Ingrid V. Herrera - Te quiero pero voy a matarte

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Te quiero pero voy a matarte: краткое содержание, описание и аннотация

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Cosas que debes hacer si tu nombre es Reby Gellar: 1. Aléjate del agua 2. No caces gatos. 3. No te enamores del amor de tu vida. 4. No te comas al amor de tu vida. Reby no tiene nada fácil, sobre todo, lo relacionado a su linaje. La sangre Gellar corre por sus venas y gracias a ella carga con una extraña condición: al contacto con el agua, se convierte en un
mortal felino que no puede distinguir entre su instinto animal y las personas que ama. Víctima de su situación, Reby se vio obligada a vivir sola y desamparada la mayor parte de su vida; pero, harta de esto y por temor de dañar a sus seres queridos, decide ir a buscar la poca familia que le queda y recurre a Sebastian, su primo. Junto a él y a Michael, un chico de gran corazón dispuesto a todo por ayudarla, se enfrentarán a una sucesión de peligros, de garras, de maullidos y de sentimientos encontrados. Entre los tres deberán desentrañar el misterio familiar de las trasformaciones y huir de la persona que sabe cuál es
el secreto mejor guardado de la dinastía Gellar.

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Michael agradecía cada vez que tenía la oportunidad de entrar a la oficina de su jefe. Le agradaba la sensación de asalto que le daba el aire acondicionado mezclado con el aroma de la madera de los muebles barnizados, las hierbas de té y el humo dulzón del puro al que Billy era adicto.

Cerró la puerta y el chasquido hizo que el señor Byron girara en su acolchonado asiento rotatorio mientras aún sostenía un ejemplar del Times de Londres.

—¡Michael Arthur Phillip II Blackmoore! —exclamó su jefe e hizo a un lado el puro y el periódico, luego se ajustó su monóculo—. ¿Qué ha pasado con tu camisa?

Michael esbozó una mueca y se aproximó para dejarse caer con aire agotado en el mullido asiento de cuero que estaba frente al escritorio de roble.

—Jesús, ¡qué cara! —Con delicadeza, hizo a un lado los papeles que había sobre el escritorio y juntó sus pulcras manos sobre la superficie—. ¿Qué ocurre, hijo? ¿Qué te hicieron los macacos esta vez?

Michael negó con la cabeza.

—Tenemos un problema —anunció y rascó el brazo del asiento con la uña—. Uno de esos problemas en los que nos pueden demandar.

—Vamos, Michael. Me estás matando —lo apremió para que hablara, cada vez más nervioso. El joven sostuvo su mirada.

—Había una persona dentro del recinto de las panteras.

Esperó en silencio la reacción de Billy, pero este se quedó helado. Parpadeó.

—Por supuesto, siempre hay alguien que entra a...

Michael se apresuró a menear una mano.

—No, no, no. Billy, lo que estoy diciendo es que había una chica y no era del personal de mantenimiento, ni de inspección, ni nadie que trabaje en el zoológico. —Al ver su expresión perpleja repitió con vehemencia—. ¡No era nadie de aquí, Billy!

—¿Estás bromeando? ¡Me estás tomando el pelo! —Se levantó de golpe y plantó una mano con fuerza en el escritorio—. ¿Quién era? ¿Cómo diablos terminó ahí? ¡Michael, quiero que la traigas en este momento y...!

—Cálmate un momento, por favor —pidió Michael por debajo de los gritos de su jefe y levantó una mano para tranquilizarlo—. Te lo explicaré, pero siéntate.

Billy Byron obedeció a regañadientes, pero al cabo de tres segundos volvió a levantarse. No podía estar sentado cuando le hervía la cabeza.

Michael permaneció sereno en su lugar y le narró a su jefe todo lo ocurrido, desde que entró a la casa de los felinos hasta que Reby y su amigo se marcharon. Por respeto, omitió el detalle de que ella estaba desnuda y, para explicar la ausencia de su camisa, inventó que había quedado atrapada en la puerta metálica de las panteras. Aunque sabía que Billy no le prestaría atención a ese comentario, de igual modo, prefirió aclararlo.

El señor Byron permaneció sin decir ni una sola palabra durante toda la explicación. Escuchó recargado contra el ventanal que estaba detrás de su silla y miró al exterior mientras fumaba con desesperación.

Cuando Michael terminó de hablar, él se tomó un momento para voltearse. Luego, miró a su empleado a través de una voluta de humo.

—Si vuelves a verla, tráela.

Michael se alarmó por la feroz calma con la que su superior habló.

—¿Qué pasa si la traigo? —preguntó con cautela.

Billy lo miró con intensidad y trató de descifrar la insinuación en la pregunta. Soltó una risita entre dientes.

—Tranquilo, solo nos aseguraremos de que no haya sufrido daños, ¿verdad?

