1 ...7 8 9 11 12 13 ...17 –Bienvenidos al pabellón. Soy Empédocles y me ofrezco a guiaros.
Calisté dirigió su mano derecha hacia el pecho de aquel hombre, que estaba ataviado con una larga túnica dorada recogida parcialmente sobre su antebrazo derecho.
–Gracias por tu atención –le dijo ella, y después retiró la mano hasta hacerla descansar junto a su costado. Anselmo permaneció callado y expectante.
–Seguidme si os place –indicó Empédocles, que con una extraordinaria vitalidad impropia de la edad que delataba su semblante nonagenario iba sorteando con rapidez pilas de troncos, cajas entreabiertas, montones de minerales, recipientes rebosantes de líquidos y otros materiales de difícil identificación–. Permitidme que os explique brevemente qué hacemos en este pabellón. –Se detuvo bruscamente; se giró y esperó unos segundos hasta que se pudieron colocar de nuevo junto a él Calisté y Anselmo, que iba jadeante e inquieto. Entonces prosiguió su presentación–. Cibeles me ha pedido que os lo cuente yo… En fin, es lógico, yo estoy más acostumbrado a hablar en público. ¿Cómo no había de estarlo si llevo veinticinco siglos practicando desde aquellos remotos tiempos de mi natal Agrigento…? Pero no nos desviemos con historias que sé que no te interesan, Anselmo, y vayamos a la raíz del problema... ¡La raíz! ¡Eso es! ¿Pero por qué a la raíz? Porque la raíz es el principio de todo. ¿No es acaso el principio del más portentoso árbol que hayáis podido ver jamás en vuestra vida?
Empédocles ahuecó la voz y ralentizó su dicción mientras alzaba los brazos y miraba de hito en hito mostrándose así como el gran amante del teatro griego que era. Sabiendo capturada la atención de sus oyentes, prosiguió:
–Mi mano, que veis aquí –la elevó sobre su cabeza mientras lo decía–, el agua de la lluvia, una flor que veis allá, la mariposa que aletea sobre ella…, todo en la vida está formado por cuatro posibles raíces, o por cuatro elementos, como le gusta denominarlos a ese jovencito llamado Aristóteles... ¿Sabéis cuáles son esas cuatro únicas raíces de todo lo que existe? –Y sin aguardar ninguna contestación prosiguió–. Tú no contestes, Calisté, que ya te lo sabes de sobra: ¡la tierra, el agua, el fuego y el aire! No hay más. Dependiendo de la proporción en la que se mezclen entre sí, se genera un ser u otro. ¿Alguna pregunta?
Anselmo se miró las manos y por un instante volvió a creerse vivo. Pero, al recordar cómo los comisarios le habían demostrado que ya había muerto, se dio cuenta de que la explicación que estaba oyendo de Empédocles no satisfacía plenamente sus dudas. Por eso se atrevió a preguntar:
–Pero no entiendo bien. ¿Cómo no va a haber más que esas cuatro cosas? Yo veo más. ¿Y qué pasa cuando un cuerpo muere? ¿Qué pasa cuando un barreno revienta una veta en la mina? ¿Qué pasa cuando se muele un mineral y se convierte en polvo? ¿Y qué pasa con el agua que sacamos del pozo minero y que fuera, en la piscina, se evapora?
–Muy bien –el filósofo pareció satisfecho por haber sembrado la curiosidad en el visitante–, todo eso se explica porque, además de esas cuatro raíces que conforman todo, hay dos poderosísimas fuerzas que permiten la combinación entre sí de tales raíces. Esas fuerzas son el amor y el odio. El amor une mientras que el odio separa. Según actúen esas dos fuerzas y la proporción de los elementos que entren en juego, una sustancia se va transformando en otra. Aunque en realidad lo único que cambia es su apariencia exterior, ya que esas raíces interiores que la conforman permanecen inalteradas. Así se resuelve la paradoja de que todo cambie para nuestros sentidos, mientras que en realidad nada cambia, pues sus raíces permanecen siendo siempre las mismas, sin modificación.
