Abel Gustavo Maciel - Gaviotas a lo lejos

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A finales de los años setenta, en Costa Paraíso —un pequeño país caribeño sumido en la pobreza— La Fuerza Gregoriana, un grupo de insurgentes, logra derrocar al gobierno corrupto del doctor Hilario Fonseca, pero los nuevos mandatarios no tardan en instalar un régimen totalitario que traiciona sus principios fundacionales. La violencia, las torturas clandestinas y la injusticia social reinan en las ciudades. Entre tanto, en las zonas rurales,
un movimiento guerrillero comienza a ejercer la resistencia. Esta es la historia de don Pablo Gutiérrez —conocido como «el poeta del Caribe» – quien, sin pretenderlo, se convierte en líder espiritual de la revolución. El joven escritor deberá enfrentarse con sus torturadores, con los fantasmas del pasado y sus amores perdidos, intentando descubrir el origen del odio entre hermanos, un estigma que impide a los pueblos latinoamericanos consumar sus libertades. La belleza y las escenas descarnadas compiten en esta obra de singular estética.

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Lino Bardot era hombre de unos cincuenta años bastante mal llevados debido a su afición por el juego, la noche y las mujeres de honorarios baratos. Como todo buen escritor que se precie de serlo, también reclamaba el alcohol un importante lugar entre sus vicios, pero en estas lides no admitía brebajes de bajo costo.

—Una cosa es el “amigo” y otra el hígado —solía decir entre confidentes, cuando movilizaba el primer trago rumbo a su boca decidido a emborracharse.

Sus compañeros de andanzas, todos ellos de vida disipada y aceptable poder adquisitivo, le tenían gran cariño. Sabían de su noble corazón y la decisión impuesta en la vida de recorrer cuanto sendero se le abriera por delante.

Burdeos, su terruño natal, había quedado lejos en el recuerdo. El único bien económico que tenía a su nombre era un departamento de dos ambientes en París, a unos quinientos metros de la torre Eiffel, asentado en un viejo edificio de dudosa reputación. Solía enclaustrarse en él luego de sus investigaciones por el mundo, decidido a redactar las notas editoriales que vendería a buen precio o sumergirse en el último libro que su editor bregaba por conseguir.

A pesar del excelente ingreso económico que su oficio de investigador le proporcionaba, Lino seguía aferrado a la bohemia descubierta en la juventud: viejos amigos de juerga, algunas novias de ocasión, un buen whisky de malta escocesa y los viernes póker hasta despuntar el alba. Alguna vez estuvo casado, pero no tenía mayor interés en hablar de eso.

Los dos hombres impostaban la situación de platicar entre ellos parados en un rincón del hall, sin embargo, el escritor conocía sus intenciones.

“El muchacho me lo advirtió. Dijo que tuviera cuidado, que me seguirían”, pensó con alguna molestia. ¿Cómo se llamaba su contacto? A veces se le escapaba el nombre, o mejor dicho, su apodo. Tal vez el chico también deseaba ocultar su identidad. Después de todo, él vivía bajo ese régimen todos los días. Debía ser un espíritu valiente para estar haciendo lo que hacía. Charito. Eso era. Charito. Así se hacía llamar.

Intentando demostrar total indiferencia, se dirigió fuera del hall principal para abordar un auto de alquiler. Una vez en la ruta pudo percibir que otro vehículo marchaba detrás del suyo manteniendo una distancia prudente. La figura difusa de los dos hombres en el asiento trasero no resultaba fácil de percibir.

Las sombras comenzaban a caer sobre el descampado que separaba los veinte kilómetros del aeropuerto con la ciudad capital. San Andrés, como todos los pueblos de los pequeños países caribeños, estaba rodeado por un cordón de pobreza que servía de muralla cultural para el predicamento de sus líderes sociales.

—¿Recién llegado, don? —preguntó el conductor del automóvil.

Era hombre de unos cuarenta años, piel cetrina, cabellos oscuros y enrulados a pesar del corte severo al que lo sometía. Usaba anteojos negros que ocultaban sus ojos y mejoraban la importancia de su rostro.

—Así es. ¿Puedo fumar? —preguntó Lino con total desenfado.

El chofer sonrió.

—Por supuesto, don. Éste es un país libre.

—¿Quiere uno? —ofreció el francés hablando un castellano bastante pasable y extendió la mano invitando un cigarrillo que sobresalía de la marquilla.

El conductor acentuó la sonrisa y tomó el cigarro con gesto rápido. Lo prendió con el encendedor del vehículo.

—Gracias, don. Aquí no se consiguen estas marcas europeas. ¿Es su primera visita a San Andrés?