Michael asintió con desconfianza, aún no estaba muy convencido con la situación. En el instante que se preparó para retirarse, su ojo capturó un punto de luz. Se fijó mejor. Era una cadena delgada, de pequeños eslabones dorados cuyos extremos finalizaban en un broche deslizable, que descansaba sobre el escritorio.

Echó un vistazo hacia su jefe que se había vuelto a instalar en la ventana con otro puro. Se atrevió a levantar la cadena a la altura de sus ojos.

Era demasiado corta como para ser un collar, por lo que dedujo que tenía que ser una pulsera.

—¿Qué hay de esto? —preguntó, absorto en el objeto.

Billy lo miró de soslayo antes de volver a concentrarse en la ventana.

—No sé, una baratija que encontraron los de la Sociedad Protectora de Animales esta mañana. Dicen que la pantera que capturaron la tenía atada en la pata.

Michael levantó la cabeza de golpe:

—¿Qué? ¿Encontraron una pantera? ¿En Londres?

—Sí, raro, ¿cierto? Es curioso que no la hayas mencionado mientras rescatabas a la chica. Debiste haber lidiado con tres bestias y no con dos. —Hubo un momento de silencio y Michael escuchó cómo daba una lenta calada a su puro—. En fin, tuviste suerte, debió estar dormida —concluyó al fin—. Ah, y puedes llevarte esa cosa, a mí no me sirve de nada.

Michael se metió la pulsera en el bolsillo del pantalón y salió de la oficina sin decir una sola palabra. Se detuvo en seco a medio pasillo y se quedó pensando en lo que le había dicho Billy Byron. Por más que le dio vueltas al asunto, no consiguió llegar más que al principio: no comprendía nada.

Sacó la pulsera de su pantalón y la sostuvo en su palma abierta como si fuera una joya muy delicada. Se percató de que uno de los eslabones centrales sostenía un medallón de oro pequeño y ovalado, del tamaño de un penique. Lo acercó a sus ojos y pudo ver que había figuras grabadas en relieve: un escudo de armas atravesado por un par de espadas y dos leones que custodiaban los flancos en dos patas.

—Soberbio —murmuró.

Le dio la impresión de que ya había visto ese emblema en algún lado. Luego, usó el dedo índice como espátula para voltear la medalla y observó con detenimiento que había más garabatos en el reverso.

Su ceño se fue frunciendo conforme examinaba las pequeñas florituras de las letras que rezaban un nombre:

«Rebecca».

Capítulo 2

Eres una de ellos

Me estás diciendo que viajaste desde Francia hasta Londres a pie? —Allan miró a Reby con los ojos muy abiertos desde el otro extremo del sofá que estaba en su sala.

Recién habían llegado del hospital. Reby, luego de estar una hora entre gritos para sacar la astilla enterrada en lo profundo de su existencia, se reconfortó y dio un largo sorbo a la taza con té de manzanilla que sostenía entre sus manos temblorosas. La adrenalina todavía no menguaba en su sangre.

—A pata —corrigió—. Y no fue todo el camino. —A Allan no le hizo gracia el comentario. La miró muy serio—. ¿Qué pasa con esa cara de trasero arrugado? —comentó para aliviar la tensión.

—¿Cómo voy a suponer que cruzaste el mar?

—Me brotaron alas.

—Ya, en serio, Rebecca.

Ella hizo una mueca al escuchar ese nombre.

—De acuerdo, de acuerdo. No me llames así. —Suspiró y dejó la taza en una mesita—. Compré un boleto de tren, Eurostar. En dos horas y media llegué a Londres, y ¿qué crees?

—¿Qué?

—Estaba lloviendo.

—¡No me digas! Qué raro —repuso Allan con la voz llena de sarcasmo.

Reby se encogió de hombros.

—Sí, bueno, ya sabes cómo es esto. —Su voz se fue apagando hasta terminar en un susurro. Apartó la mirada.

A Allan le picó una punzada de ternura en el corazón. Ella nunca le había inspirado tanta miseria ni tanta lástima y, ahora, era imposible no sentirse mal frente a su estado desaliñado, sucio y delgado. Hacía dieciocho años que conocía a Reby. Tenían una vida llena de recuerdos compartidos.

Ambas familias fueron vecinas y sus madres los inscribieron al mismo jardín de niños: hacían pasteles de lodo con sus pequeñas manos, recolectaban escarabajos verdes y construían albergues en miniatura para las hormigas. Casi siempre recibían el mismo castigo, cuando se metían en problemas, porque estaban complotados. Allan empujaba la espalda de Reby en el columpio a cambio de que ella lo empujara después; pero ella nunca cumplía con su palabra y él terminaba llorando. Además, él pasó su infancia acomplejado porque Reby era más alta que él.

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