Él abrió los ojos de par en par, sorprendido por la de fuerza de esos bracitos.
—Se te cae la baba, ¿eh? —susurró, mordaz, a su oído. Por la tensión en su voz supo que estaba apretando los dientes—. ¿Qué es lo que tanto me ves, imbécil? —Le propinó un puntapié en la pantorrilla y Michael ahogó un gruñido contra su palma. Se había ganado una buena tortura—. ¿Acaso me cuelgan tres pechos o qué? ¿Nunca has visto a una mujer desnuda en tu maldita vida?
Michael se revolvió entre sus brazos. Le ardía la cara y se la notaba caliente, en especial en ese punto sensible tras la oreja donde ella le hacía cosquillas con su aliento.
—Te estaba diciendo —continuó ella y masculló sus palabras, furibunda— que no gritaras, ¿quieres ver cómo me comen esas cosas y...?
Un espeso sonido —gutural, animal y vibrante— la interrumpió. Michael sintió el delgado brazo tensionarse en torno a él. Ella ahogó un grito y lo soltó de inmediato. Él aprovechó la oportunidad para girarse y protestar, pero las palabras huyeron de vuelta al interior de su garganta cuando vio a Garra, la pantera hembra, de pie más allá. Había bajado las orejas hasta pegarlas a su enorme y redondo cráneo, tenía el puente de la nariz crispado y los labios del hocico echados hacia atrás. Mostraba una larga fila de dientes manchados de rojo desde las encías: eran los restos de la cena. Hilos de saliva escurrían de su feroz mandíbula y soltaba un tenebroso vaho con cada resoplido.
La chica emitió lo que bien podía ser un sollozo, un gemido o ambas cosas. Miró a Michael, sus ojos estaban inyectados en pánico. Cerró los dedos alrededor de los barrotes y trató de sacudirlos sin mucho éxito.
—¡Sácame de aquí! —chilló. Toda ella, incluso su voz, temblaba.
De no ser por esa mirada que gritaba una súplica, él seguiría plantado como una zanahoria, entumecido por el terror. Nunca en su vida había tenido que enfrentarse a una situación como esa.
Se estremeció y miró cómo el animal se acercaba, lento pero seguro, hacia su presa. Él se aproximó todo lo que pudo hacia la chica y puso las manos encima de las de ella sobre los tubos, como un gesto tranquilizador.
—De acuerdo, escucha. —Las palabras salieron disparadas y a pesar de que intentaba controlarse, su voz también temblaba y sus dedos nerviosos tanteaban el cinturón en busca de la pistola de dardos—. Voy a abrir la puerta de allá. —Apuntó con la barbilla el extremo derecho del recinto y ella asintió, angustiada—. Cuando yo te diga: agáchate. Agáchate tan rápido como puedas, ¿me oyes? Tienes que estar atenta.
Maldición. No sabía lo que estaba explicando, solo trataba de improvisar un plan de salvación.
La fiera rugió e hizo que los barrotes vibraran bajo sus manos sudorosas.
—¿Y si no lo hago rápido? —chilló ella y se estremeció—. Saltará sobre mí antes de que yo tenga oportunidad de... Dios, ¡sácame de aquí de una maldita vez!
Michael atisbó una lágrima que se acumulaba en el rabillo del ojo de la chica y, con un terrible estremecimiento interno, se dio cuenta del problema en el que se estaba metiendo. Tendría que arrancarse la camisa para dejar ver el traje imaginario de «Súper Michael» que siempre llevaba debajo, volar a la puerta, sacarla en brazos y ser un héroe con un cabello que ondeaba sin la necesidad de viento... Eso o sería la última lágrima de la joven.
No podía quedarse parado y esperar para recoger su cadáver. Si es que, al menos, quedaba algo para recoger…
Con la determinación en sus ojos, Michael asió con fuerza la empuñadura de la pistola. Acercó la cabeza hasta casi meterla entre los barrotes y quedó tan cerca de la chica que sus narices respiraban el mismo aire y lo único que había en su campo de visión eran esos empañados ojos zafiro.
—No mires —pidió.
