1 ...6 7 8 10 11 12 ...17 –Sin duda esperabas otra cosa, a juzgar por tu cara –Anselmo mostró extrañeza, y se detuvo–. ¿Acaso te parecen poca cosa estas flores?
–¿Las flores? –Anselmo las miró con más atención, aunque sin ocultar la contrariedad que le había causado la aspereza del recibimiento–. No, no me parecen poca cosa, aunque…
–¿Aunque qué…? –replicó la guardiana.
–Aunque no me parecen nada del otro mundo.
–¡Del otro mundo, dice el muchacho! ¡Qué gracia! –Calisté y la anciana no pudieron evitar sonreír, lo cual desconcertó aún más a Anselmo–. Bienvenida de nuevo, A60X47H.
Anselmo se giró hacia su acompañante, y volvió a ver la inscripción bordada en su traje que mostraba ese código, mientras se extrañaba del modo tan impersonal con el que se saludaban en el Cielo.
–Recuerda que puedes llamarme Calisté, por favor –replicó ella al punto, como si hubiera advertido el pensamiento de él–. Y ya que estamos, te presento a mi acompañado: se llama Anselmo y viene de la Tierra.
Él sintió el impulso de descubrirse respetuosamente la cabeza, pero nada la cubría; luego sintió el impulso de avanzar al encuentro de la interpelada, pero sus piernas no se movieron ni un solo paso; finalmente, sintió el impulso de hablar para corresponder a su acompañante, pero su boca no logró articular ningún sonido. Lo único que consiguió fue que la joven y la anciana percibieran sus azarosos pensamientos, erráticos como el vuelo de los insectos que sin descanso zumbaban alrededor.
–Pues, ya que estamos de presentaciones, me presento yo también. Mi nombre es Cibeles y soy la guardiana de este pabellón –le dijo la mujer al visitante y luego volteó la cara hacia el dintel de la puerta principal señalando con su mano encallecida el rótulo pirograbado: SE–, el Pabellón de los Sembradores.
A Anselmo le sorprendió más la denominación de la inmensa nave que el nombre de la mujer; no recordaba conocer nada de mitología ni de panteones divinos. Observó el letrero y durante unos segundos permaneció impasible admirando la suave curvatura de las letras, que no contenían ningún trazo recto, tal vez por guardar similitud con la inusual y sinuosa construcción a la que identificaban.
–¿Y cómo has dejado la Tierra? ¿Está bien? –quiso saber Cibeles.
–Sí. Supongo. –Y, al responder, Anselmo por primera vez fue consciente de que nunca hasta entonces había reparado en que había estado habitando un planeta que no era solo una superficie inanimada, sino que también podía ser un ser vivo necesitado de cuidados y de afectos; la reflexión lo turbó, porque una ráfaga de culpabilidad le silbó como un cortante puñal helado junto al sobrecogido corazón. Había pasado años pisándola, sin desprecio pero sin darse cuenta del sustento que le procuraba; años desentrañándole vetas de fosforita sin entusiasmo, sin darse cuenta del valor de la ganga que desechaba en el vertedero; años rindiendo culto a las tumbas excavadas en ella sin veneración, sin darse cuenta de que el auténtico santuario quedaba aún más profundo que los despojos orgánicos de sus ancestros.
–Soy una apasionada de la Tierra, lo confieso –el tono de voz de Cibeles resultaba creíble y veraz–. Es mi debilidad. A veces me escapo y bajo a ver cómo van las cosas por allá. Aunque tengo a los elementales de la naturaleza haciendo una buena labor, me gusta volver para ver cómo sigue lo que yo contribuí a poner en marcha. No es por soberbia pero quiero que sepáis que me esforcé sin límite en domesticar a esas fuerzas naturales que eran tan necesarias para crear un soporte a la vida humana. El entorno inicial era demasiado hostil, y aunque el tiempo fue limando las asperezas de lo inhóspito, tuvimos que aplicar inteligencia superior para acelerar el proceso de habitabilidad del planeta. Si en su momento no hubiéramos sido encomendadas a esa tarea, la evolución del globo terráqueo habría sido demasiado lenta y quién sabe si del todo adecuada para el plan concebido de albergar vida humana inteligente.
