–Bueno, pues me alegro por el tal Dante. ¿Pero eso qué tiene que ver ahora? ¿Qué pasa con este relieve de piedra?
–Dante estaba tan pagado de sí mismo por creer haber compuesto una de las obras más excelsas de la Literatura, que le costó muchos siglos decidirse a abandonar su personalidad última. Pero cuando se le fue desinflando el ego, ya solo tenía sitio en sí mismo para elogiar los portentos que aquí en el Cielo contemplaba, inimaginables hasta entonces para su mente madurada en la Edad Media…
–Ya, pero ¿y el relieve? –interrumpió agitadamente Anselmo.
–Ahí vamos, Anselmo, sin impaciencia... Al mismo tiempo que se fue disolviendo su ego, Dante sintió una sincera contrición, un arrepentimiento profundo, por haber urgido a tantos lectores a abandonar las esperanzas al principio de su libro capital, y como gesto de desagravio se le ocurrió poner otro mensaje que neutralizara ese efecto nocivo. Imaginó un relieve lo más puro y blanco posible a la entrada del Paraíso. En una de sus prospecciones habituales, el Coordenador General detectó ese pensamiento y autorizó la instalación de esto –y señaló hacia la inscripción, que releyó–: «Recuperad toda esperanza abandonada los que aquí entréis». Tiene su lógica: La Divina Comedia pedía que todos los que fueran a penetrar en el Infierno abandonaran toda esperanza y Dante, una vez comprobada la inexactitud de su prolija construcción poética, invita a recuperar esas esperanzas abandonadas. Ha sido su forma de cerrar el círculo y redimirse, perdonándose y reparando el daño causado.
–¿Pero entonces Dante sigue vivo? Quiero decir, ¿sigue siendo Dante? Y otra cosa, ¿entonces esto es el Paraíso?
–Por partes, hermano. –Era la primera vez que Calisté llamaba hermano a Anselmo, y eso lo conturbó inicialmente; veía que no era un tratamiento exclusivo de los miembros del Comité de Selección de Descensos–. A la cuestión de si sigue existiendo Dante, no puedo darte una sola respuesta…
–¿Cómo? –La extrañeza de Anselmo se debía a que aún no se había familiarizado con la multiplicidad de soluciones diversas que simultáneamente puede ofrecer la vida debido a su dimensión cuántica.
–Creo que podrás entenderme –añadió ella mientras miraba en rededor intentando localizar algo–. Hubo un momento en que el alma de Dante decidió dejar de aparecer como Dante y su imagen empezó a diluirse. Pero eso coincidió con el inicio de su creciente popularidad en la Tierra, y al ser tomado como una de las cumbres de la literatura europea fueron más y más los pensamientos sobre Dante que reforzaron su existencia, su pervivencia, su continuidad. Muchos pensamientos simultáneos o yuxtapuestos, aunque sean débiles, si están enfocados en una misma imagen, alcanzan un enorme poder creador. Para que lo entiendas, esta imagen de Dante que pervive en las mentes terrícolas ha sido una poderosa fuerza que se ha opuesto a que el alma de quien fue Dante abandonara del todo esa personalidad fallecida siglos atrás.
Anselmo había escuchado boquiabierto la explicación de su acompañante. Cada vez le resultaba más extraño lo que le estaba sucediendo. Volvió a pensar que estaba soñando. Se palpó de nuevo las ropas y se pellizcó el brazo. Tampoco esta vez sitió dolor. Calisté percibió esos gestos pero los dejó pasar sin hacer ningún comentario pues seguía prestando atención a su entorno buscando algo que parecía invisible.
–¡Aquí está! –dijo finalmente mientras apresaba entre sus dos manos una parte del espacio que los rodeaba. Anselmo se preguntó qué utilidad tendría confinar el aire que respiraban, y entonces es cuando se dio cuenta de que en realidad no había aire que respirar sino una sutil sustancia viscosa que rodeaba por completo su ser y que no solo entraba en sus pulmones, sino en todos sus poros. Anselmo pensó que no tenía sentido pensar lo que estaba pensando…
Calisté se llevó a la frente las dos manos ahuecadas, que parecían conformar en su interior una bola. Cerró los ojos y las mantuvo brevemente en la misma posición. Luego las desplazó hasta situarlas frente al rostro de Anselmo.
