La entrada era un arco de piedra artificial bordeado con musgo, con enredaderas y con plantas trepadoras. Al ingresar, debía cruzar un corto túnel que simulaba ser el comienzo de una cueva que tenía las paredes cubiertas con manchas de sangre falsa, huellas rojas y con zarpazos letales del mismo color.
El lejano rugido de una de las bestias reverberó en las paredes de hormigón de la cueva. Al salir, se encontró en un espacio abierto, decorado con motivos selváticos y con altavoces ocultos entre el follaje de los árboles que emitían sonidos ambientales de la jungla, pero como no encenderían el audio hasta que el zoológico se llenara, ahora, reinaba un tenso silencio que era roto solo por los ocasionales bufidos de los «gatitos».
Los tucanes volaban libres por el espacio que tenían limitado por un domo de red. En el centro, se encontraba un área de descanso. Había bancas de piedra prehistórica —falsa— y en el medio una imponente fuente de granito que escupía chorros de agua dentro de un cuenco de gran tamaño. El agua salía desde las fauces abiertas de tres felinos salvajes —un león, un tigre y una pantera— que estaban agazapados sobre la base, como si estuvieran preparados para matarse entre ellos por un trozo de carne. Menos mal que solo eran estatuas.
La casa de los felinos estaba dividida en tres secciones que agrupaba a los tigres, a los leones y a las panteras.
Michael prefería empezar con los leones porque eran los más perezosos y difícilmente notaban su presencia cuando realizaba su trabajo. Los tigres aumentaban la lista de peligrosidad, pues, una vez que entraba en acción, no le quitaban la vista de encima.
Para él, el verdadero problema eran las panteras negras.
Ágiles, elegantes, silenciosas, letales. Poseedoras de la mandíbula más poderosa en el mundo de los felinos. Dominantes. Sin depredadores naturales. Unas completas devora-hombres.
A pesar de que Michael presumía de su control y de su entendimiento sobre los animales, las panteras le alteraban los nervios. La mayoría de las veces, la reducida manada lo observaba con recelo y rondaba cerca de él, con insistencia, cuando realizaba sus labores como su mayordomo y recogía todos sus desastres. Procuraba lanzar miradas furtivas cada diez segundos para comprobar que permanecieran a cierta distancia de él. Después de eso, se tomaba una Coca-Cola bien fría para recuperar el color y agradecía que su trasero siguiera entero con él.
Respiró hondo y trató de rezar una plegaria en su mente; pero como no recordó ninguna, lo mandó al diablo. En cuanto se acercó a la primera barda de contención, supo que algo andaba o muy mal o muy bien.
Todas las panteras estaban dormidas, esparcidas y acurrucadas en el fondo, cerca de un par de árboles artificiales que tenían la corteza surcada por marcas profundas de sus garras.
Michael soltó un suspiro de alivio. Se echó un costal vacío y la pala al hombro, y pasó una pierna por encima de la pequeña barda de malla metálica que servía para mantener la distancia entre el público y los gruesos barrotes de acero que mantenían a las bestias recluidas en su hábitat. Recorrió una larga distancia junto a los barrotes hasta llegar a la pesada puerta metálica que le daba acceso directo al matadero de raza humana con animales dispuestos a morderle los...
¿Pero qué...?
Se detuvo en seco y ahogó un sonido de exclamación. Retrocedió sobre los últimos cinco pasos que había dado.
«¡Maldición! ¡Por el diabólico aliento del tío Duffy!», pensó a gritos y sintió que su piel palidecía, que el estómago se le encogía al tamaño de un cacahuate y que las pupilas se le contraían hasta ser tan pequeñas como la punta de un alfiler. Dejó que el costal y la pala se resbalaran por su hombro hasta caer al suelo y sus brazos colgaron con un rebote lánguido a sus costados.
Lo que vio ahí no tenía nombre. No, sí lo tenía y era «suicidio». De reojo, le pareció ver un destello blanco, pero, gracias a su visión panorámica, notó que parecía la piel de una persona.
De una chica.