Ella enterró la cara entre las varas de metal, a la altura del hombro de Michael, y le apretó la mano tan fuerte que sabía que le tenía doler, sin embargo, el terror eclipsaba al dolor.
De repente, escuchó un chasquido. Él le dijo que no mirara, pero ella no le hizo caso y vislumbró el brillo metálico del arma. Notó cómo la introducía con lentitud entre la reja y que apuntaba hacia adelante. Sintió un cosquilleo sobre su hombro: la estaba usando como apoyo.
—¿¡Qué...!?
La pantera volvió a rugir con una violencia extraordinaria e hizo que la chica se crispara de pies a cabeza. Ella cerró los ojos con fuerza y se aferró con más firmeza a la mano de Michael.
—Quédate quieta. No te muevas por nada del mundo, yo te diré cuándo hacerlo —articuló con cuidado y puso mucho énfasis en cada palabra. ¡Dios! Deseaba con desesperación tener la fuerza suficiente para poder doblar los tubos con sus propias manos y sacarla de ahí de una vez por todas—. No te asustes si escuchas el disparo en tu oído. Yo voy a correr hacia la puerta y si llego a decirte que corras... —Ella empezó a temblar y él le sacudió la mano para llamar su atención—. Escúchame, por favor, escúchame. Entiende lo que te digo. Si te digo que corras...
—Correré —finalizó con la voz estrangulada.
Michael respiró hondo y apuntó al cuello del animal que se acercaba cada vez más lento. Estaba agachado, preparado para lanzarse. Solo de verlo, le dio una punzada de vértigo. Sintió que se tambaleaba y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para que el cañón no lo hiciera. El sudor le resbalaba por la espalda y por el pecho. Tenía la camisa pegada en cada surco de su atlética anatomía. Su pulso le retumbaba con potencia en las sienes, le pitaban los oídos y de tanto enfocar la vista comenzó a ver borroso. Si había una sensación incluso más horrible que la de sentir a las entrañas huir por los poros a causa del pánico, él no la conocía.
Tragó la bilis amarga que subía en su interior y suspiró. Miró de soslayo una última vez a la chica y clavó sus ojos en la melena oscura que ocultaba un rostro sobre su hombro. Le susurró al oído:
—Michael —dijo él y le acercó su mano.
—Reby —respondió ella.
Se apretaron la mano mutuamente, como un saludo o tal vez una despedida. Era un pésimo momento para presentaciones, pero al menos tenía que saber qué nombre debía grabar en la lápida... por si no podía ser un héroe.
—A la cuenta de tres —murmuró Michael.
Reby se aplastó contra los barrotes y sintió el contacto frío del metal en su carne desnuda.
—Uno...
A pesar de que ella estaba de espaldas a la bestia, sus demás sentidos percibían la vitalidad animal que la acechaba. Su percepción aguda del peligro hacía que su cerebro gritara enloquecido de terror y trataba de que la pantera no oliera su miedo, pero no podía evitarlo.
Le tocaba ser la humana.
—Dos...
«Corre. Escóndete. Huye. Grita. Sálvate», decía su conciencia, pero algo muy elemental e instintivo le ordenaba a su cuerpo que hiciera otra cosa: «Defiéndete. Pelea. Desgarra. Muerde. Araña. Ruge. Caza. Mata».
Reby pudo sentir al animal que se acercaba; podía escucharlo pensar: «Matar. Comer. Lamer».
Entenderlo le daba más miedo que perder su vida. Sabía lo que era sentir esa necesidad de atacar, porque eso la cegaba hasta llegar a relamerse los labios con la punta de la lengua. En su mundo todo tenía forma de corderito indefenso y el único propósito que tenía era matar a la presa: comer su carne y limpiar sus huesos.
Sintió una sensación de regocijo al morderse la lengua con los caninos, pero, entonces, el dolor y sabor de su propia sangre le hizo recordar quién era el corderito indefenso en esta ocasión.
—¡Tres! ¡Agáchate!
La bestia rugió como si le enfureciera que Reby cayera al suelo. Sin dudarlo, tomó impulso y empezó a correr.
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