–Si quieres ver a Dante, mira aquí –dijo mientras abría las manos y dejaba ver una esfera plateada de textura metálica en la que aparecía la imagen de una persona. Incrédulo, Anselmo fijó la mirada en ese ser que caminaba ignorante de que era observado. Vestía una saya blanca y encima de ella una túnica roja que le llegaba a un palmo del suelo. Arrastraba los escarpines de cuero con aire de pesadumbre mientras clavaba la vista a la distancia de un paso por delante del que iba a dar. Le cubría la cabeza un camauro rojo asentado sobre un pañuelo blanco de fino lino y el conjunto era ceñido por una corona de laurel. El tocado le daba un aire aún más grave a su rostro aguileño, que parecía consumido por las huellas de las arrugas. Pero al instante la imagen pareció sometida a un temblor ligero que hizo que progresivamente fuera perdiendo nitidez, mientras que aquel hombre empezaba a erguirse, desprovisto del peso del turbante. Mientras proseguía esa transformación, aquel ser recibió el choque de una onda cuya procedencia no pudo detectar Anselmo, pero que era uno de esos pensamientos sobre Dante mencionados por Calisté. Automáticamente la sobrecarga de la corona de laurel volvió a encorvar la espalda y a envejecer la cara del lastimoso individuo.
–¿Este es Dante? –Y, sin esperar contestación, prosiguió–. Es como si fuera él y empezara a dejar de serlo, y luego volviera a serlo.
–Así es. Es lo que te he contado. Ahora lo comprendes mejor… Respecto a lo otro que me has preguntado –a Anselmo ya se le había olvidado–, no puedo afirmar que esto sea el Paraíso. Pero, si tú lo quieres llamar así, en realidad puedes hacerlo. Hay quien lo hace… Nosotros preferimos llamarlo el Hogar del Espíritu.
–¡El Hogar del Espíritu! Me gusta cómo suena.
–Y más te va a gustar cuando nos adentremos en él, ya verás.
–¿Y a qué estamos esperando? –Nuevamente era la impaciencia la que preguntaba por boca de Anselmo.
–A que venga nuestro transporte. Todo aquí está demasiado distante. Para recorrer los pabellones vamos a necesitar la ayuda de un orbe.
Antes de que pudiera preguntar qué era un orbe, Anselmo oyó un ligero zumbido que se transformó en pitido agudo, sintió un escalofrío recorriéndole la columna y vio una esfera mayor que ellos, de aspecto iridiscente como una pompa de jabón, que los engulló. Después cerró los ojos y solo percibió silencio, mientras en su mente brotaban vigorosamente recuerdos de su funeral.
5. El funeral de Anselmo Paredes
Aprende a observarte a ti mismo con la tranquilidad de un extraño.
Roberto Assagioli, Psicosíntesis: ser transpersonal
Anselmo Paredes había visto muchas veces los ataúdes de pino casi sin desbastar que solían acompañar hasta la tumba a los mineros fallecidos en Aldea Moret. Había porteado a hombros algunos de ellos, y de esos momentos trágicos conservaba el persistente recuerdo olfativo a resina moribunda y, en sus manos, el tacto áspero entre los nudos de la madera y el temor de que alguna imperceptible astilla, ocultamente, se le clavara bajo las uñas. Pero nunca tuvo una imagen tan nítida de esas cajas alargadas y estrechas hasta que vio la suya, con su propio cadáver dentro.
Al llegar a la casa, los subalternos, obreros y aprendices se quedaban en la calle. Salvo los amigos íntimos, los únicos hombres que se atrevían a traspasar el dintel del dolor para arder en la contemplación del cuerpo insepulto eran el director, los técnicos y algunos administrativos, obligados por razón de su cargo a aparentar que aquella desgracia se debía únicamente a los inescrutables designios de la Providencia; porfiaban en que la Unión Española de Explosivos no podía en modo alguno haberlo evitado, como a su juicio probaba el incuestionable hecho de que ni el mismo Dios hubiese podido impedir que el trabajador muriera electrocutado.
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