—De hecho, sí. Me quedaré unos días. Tal vez una semana.

—Mire, señor. No sé a qué se dedica usted, pero fíjese por el espejo que ya lo están siguiendo esos tipos.

—Sí, descuide. Me percaté del detalle.

—No se preocupe demasiado por estas persecuciones. A la gente del gobierno no le gustan los extranjeros. Y mucho menos aquellos que viajan solos. En fin… Estas personas también tienen que trabajar, ¿no le parece?

—Por supuesto. Debe haber muchos como ellos dando vueltas por ahí, ¿no es así?

El chofer disfrutaba del tabaco exhalando volutas de humo en dirección a la ventanilla. Mantenía el vidrio abierto hasta la mitad. La velocidad que desarrollaban en la ruta, prácticamente deshabitada a esas horas, era tranquila. El otro automóvil se desplazaba a unos cien metros detrás, sin dar muestras de querer sobrepasarlos.

—El estado tiene muchos empleados, don. Nosotros los llamamos “los ñoquis”. A ellos no les agrada este apodo. Yo tengo a mi cuñado que trabaja para la guardia civil de don Atilio Fulgencio. Le pagan bien. A veces debe realizar procedimientos nocturnos. Como ya le habrán dicho, en la selva, los guerrilleros se hicieron fuertes en los últimos treinta años. La Patro tiene muchos admiradores, pero el coronel Mauricio Cabral le sigue los pasos de cerca. Ella es idolatrada por los campesinos. Pobre Juana. Un día de estos la van a matar.

—¿Y en la ciudad? ¿También se infiltraron los insurrectos? En Europa se habla mucho de esto…

—Oh, no, no. San Andrés sigue siendo pueblo leal a la Fuerza Gregoriana, pero usted sabe cómo son estas cosas. Hay espías del gobierno por todos lados. Mire, ya estamos llegando a la capital, ¿quiere que los pierda?

A Lino le resultó divertida la sugerencia. Un poco de adrenalina no vendría mal. En verdad, no se había hecho grandes ilusiones de correr aventuras interesantes en Costa Paraíso.

—Y Bueno, veamos, compadre, qué tal maneja.

—¡Pues yo soy el mejor, don! —exclamó el hombre arrojando la colilla de cigarrillos por la ventanilla.

El lugareño decía la verdad. Una vez ingresados en la densidad urbana, aceleraron la marcha y realizaron unas cuantas fintas en esquinas oscuras. Al cabo de cinco minutos, el vehículo escolta había desaparecido del espejo retrovisor.

—Ahora dígame adónde lo llevo.

—Al Hotel Mansilla, por favor.

El hombre hizo un gesto contrariado.

—Como usted diga.

Una vez llegado a destino, Lino le entregó un billete de grueso calibre y el atado completo de cigarrillos.

—Quédese con el vuelto. Vale la pena una buena aventura para comenzar a conocer el país.

—Gracias, don. Usted tiene pinta de escritor, ¿eh? Periodista o algo por el estilo. Mi nombre es Carlos. Acuérdese de mí en sus escritos. Ahora bien… —su rostro se ensombreció un tanto. Bajó la voz para continuar—, tenga cuidado en el lugar, señor. Dicen que en este hotel paran maleantes y algunos enemigos del régimen. Es un territorio peligroso.

—Tomaré en cuenta la sugerencia. Gracias, amigo.

Cinco minutos después, Lino Bardot dejaba caer su cuerpo en la cama de una plaza del cuarto que el propio Charito había reservado.

El Hotel Mansilla era un viejo edificio de ocho pisos. Había sido construido en la época donde el Partido Blanco gobernaba sin oposición, siguiendo una parodia de régimen democrático. Setenta años atrás el coronel don Ricardo Fonseca, padre de don Hilario, a la postre su sucesor, se encargó de construir el edificio. Es decir, una de sus empresas contratistas desarrolló el proyecto.

Sin un correcto mantenimiento en los últimos veinte años, el exterior aparecía lúgubre y vencido por el paso del tiempo. Sin embargo, los pasillos estaban bien iluminados y antiguos gobelinos cubriendo las paredes lucían bastante pulcros. Las habitaciones, a pesar del viejo mobiliario que poseían, eran espaciosas y frescas debido a los ventiladores de techo de baja revoluciones, siempre encendidos. Una pequeña heladera al costado de la cama estaba bastante bien provista de distintos brebajes apetecibles para todo buen escritor, entre ellos, una botella de whisky escocés. Sus primeros movimientos consistieron en colocar hielo en el vaso y derramar la bebida en él. Un viejo aparato telefónico descansaba sobre la mesa de luz. Lo miró con recelo.

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