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Juanita regresó del viaje impuesto por el espejo. Era cierto. A sus años todavía mantenía una estampa apetecible para los hombres. Sin embargo, la experiencia vivida aquella noche en el ranchito treinta años atrás dejó sus huellas en el espíritu de la combativa mujer. Por una parte, su personalidad se endureció lo suficiente como para transformarse en líder de la guerrilla campesina alzada en armas contra el gobierno gregoriano encabezado por el general Atilio Fulgencio.
Emergió la figura de La Patro, respetada por todos los habitantes de los territorios aledaños a la capital, incluyendo a los propios soldados del coronel Mauricio Cabral. El hombre no cejaba en realizar sus persecuciones por la campiña de San Andrés. Ellos le temían cual si se tratase de un fantasma proveniente del mismo infierno.
Se urdían historias increíbles sobre el accionar de La Patro y su crueldad al tiempo de combatir a los seguidores del gobierno. Con el paso de los años se transformó en el enemigo público número uno del régimen.
Otra cuestión fue su vida sentimental. Masacrada su familia aquella noche, se estableció un muro impenetrable alrededor de su corazón. Apaciguaba el deseo sexual esporádicamente acostándose con alguno de sus subalternos. Ellos realizaban estas acciones como si se tratara de una obediencia debida de estricto corte militar. En la refriega no se atrevían siquiera a mirarla a los ojos. Terminaban el servicio y se marchaban sin decir palabras, con el torso encorvado y el rostro serio.
Juanita los escogía según la valentía demostrada en las batallas o, simplemente, por propio capricho. De esta forma, apaciguaba el deseo natural de la tropa dados los meses de permanencia en la selva. A la vez, instalaba una especie de premio mayor para mantener en alza sus espíritus combativos. Por supuesto, la situación había cambiado con el arribo al campamento de don Pablo Gutiérrez. Las acciones de su liberación de la prisión de Alcázar, un caserío militarizado por las fuerzas regulares, se convirtieron en emblema de la lucha. El escritor era personaje famoso entre los intelectuales de Costa Paraíso y los países latinos aledaños. Algunos de sus libros daban vuelta por Francia e Inglaterra. Lentamente comenzaba a construirse una leyenda a su alrededor. El poeta caribeño se transformó entonces en “el poeta del pueblo”, tal como lo había sido Antonio Machado en Andalucía.
Al principio el hombre le pareció a Juanita un tanto afeminado. Ella estaba acostumbrada al campesino de la selva, a sus modales groseros y densos olores. Al cabo de un par de semanas terminó plenamente enamorada. Lo veía escribir frenéticamente en el campamento. Permanecía gran parte del día sentado en el tronco que los propios insurrectos cortaban y preparaban para ofrecérselo a “don Pablo”, a quien reverenciaban.
El muro construido alrededor de su corazón esa noche en el ranchito de Pedro, cayó estrepitosamente ante el firme sentimiento que la invadió al compartir su lecho con el poeta.
—Patro… —la voz en la entrada de la carpa se mostró dubitativa. Nunca se sabía el humor que la líder podía mostrar—. Ha llegado Alfonso. Usted me dijo que…
—Está bien —respondió la mujer con sesgo autoritario.
El recuerdo de don Pablo precipitaba el deseo de escapar de tantas privaciones, tanta lucha y tanta sangre. Salió de la carpa irguiendo su figura. Era más alta que el resto de los combatientes. Ellos no se atrevían a sostenerle la mirada. Tampoco lo hizo Jean Paul, quien permanecía parado en actitud sumisa y esperando instrucciones.
El hombre era delgado y de baja estatura. Respondía al patrón genético del campesinado del norte. En una reunión social podría pasar por mendigo, o a lo sumo como miembro de la servidumbre. Sin embargo, aquel guerrillero era el más sanguinario dentro del pequeño ejército que respondía a Juanita. Junto a Mandinga, su hermano menor impostado por la propia líder, se había convertido en experto torturador y verdugo de los prisioneros que solían secuestrar en las refriegas.