Una chica que se levantó, se agazapó entre las panteras y se deslizó sigilosa hasta los árboles. Avanzó con todos los músculos tensos, alerta a cualquier movimiento que los animales pudieran mostrar. Oculta tras un tronco, comenzó a mover la cabeza en todas direcciones y examinó el lugar en busca de una salida.
El corazón de Michael latió al mil por cien y arrojó la presión sanguínea contra sus oídos. ¡Jesucristo crucificado! ¿¡Qué diablos hacía ella ahí!? ¿Acaso estaba loca?
Pensó en pedir ayuda a la oficina central por medio del walkie-talkie que cargaba enganchado a su cinturón; pero, en vez de hacer lo más razonable e inteligente, se encontró haciendo lo más estúpido e imbécil que se le ocurrió: metió la cara entre los barrotes todo lo que pudo y susurró:
—¡Psst! ¡Oye, tú! —Como no parecía escucharlo, gritó—: ¡Voltea!
La chica giró la cabeza en su dirección con brusquedad y Michael vio reflejado en sus ojos su propio miedo.
—¿Qué diablos haces? —Agitó los brazos, desesperado, dentro de los barrotes—. ¡Sal de ahí!
Ella abrió los ojos de forma desmesurada y, angustiada, propinó frenéticos golpecitos con uno de sus dedos contra los labios, mientras, lanzaba miradas furtivas a la manda dormida. Le urgía que Michael se callara.
—¿Qué está haciendo esta tipa? —musitó exasperado, sin entender el gesto de ella—. ¡Muévete de una jodida vez! —chilló con tanta vehemencia que se arrojó contra los barrotes como un gorila rabioso.
De hecho, la chica y él parecían estar llevando a cabo un extraño ritual de apareamiento, como si fueran dos monos. Ambos hacían aspavientos con los brazos, la cara y sus gestos, y emitían gemidos que pretendían ser palabras. Al final, ella golpeó el suelo terroso con el pie, frustrada, soltó un gemido y puso los ojos en blanco. Echó una última mirada a las panteras y caminó rápido, pero silencioso, hasta donde estaba Michael.
«Vaya, ¡qué mujer! Qué forma de caminar. Está desnuda»
«Está...»
Estaba...
¡Madre de los gansos desplumados!
Michael perdió la capacidad del habla y sintió que se le salían los ojos hacia adelante como si fueran dos resortes. La sangre que llenaba sus pies salió impulsada como un cohete y subió hasta sus mejillas. Incluso se le cortó la respiración y perdió el aliento.
La chica que se acercaba hacia él, con paso determinado y firme, no tenía ni una prenda encima. Su espesa cabellera, larga y salvaje, caía como una cascada negra y pura que, de forma conveniente, le tapaba los pechos. Michael se mareó.
Santísima aparición. Se veía tan segura, que parecía la mismísima Eva desterrada del Edén. Su piel era muy blanca en comparación a su cabello de comercial que publicitaba algún champú caro. Él no pudo evitar que su boca se entreabriera cuando sus ojos treparon con lentitud por aquel par de largos, esbeltos y bien torneados pilares que tenía por piernas.
Por respeto y por dignidad quiso taparse los ojos, sin embargo, olvidó cómo parpadear y, en vez de hacer lo correcto, se encontró enarcando las cejas con una perdida admiración. Podría sonar muy extraño, pero le resultó fascinante la pequeña depresión de su ombligo en medio de su angosta y curvilínea cintura. Por un momento, nada ajeno fue capaz de reclamar su atención.
Cuando ella estuvo lo bastante cerca, él levantó la vista hacia su cara y encontró un par de ojos azul zafiro oscurecidos por la furia. Era el rostro de una muñeca arisca.
«Oh, no».
Michael dio un paso atrás por inercia, pero la chica pasó sus delgados brazos a través de los barrotes. Alcanzó el cuello de su camisa con una mano y lo arrastró de manera violenta hacia delante. Luego, lo hizo girar hasta ponerlo de espaldas a ella, le tapó la boca con una mano y con el brazo que le quedaba libre lo rodeó por el pecho como un cinturón de contención.
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