–¿Cómo dices…? Perdona, no te he entendido bien…
–No te preocupes, hermano. Iré contándote lo mismo varias veces hasta que lo asimiles –y le guiñó un ojo a su invitado, con complicidad; Anselmo sintió de nuevo que le flaqueaban las rodillas y que se le transmitía un espasmo a los brazos, que tuvo que amarrar, apretando la mandíbula, para no lanzarlos alrededor de la cintura femenina–. Antes de nada, quiero que sepas que me llamo Calisté y que me puedes llamar así porque vamos a estar una temporada juntos. Voy a ser tu acompañante.
–Encantado, Calisté –balbució torpemente Anselmo mientras se acercaba a ella sin saber qué hacer–. Yo soy Anselmo… o no, no sé.
Ella dejó escapar una carcajada que hizo que la pared del orbe se expandiera y que destapó la presión en el pecho de Anselmo, el cual también empezó a reír. Entonces Calisté, sin dejar de mirar bondadosamente a aquel hombre inseguro, se tocó el centro de su pecho y luego alargó el brazo hasta posar su mano derecha con suavidad a la altura del corazón de Anselmo. Él también colocó su mano derecha a la altura del corazón de ella, guiado por la mano libre de su acompañante, que esta dejó reposando sobre la de Anselmo. Inmediatamente a él le rodaron unas dulces lágrimas, fruto de esa inesperada experiencia de hospitalidad y afecto que durante unos segundos le hizo perder la noción de lo que lo rodeaba. Tardó en volver a hablar.
–¿Y dices que vas a ser mi acompañante, Calisté?
–Sí, si te parece bien.
–P0r supuesto, por supuesto –asintió él con la cabeza varias veces, en señal no ya de aprobación, sino de indisimulable entusiasmo. Al retirar la mano volvió a ver la extraña inscripción y la pregunta le brotó sin censura–. ¿Y qué es esto que tienes aquí? ¿Significa algo?
–Por supuesto –aseguró ella, con una media sonrisa, mientras con el dedo índice de su mano derecha perfilaba el recuadro del bordado–. Es mi código y es algo personal que me identifica en este lugar. Verás, hermano, cada vez que llega alguien nuevo al Cielo se le asigna una persona que, por decir algo, es más veterana aquí. Aquí nos llamamos como te he dicho, acompañantes, porque este es el título que nos dan después de formarnos. ¿Ves la letra a? –La señaló con el mismo dedo–. Eso significa que soy acompañante. Nuestra misión es enseñaros a los recién llegados cómo está organizado el Cielo y cómo podéis explorar las potencialidades de vuestra alma. Pero espera, vamos a salir del orbe.
Calisté pareció concentrarse y cerró lentamente los ojos. A medida que sus párpados se juntaban, el orbe iba desapareciendo paulatinamente. En su rostro se dibujó una sonrisa que el viajero interpretó como una muestra de agradecimiento por el transporte. A continuación abrió los ojos y, sin perder la lozanía de su sonrisa, continuó la conversación.
–Mira, desde aquí podemos ver bien todo lo que ahora quiero mostrarte, aunque sea de lejos. ¿Ves aquel edificio de la derecha –y alargó el brazo por encima del hombro derecho de Anselmo, que se giró– que tiene hileras blancas y negras? Es el Pabellón de los Acompañantes. Allí me formé yo.
–¡Ah! –exclamó Anselmo con admiración por la inusual arquitectura del pabellón y por ser la sede en la que se había formado su cicerone.
Así prosiguió Calisté, señalando con su brazo, empezando por la izquierda del paisaje, hacia distintos lugares en los que se ubicaban los restantes pabellones, que fue nombrando: de los Sembradores, de los Tejedores, de los Sustentadores, de los Visionarios, de los Emisarios y de los Carmenadores. Anselmo los observaba con interés intentando captar alguna singularidad de cada uno, a pesar de la distancia. Ninguna construcción se parecía a las demás.