–¿Cómo que el «plan concebido»? ¿A qué te refieres? –exclamó extrañado Anselmo, que ante el silencio de Cibeles clavó sus ojos en Calisté.
–Anselmo –dijo la acompañante–, creo que tal vez resulta temprana tu pregunta y puede que a Cibeles le apetezca mostrarte el interior del pabellón.
La guardiana asintió en silencio y empezó a alejarse seguida por Calisté. El visitante aceptó la falta de respuesta a su pregunta y se conformó con escoltar a la silente interpelada y a su acompañante. Se detuvieron ante una larga jardinera, también repleta de flores, colocada en paralelo frente a la puerta principal del pabellón. Allí los insectos habían hallado otra fértil base de operaciones.
–No me has aclarado lo de las flores –dijo Cibeles tras detenerse en seco y volverse impacientemente hacia Anselmo–. ¿Entonces de verdad no te parecen poca cosa?
–No, claro que no –respondió él, sintiéndose un punto violentado por la aparente irritación de la guardiana–. Pero no sé qué más decir…
Cibeles se dio cuenta de que estaba incomodando en exceso a su invitado y le pidió disculpas, alegando que su pasión por la Naturaleza la había convertido en un ser demasiado impulsivo que no se paraba a calibrar cómo encajarían los demás sus actos y opiniones. Ella era la diosa que gobernaba los cambios en la Naturaleza, pero no siempre estaba a la altura de las relaciones humanas.
–Disculpa, Anselmo, me pongo un poco intransigente a veces cuando me domina la pasión… En realidad no estoy muy acostumbrada a tratar con humanos. Más bien me paso la vida relacionándome con seres vivos de eso que en la Tierra consideráis escalones menos evolucionados dentro de la pirámide de las especies. Me sigue haciendo mucha gracia que habléis de reino mineral, reino vegetal y reino animal, supongo que para colocaros encima de todos ellos a vosotros como superespecie y así sentiros más importantes para regir tres reinos distintos. Estáis equivocados, sin duda, porque regir, lo que se dice regir, no regís nada: la Naturaleza es la que os rige a vosotros. Aunque, claro, es verdad que a veces se os olvida y vivís en el espejismo de que podéis controlarla y dominarla… No digo que no la podáis transformar, como de hecho estáis haciendo y aún más lo vais a hacer en los próximos años, no… Lo que quiero decir es que si tenéis esa falsa ilusión de que domináis a la Naturaleza no es porque la Naturaleza se deje dominar, sino más bien porque ella os permite ensayar los supuestos que queréis experimentar, porque, en su humildad, os deja que os engañéis.
La cara de Anselmo mostraba cierta incomprensión, no solo por el contenido de lo que Cibeles le estaba espetando, sino por la motivación que la llevaba a hablarle así. Ella se dio cuenta y prefirió modificar su discurso.
–Ya veo que tampoco tú me entiendes… Estoy acostumbrada. A veces pienso que los únicos que realmente me comprenden son los elementales, ¡y eso que tanto ellos como yo nos desvivimos por satisfacer vuestras necesidades básicas! Pero creo que va a ser mejor que me calle y os deje en manos de alguien más preparado para conversar con humanos… Acompañadme, por favor.
Los tres traspasaron al mismo tiempo el umbral del pabellón. El portón corredero estaba escamoteado dentro de uno de los muros, de modo que el vano de unos diez metros de anchura quedaba abierto de par en par. La repentina penumbra del interior de la sala sorprendió a Anselmo. Una vez se hubieron dilatado lo suficiente, deseosas de captar detalles antes imperceptibles, sus pupilas empezaron a distinguir las diversas figuras que se movían dentro de aquel recinto. El espacio interior rectangular aparecía dividido en cuatro sectores panelados con mamparas grises de material indefinido. De repente oyeron a sus espaldas una recia voz masculina.
Читать дальше