A Jean Paul en particular le gustaba cortar cabezas. Disfrutaba morbosamente al desgarrar aquellos cuellos con su cuchillo de doble filo, famoso en toda la comarca. Mandinga, de porte lugareño, delgado como su hermano pero de movimientos atléticos y felinos, era persona de pocas palabras. A pesar de los años, la piel en su rostro no se arrugaba. Pronunciaba tan sólo monosílabos. Juanita lo había escogido como su sicario personal. Lo consideraba un hijo y por ello le encomendaba las misiones especiales. Era su brazo ejecutor a la distancia.
—¿Dónde está? —preguntó ella secamente.
—Espera en la entrada de la celda, jefa. Usted me pidió que lo llevara allí.
—Muy bien. Vamos.
Caminaron alejándose de la luz mortecina que alumbraba la entrada de la carpa de Juanita. Se perdieron en la noche selvática. La luna y las estrellas eran suficiente candela para quien conocía palmo a palmo el territorio.
La Patro llevaba el arma pendiendo de la cintura. Se trataba de un revólver de grosera munición. También portaba una cuchilla de grandes proporciones, con ella había decapitado a varios de sus enemigos. Uno de ellos fue el general Ildefonso, hermanastro del Presidente, encargado en su tiempo de comandar la lucha frente a los “contras” en la jungla montañosa. Eso le valió el título de enemigo público número uno.
Veinte minutos después arribaron a la precaria construcción de la cárcel del campamento. Debido a su vida nómade, realizaban las viviendas rurales con troncos del lugar. Aquellos hombres eran expertos en las faenas campestres, criados en los obrajes tabacaleros y hábiles para la manipulación de todo elemento cortante. Un centinela cuidaba la puerta de entrada. Alfonso se encontraba parado a su lado, fumando uno de los habituales habanos del norte. Ambos endurecieron la postura en presencia de La Patro.
—Te dije que nada de cigarros en el campamento —recriminó Juanita con dura voz.
Alfonso apagó la punta del habano y lo guardó en un bolsillo del pantalón.
—Disculpe, señora. Es que… tanta soledad…
—Ahora nos vamos a poner sentimentales, ¿eh?
La mujer suavizó su expresión. Comprendía lo que el subalterno intentaba decir. A ella le pasaba lo mismo cuando contemplaba en la intimidad la foto de don Pablo, única reliquia que le había quedado luego de su partida al exilio en París.
—¿Sabes por qué estás acá? —preguntó, mirándolo a los ojos. Ella lo consideraba el más inteligente del grupo. Por eso lo había elegido compañero de lecho.
—No —respondió Alfonso, intentando ser cauto en el tono de la voz. Una negativa delante de La Patro podía traer severas consecuencias.
Juanita dirigió un vistazo al centinela en tanto le decía:
—Abre la puerta y permanece alerta. No quiero escaramuzas con este hijo de puta.
El guardia obedeció la orden. Luego cargó con una bala la recámara de su fusil y mantuvo el cañón en posición horizontal. La líder hizo un gesto a los hombres e ingresó a la prisión, seguida de Jean Paul y Alfonso. El centinela se mantuvo franqueando la entrada en posición amenazante.
La luz en el interior del precario recinto era escueta. La generaba una lámpara de aceite que ardía tenuemente apoyada en una mesita de madera. El prisionero se hallaba tirado sobre un colchón carcomido por las polillas y los jejenes.
El doctor Albert Smith era persona de unos sesenta años, corpulento y de largos brazos. Su procedencia norteamericana resultaba evidente dado el color del cabello, rubio y ensortijado, y la tez rosada de sus facciones. Los ojos celestes y los labios delgados completaban el panorama.
Al observar a sus captores ingresando en el pequeño recinto, supo que algo no estaba bien. Hacía cinco días que lo habían secuestrado de su domicilio en San Andrés. Vivía en uno de los barrios ocupados por funcionarios públicos y empresarios extranjeros que colaboraban con el régimen. Su condición de agregado cultural de la Embajada de los Estados Unidos no lo beneficiaba en esos momentos. Sabía que aquella célula subversiva sospechaba de su trabajo clandestino en conjunto con la fuerza gregoriana. El imperio del norte fustigaba públicamente al régimen instalado en Costa Paraíso, pero en las sombras establecía una red de negocios con sus autoridades. Albert era valioso manipulando información militar por detrás de sus funciones diplomáticas. Todavía no tenía en claro el objetivo de su secuestro. Tal vez fuera el pedido de rescate o la obtención de información clasificada. Hasta ese momento lo habían torturado sin finalidad alguna.
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