–Vas a pasar por todos ellos –añadió Calisté–. Solo así podrás conocer las potencialidades de tu alma en este momento, y, solo cuando conozcas de lo que eres capaz sin necesidad de retornar a la Tierra, podrás decidir si quieres volver a reencarnar o no. ¿Lo comprendes?
–Creo que sí, Calisté –respondió él, sin mucha convicción–. ¿Pero tú me acompañarás?
–Claro. ¿No te he dicho que soy tu acompañante mientras estés aquí? Y yo, como todos mis compañeros del Cielo, soy una servidora.
A Anselmo se le difuminó de repente todo su contumaz interés por reencarnar. Tal vez ofrecía mejor futuro una larga temporada dejándose acompañar por aquella beldad. No se daba cuenta de que de forma natural Calisté captaba telepáticamente sus pensamientos.
–Hermano, cuando termine nuestro periplo por los siete pabellones dejaré de acompañarte y tendrás que decidir qué quieres hacer. Y a mí me asignarán otra alma que acabe de ingresar aquí. Entonces nos despediremos.
Anselmo, sonrojado, sintió que de nuevo se le cargaban las espaldas, ya no con el peso de la obsesión por reencarnar, sino con el peso y la amargura de una extraña cuenta atrás. No sabía cuál sería su decisión última después de visitar todos los pabellones, pero sí había decidido que mientras durara ese viaje disfrutaría al máximo de la gozosa presencia de Calisté.
7. El pabellón de los sembradores
De buena simiente, fruto excelente.
Refrán español
Habían recurrido de nuevo al orbe para desplazarse al primero de los pabellones. Después de que se difuminara la pared translúcida del vehículo, Anselmo observó un extenso bosque con distintos matices de verde que por momentos parecía camuflarse en el color que tapizaba todo.
–Son pinos de distintas clases, e incluso algún cedro del Himalaya –puntualizó Calisté, tras captar el pensamiento de Anselmo. Él se quedó absorto contemplando las bandadas de aves que sobrevolaban la formación boscosa.
Según se iban acercando, ante sus ojos se fueron perfilando nuevos detalles: las extensiones de terrenos arados junto al pinar, dispuestos como antemurallas vegetales; las hortalizas espontáneas que manchaban de colores inusuales la tierra en la que crecían; las parras que ofrecían a los insectos y pajarillos sus frutos redondos, revestidos de colores entre verde y grana… Pero lo que más sorprendió a Anselmo fue descubrir un león salvaje en uno de los extremos del perímetro del bosque. Calisté lo calmó:
–Hay cuatro leones en total, uno por cada esquina. No te asustes. Solo están para proteger el lugar, no atacan.
Un intenso olor a resina saturó pronto el olfato del visitante, sorprendido de que al internarse en la espesura del bosque se hubiera adueñado de su oído el constante intercambio sonoro de trinos y rugidos de animales salvajes. Calisté lo miró y sonrió para infundirle tranquilidad. Lo consiguió a medias porque Anselmo siguió recorriendo con inquietud el sendero bordeado de helechos que conducía a un calvero. Dedujo que habían llegado al objetivo.
Una inmensa construcción de tablones ondulados apareció ante sus ojos. Aunque mostraba dos plantas, su altura total no resultaba excesiva. Un porche y un voladizo anclado en columnas espirales de madera asentadas en robustos basamentos de granito ampliaban el aspecto de la primera planta. Había gente sentada alrededor de algunas mesas redondas colocadas en el exterior; mostraban aspecto de campesinos. Calisté y Anselmo empezaron a rodear el edificio recorriéndolo hacia la derecha hasta que dieron con la entrada principal. Sus dos peldaños estaban flanqueados por jardineras rebosantes de vistosos pétalos, multicolores atracciones para la infinidad de insectos que se entregaban a recoger sin descanso la ofenda alimenticia de las flores.
Cuando iban a ascender la breve escalinata, ante ellos surgió repentinamente la figura de una mujer avejentada cuyas arrugas desvelaban las largas horas que su piel habría pasado horneándose al sol. Tras una breve inclinación de cabeza se quitó el gorro de paja que le sombreaba los ojos y se dirigió sin titubeos al visitante.
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