Lo vio mover las manos frente a él y, un momento después, la camisa se deslizaba por sus hombros. Los ojos de Reby se agrandaron al ver músculos, músculos sudados de espalda de hombre.
—¿Qué haces?
Él se sacó la camisa de la cinturilla de los pantalones y se la ofreció sin mirarla.
—Póntela rápido, yo te cubro.
Reby observó la prenda con asco. Estaba como para ir de campamento a las cloacas y olía a...
—Ese trapo está asqueroso.
—Que te la pongas o me voy y aquí te dejo.
Reby la terminó aceptando. Usó sus dedos como pinzas y la sostuvo por una esquina. Se la puso a regañadientes. La camisa estaba caliente, húmeda de sudor y de otras cosas que no quería analizar. Abrochó los botones y comprobó con alivio que le tapaba el trasero y le llegaba hasta la mitad de sus muslos.
—¡Puaj! Huele a caca de...
—¿Terminaste?
—Por desgracia... ¡Oye!
Michael la tomó de la muñeca y empezó a arrastrarla fuera de ahí. Reby se mordió el labio inferior cuando sintió que la astilla le perforaba más el pie. Ella no tuvo que decir nada para que él se diera cuenta de su dolor. Sin consultar, él la levantó del suelo y caminó con ella en brazos hasta la salida.
—¡Oye, bruto animal salvaje! ¿Qué te...?
—Con permiso, gracias —dijo él con amabilidad al pasar entre medio de un grupo de varias turistas ancianas que se quedaron con la boca abierta al ver a un tipo, musculoso y sin camisa, cargar a una zarrapastrosa damisela. Tarzán nunca había sido tan real hasta ese momento, por lo que algunos flashes saltaron sobre ellos.
—¿A dónde me llevas? —preguntó ella sin más remedio que agarrase fuerte a su cuello.
—A sacarte esa cosa del pie.
—No, ya has hecho suficiente.
—Y a someterte a un riguroso cuestionario sobre qué diablos hacías en la jaula de las panteras y —continuó—, por amor a tu trasero al aire, dónde está tu ropa.
Reby apretó los puños tras el cuello de Michael.
—No es de tu incumbencia.
—¡Claro que lo es! Es «mi» área de trabajo. «Mi» responsabilidad. Tú entraste en ella y te conviertes en «mi» responsabilidad, por lo tanto, eres de «mi» incumbencia —espetó y puso mucho énfasis en los «mi».
—No voy a decirte nada, porque no sé nada, ¿de acuerdo? No sé cómo acabé ahí.
—Ya, claro. Te parieron las panteras.
Michael se esperaba una contestación ingeniosa por parte de ella, pero Reby se quedó callada.
—Y qué dices sobre tu ropa, ¿eh?
—Me parieron las panteras —respondió, mordaz—. ¿O a ti los monos te parieron vestido?
Michael se aguantó una carcajada con todas sus fuerzas, pero al final no pudo contenerse y se rio.
Reby apretó los labios hasta que se le pusieron blancos, sin embargo, tampoco pudo soportarlo y se echó a reír sin límites. Su cuerpo se relajó poco a poco, hasta que fue consciente de todo: el pecho duro de Michael pegado a su costado, sus brazos fuertes —uno bajo sus muslos y otro en torno a su cintura—, sus propios dedos aferrados al cabello que nacía en su nuca...
De inmediato, retrajo los dedos, cohibida y antes de que su incomodidad se prolongara, escuchó una voz familiar. Creyó ver una cara conocida por encima del hombro de Michael.
—¿Reby?
Michael se volteó como si lo hubieran llamado a él y ella tuvo que girar la cabeza para volver a ver al individuo.
Se estudiaron un breve momento con la mirada y el rostro de Reby se iluminó de alegría.
—¡Allan! —Forcejeó para que Michael la bajara, pero él la apretó más contra su cuerpo cuando Allan se acercó.
Su conocido llevaba a un niño pequeño de la mano, pero ella apenas lo recordaba. A juzgar por el parecido, supuso que debía ser Jamie, su hermano menor.
