—. Por favor. Necesito beber agua…

Jean Paul caminó un par de pasos y le asestó un golpe en el rostro. El hombre cayó pesadamente hacia atrás. Luego, arrastrándose a duras penas en el colchón que también mostraba rastros de sangre, se volvió a sentar.

—No hables en presencia de La Patro, rata inmunda —dijo Jean Paul, masticando las palabras con odio.

—Necesitamos conocer sus contactos —habló Juanita con autoridad—. Si no confiesa, lo torturaremos hasta morir.

—¿Mis contactos?… Soy un funcionario de la embajada. Yo no…

El guerrillero esta vez utilizó su pierna derecha. Asestó una violenta patada sobre el prisionero. El rostro de Albert comenzó a sangrar profusamente. Otro diente saltó de su boca para caer a un costado, envuelto en un escupitajo de tonalidades rojizas.

—Sabemos que trabaja clandestinamente con el gobierno de Fulgencio —volvió a hablar Juanita. El rostro de la líder se veía serio, imperturbable, sádico.

—Mire, señora… —la voz de Albert se escuchaba débil—. Yo no sé de lo que usted habla…

Jean Paul se apropió de una bolsa de plástico que colgaba de un perchero adosado a la pared. Con movimientos bruscos enderezó el torso del prisionero y le colocó la bolsa en la cabeza. Asiendo el extremo de la capucha por detrás lo ajustó con sus manos para ceñirlo fuertemente. Albert comenzó a contornearse debido a la sensación de ahogo. Su rostro, deformado por la opacidad del plástico, se veía desesperado: los ojos extremadamente abiertos, la boca realizando movimientos compulsivos en la búsqueda de aire, las mejillas y nariz pegadas a la bolsa, palpitando con el intento respiratorio.

—Hijo de puta… —le decía Jean Paul hablándole al oído—. Vas a responderle a La Patro…

Cuando el hombre daba señales de sufrir un desmayo, Juanita hizo un gesto al subalterno. El guerrillero aflojó la presión sobre la capucha y volvió a patearlo. Albert cayó de espaldas y comenzó a luchar contra la bolsa. No le resultaba fácil la maniobra. El plástico se había adherido a su cabeza. El americano tosía con vehemencia y movía la corpulenta figura de un lado al otro. Finalmente, el colapso sobrevino. Detuvo sus convulsiones espasmódicas hasta yacer con los ojos cerrados.

Jean Paul le quitó la bolsa de un tirón. Juanita miró de soslayo a Alfonso, quien permaneció durante todo el incidente a un paso detrás de la jefa.

—Revísalo —ordenó ella.

Alfonso se inclinó sobre el cuerpo del agregado cultural. Posó dos dedos sobre el cuello del hombre y al cabo de unos segundos volvió a erguirse.

—Está vivo —dijo lacónicamente—. Sólo es un desmayo.

—Muy bien. Jean Paul, despiértalo.

El aludido tomó un balde con agua ubicado debajo de la mesa. Arrojó el contenido sobre la cabeza del prisionero. Albert abrió los ojos lentamente. Su rostro evidenciaba el peor de los pánicos. El torturador lo obligó a sentarse, apoyándole la espalda contra la pared húmeda. Lo pateó un par de veces en las piernas.

—¡Vamos, rata, despierta!…

El hombre abrió los ojos. Con ambas manos se tomaba el cuello, compulsivamente. La sensación de ahogo aún dejaba registro en su garganta.

—Esto es simple, señor Smith —volvió a hablar Juanita—. Nos dice los nombres de sus contactos con el gobierno y le aseguro que en veinticuatro horas regresa al hogar con su querida familia. Imagínese la preocupación de su esposa sin saber quién ha de pagar la tarjeta de crédito este mes o la de su hija, que ya no cuenta con el dinero para comprar droga en los suburbios de San Andrés. O Rosaura, su pobre amante, la cantante de cabaret, esperándolo como lo hace todos los viernes a la noche en el Macondo para luego dirigirse a la casa que usted mismo le ha comprado en la ciudad. No queremos que se pierda la dulce vida que nuestro gobierno corrupto le ofrece en Costa Paraíso. Hable, señor Smith, y evitemos este pequeño inconveniente.

Albert se removió intranquilo en su precaria postura. Un hilo de sangre cayó de sus labios deslizándose por el mentón hasta gotear rumbo al piso. La vista se le comenzaba a nublar. Habló con voz débil, quejosa, suplicante:

—Señora… Yo… no sé nada…

El puño de Jean Paul se estrelló repetidas veces sobre su rostro, que ya comenzaba a parecer una masa sanguinolenta. El interrogatorio se prolongó quince minutos más. Con las facciones deformadas y otros dos dientes en el piso, Albert volvió a desmayarse luego de una nueva imposición de bolsa.

—No hablará —sentenció Juanita, encogiéndose de hombros.

Giró la cabeza hasta mirar a Alfonso, quien había mantenido silencio durante la sesión.

—Es por esta circunstancia que te mandé a buscar.

—Patro —comenzó a decir el guerrillero intentando ser cuidadoso con las palabras—. Usted sabe, yo no soy muy bueno para la tortura. Tal vez Jean Paul pueda…

—No seas tonto —respondió Juanita haciendo un gesto divertido—. No es eso lo que necesito de ti. Cuando despunte el alba quiero que lo lleves al campamento del Chato. Él sabrá qué hacer con este hijo de puta.

—¿Las tierras del Chato? Pero, Patro, debemos cruzar el lodazal. Allí, las tropas de Cabral son fuertes.

Juanita endureció la mirada. Sabía que la misión encomendada a su actual compañero de lecho tenía sus riesgos, pero no podía darse el lujo de mostrar fisuras en sus decisiones.

—Sabrás resolver el problema.

Luego observó al prisionero que yacía despatarrado en el piso, en medio de un charco de sangre.

—Si la rata intenta escapar, no dudes en degollarlo —sentenció—. Al Chato no le va a gustar eso, pero nadie se le escapa a La Patro y sigue con vida. Te llevarás a Mandinga. No habla mucho. Será una buena compañía.

Alfonso asintió en silencio con movimientos sumisos de cabeza. Sabía el significado de la última frase. La Patro ponía en juego la carta de su sicario personal. Si algo fallaba en la misión, Mandinga se encargaría de asesinar al prisionero y también a él mismo. Nunca dejaba cabos sueltos. Era su especialidad.

La voz de Juanita se suavizó de repente. Ella conocía el tenor de las instrucciones impartidas a su protegido, pero no tenía otra salida más que realizar aquel movimiento. El Chato esperaba el recado. Era poderoso en su territorio y no podía fallarle.

—Ahora vamos a mi carpa —dijo en tono conciliador—. Todavía faltan unas horas para el amanecer…

Alfonso suspiró por lo bajo. Por lo menos, si ésa era la última misión que le tocaba cubrir, aquella noche disfrutaría el cuerpo deseado de Juanita. Sabía que, dadas las circunstancias, ella se mostraría solícita.

12

Enero de 1965, mansión de don Amílcar bravo en Santa Elisa.

Pablo se sintió desbordado por la situación. El bosquecito ofrecía lugares reparadores para las parejas que incursionaban por sus dominios. A pesar de no ser posible la visión directa, dificultada por la espesura de la vegetación, los murmullos y suspiros reprimidos flotaban en el ambiente conformando una atmósfera libidinosa. Esta circunstancia excitaba los sentidos de los concurrentes.

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