Cibeles pasó junto al grupo y no disimuló su cara de disgusto. Le dirigió una recriminación a Empédocles:
–¿Otra vez contando batallitas? Basta con que les muestres el pabellón. No hace falta que les expongas toda tu filosofía…
–Claro, claro, ¡qué fácil es decir eso porque no eres filósofa sino únicamente diosa! Pretender pedirle a un filósofo que no aproveche cada aliento para compartir sus dudas y hallazgos con los demás es como esperar que una abeja melífera se abstenga de libar el néctar de una flor sobre la que está posada –replicó Empédocles mientras Cibeles se alejaba de ellos. Cuando estaba tan lejos como para no escucharlo prosiguió, dirigiéndose a Anselmo y Calisté–. Hablando de flores, ¿os ha hablado Cibeles de las flores de la entrada?
–Algo ha dicho –reconoció Anselmo.
–No me extraña –continuó el filósofo–, es su tema preferido. Lo hace con todas las visitas. Pero no nos desviemos con historias que no te importan, Anselmo, y vayamos a la raíz del problema… Mira, en muchas cosas coincido plenamente con Cibeles. Pero sigamos andando mientras hablamos. –El grupo empezó a moverse lentamente, en la dirección y con las pausas que iba marcando Empédocles–. Para que salga una sola flor en un parterre a lo mejor han tenido que caer en ese terreno cientos de semillas, y lo habrán regado miles de gotas de agua, y quién sabe cuántos millones de rayos de sol han tenido que bañarlo... La Naturaleza produce su magia a base de perseverancia y paciencia. Puede que en el momento en el que se produce un resultado este parezca instantáneo, pero ten por seguro que obedece a un lento proceso en el que el ojo humano no suele reparar. Para que pueda aparecer un único ejemplar de una especie en la Tierra o en cualquier otro planeta antes hay que haber creado las condiciones ideales. Una tarea ardua… Es como si hubiera que asegurar la fertilidad de un medio antes de implantar en él lo que se quiere que arraigue y crezca.
–¿Y todo eso se hace en este lugar? –preguntó Anselmo.
–En parte sí, pero solo en parte –contestó Empédocles–, porque en realidad en este pabellón nos dedicamos a formar a quienes luego sembrarán. «Pabellón de los Sembradores», ¿recuerdas?
–¿Los que plantan las semillas de las flores? –pidió aclaración el visitante.
–¡No solo eso, hombre! –respondió el filósofo en medio de una carcajada contenida–. Los sembradores que aquí se forman son los encargados de crear las condiciones necesarias para que arraiguen los procesos vitales de la Naturaleza. La acidez de un determinado manantial de agua puede ser modificada de modo que sus filtraciones entre las rocas generen un lago subterráneo que permita la instalación de una determinada colonia de bacterias extremófilas. O pueden provocar unas erupciones magmáticas que modifiquen la orografía del lecho marino y encaucen de un determinado modo un flujo de agua más cálida que bañe las costas de un continente alejado para aumentar su biodiversidad. O permitir el crecimiento de pantallas vegetales que moderen el rigor de los vientos costeros. O estimular fallas tectónicas que permitan liberar controladamente la presión interna del planeta para no afectar a las poblaciones de la superficie. O favorecer la proliferación de determinadas plantaciones silvestres que puedan asegurar la supervivencia de alguna especie herbívora dependiente de aquellas plantas. El catálogo de posibles actuaciones es inagotable…
–¿En serio? ¿Todo eso hacéis? –la cara de Anselmo no podía ocultar su asombro.
–Bueno, al menos está en nuestra carta de servicios –aseguró el filósofo con un intencionado guiño–. Pero nada de eso se hace aquí, sino luego en los lugares de operaciones, sobre el terreno. Aquí solo se forma al personal que tendrá que actuar, a los sembradores.
–¡Pues vaya un papel importante! –exclamó Anselmo.
–Cierto que lo es, pero no lo exageres. No creas que todo sale siempre bien a la primera. Ya digo que para un sembrador son fundamentales la paciencia y la perseverancia pero también la confianza en que los procesos acabarán dando su fruto. Como suele decirse, no siempre el sembrador ve su cosecha. Puede que se pase toda una vida intentando implantar unas determinadas condiciones favorables para que suceda algo y eso no termine sucediendo, o incluso puede que suceda pero tan tarde ya que no lo llegue a conocer. ¿Ha sido entonces inútil su siembra? ¿Qué opinas, Anselmo?
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