—Reby, esto es increíble, creí que estabas en... ¡Dios, no puedo creer que de verdad seas tú! —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja que iluminó sus ojos oscuros.
—¡Lo sé, yo...! —Hizo una pausa y volteó hacia Michael—. Maldición, ¿quieres bajarme de una buena vez?
—Eh, amigo… —Allan pareció reparar en Michael por primera vez—. ¿Por qué la cargas?
—Tiene una astilla muy enterrada en el pie —informó mientras la bajaba con cuidado. Ella se detuvo en un pie, tambaleante.
Allan la miró y arrugó la nariz.
—Auch, debe de doler.
—Algo.
Reby perdió el equilibrio y se fue de bruces. Cayó en los brazos de Allan, pero, sin hacer ademán de moverse, se quedaron así. Ella terminó por abrazarlo, él sonrió y apoyó la barbilla sobre su cabeza: le devolvió el abrazo.
—¡Qué asco! —exclamó el hermanito de Allan, escandalizado, y los observó con horror.
Michael no sabía para dónde mirar. Para su incomodidad, las turistas no quitaban sus miradas hambrientas de su torso desnudo.
Entonces, carraspeó.
—Bueno, si nos disculpas —empezó a decir y jaló a Reby de la camisa, «su» camisa—, hay una astilla que tengo que sacar.
Reby frunció el ceño, sin soltarse de Allan.
—Te agradezco mucho, pero será mejor que la lleve a un hospital —se apresuró a decir Allan.
Michael agitó una mano, despreocupado.
—No hay problema, corre por cortesía de la casa.
—En serio, no tienes por qué molestarte —insistió Allan que mantenía un tono cordial—. Vine en auto y el hospital no está lejos.
—Sí, sí, pero...
—Por el amor de Dios, Michael, ya cierra el pico —intervino Reby y los dejó perplejos por la brusquedad—. Me voy con Allan. Gracias de todos modos y hasta nunca.
Le pasó un brazo por encima de los hombros a su amigo para que la ayudara a avanzar ya que cojeaba con un esfuerzo lastimoso. Allan le lanzó una mirada de disculpa a Michael antes de darle la espalda. Él los observó marcharse, hasta que a medio camino se detuvieron. Reby lo miró por encima del hombro e hizo que regresaran.
Cuando estuvo de nuevo frente a Michael, extendió la palma hacia arriba. Él la observó sorprendido.
—Dámela.
—¿Darte qué?
—No te hagas. Estoy hablando de mi pulsera.
—¿Cuál pulsera?
—¡La que tus amigotes me quitaron! Recordé a los bastardos cuando me la robaron.
Michael enarcó ambas cejas y la miró como si estuviera loca:
—Sigo sin saber de qué estás hablando.
Reby abrió la boca para seguir con la letanía, pero antes de decir algo, Allan le puso las manos en los hombros y la instó a retroceder.
—Reby, está bien —le dijo al oído—. Si la encuentran, regresaremos por ella. Ahora tenemos que irnos, deben atenderte.
—¡No! Esto es importante, esa pulsera...
—Reby —intervino Michael en voz baja—, te doy mi palabra de que la recuperarás. Preguntaré si alguien la vio y la guardaré por ti.
Ella dejó de forcejear y sostuvo la mirada del hombre que la rescató de las panteras. Había algo en sus ojos solemnes que la tranquilizaba ya que supo, en el fondo, que estaba diciendo la verdad.
Sus hombros se relajaron bajo las manos de Allan y volvió a apoyarse en él para caminar.
Billy Byron probablemente era el hombre más británico del mundo. Tenía el acento demasiado marcado, usaba calzoncillos con la bandera del Reino Unido estampada y peinaba su canoso cabello hacia un lado. Además, siempre vestía con pantalones y camisas formales, se abotonaba el chaleco a rayas y utilizaba una chaqueta a juego. Incluso, tenía por ley usar un reloj antiguo con cadena y guardarlo en el bolsillo interior de su chaqueta. Y, como buen inglés, Billy amaba el té: coleccionaba toda clase de plantas para hacerlo de forma natural.
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