Ingrid V. Herrera - Te quiero pero voy a matarte

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Cosas que debes hacer si tu nombre es Reby Gellar: 1. Aléjate del agua 2. No caces gatos. 3. No te enamores del amor de tu vida. 4. No te comas al amor de tu vida. Reby no tiene nada fácil, sobre todo, lo relacionado a su linaje. La sangre Gellar corre por sus venas y gracias a ella carga con una extraña condición: al contacto con el agua, se convierte en un
mortal felino que no puede distinguir entre su instinto animal y las personas que ama. Víctima de su situación, Reby se vio obligada a vivir sola y desamparada la mayor parte de su vida; pero, harta de esto y por temor de dañar a sus seres queridos, decide ir a buscar la poca familia que le queda y recurre a Sebastian, su primo. Junto a él y a Michael, un chico de gran corazón dispuesto a todo por ayudarla, se enfrentarán a una sucesión de peligros, de garras, de maullidos y de sentimientos encontrados. Entre los tres deberán desentrañar el misterio familiar de las trasformaciones y huir de la persona que sabe cuál es
el secreto mejor guardado de la dinastía Gellar.

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Sin embargo, los padres de él se divorciaron y tuvieron que mudarse un tiempo después. Pero no resultó un problema muy grande ya que seguían viéndose en la escuela, organizaban pijamadas en la casa de alguno de los dos o pasaban horas al teléfono. Y fue así hasta que Allan creció y se hizo consciente de que había temporadas en las que Reby faltaba a la escuela por mucho tiempo. Cuando llamaba a su casa, la respuesta que recibía siempre era una cortante variación de: «Lo siento, está enferma, no puede hablar contigo».

Cuando ella se «recuperaba», evitaba las fuentes del parque, el aspersor del jardín, las pistolas de agua, las piscinas, el río, los charcos y… las nubes. En especial, las más grises. Allan se percató de que algo no era normal en Reby: una pieza ya no encajaba.

Estiró el brazo para cerrar los dedos en torno a los de ella y le dio un apretón.

—Saliste en las noticias. Eres famosa.

Reby miró sus manos unidas y esbozó una débil sonrisa:

—Qué vergüenza.

—¿Cómo acabaste en la calle?

Ella se encogió de hombros y observó al vacío.

—Tuve que esconderme en el bosque. No sé, tal vez me desorienté y acabé en la civilización. —Levantó el rostro, cansada—. El resto ya lo sabes.

Le contó lo del zoológico en la sala de espera del hospital cuando Jamie correteaba a lo largo del pasillo y no les prestaba atención. En ningún momento pudo parar de temblar y Allan tuvo que tomar sus manos con fuerza.

Guardó silencio y comenzó a recordar la jaula de las panteras: ella atrapada, los rugidos, el aliento putrefacto, la sangre y la carne cruda... Los temblores regresaron a sus manos. Sintió que Allan le apartaba un mechón de la cara y se lo colocaba tras la oreja con ternura.

—Reby, necesitas darte un baño —dijo despacio.

Ella chilló escandalizada. Parecía como si le hubiese pedido que reviviera a los muertos. Apartó su mano de un manotazo y se puso de pie con un salto.

—No, de ninguna manera. —Meneó la cabeza con frenesí—. No, Allan. Sabes perfectamente lo que pasará y no puedo. No. No puedo hacerlo. Déjame vivir unas pocas horas más en mi propia piel...

—Reby...

Él se acercó con cautela, pero ella comenzó a retroceder.

—Tu piel... ¿sabes cómo está tu piel en este momento? ¿Acaso ya te has visto en el espejo?

Él dio unos pasos más y ella caminó hacia atrás.

—Estoy bien así.

—No te has bañado en días.

—La lluvia...

—Eso no cuenta.

—Por favor —suplicó entre gemidos de impotencia cuando su espalda se topó con la pared.

Allan la jaló de un brazo, sin brusquedad, pero con firmeza. La colocó delante de él y la pegó a su pecho para girar con ella a un lado. Con la mano libre, subió su barbilla y la obligó a mirar al frente, hacia el espejo de cuerpo entero que estaba sobre la pared.

El cabello enredado y polvoso, una cara tan sucia que lo único que resaltaba era el azul zafiro de sus ojos, los brazos mugrientos, las rodillas raspadas, los pies lodosos y… la enorme camisa de Michael que lucía como la mierda, literal.

Con ambas manos, Reby tomó el brazo de Allan que la sujetaba y lo apartó, sin dejar ver al espejo con una mezcla de asombro y tristeza.

—¿Qué tal, eh? —murmuró él, con voz liviana.

Podría jurar que le pareció haber visto temblar el labio inferior de Reby, de no ser porque, de inmediato, apretó la mandíbula y aplastó hasta el más mínimo signo de debilidad.

—Tal como yo lo veo, soy un aborto de macaco.

—Tal como yo lo veo —tomó los gruesos y largos mechones que le caían sobre los hombros y los echó tras la espalda—, haces que hasta la mugre se vea linda. En serio. Pero no es saludable que andes tan desastrosa como una Emily Rose exorcizada.

Reby guardó silencio y se limitó a continuar con los ojos perdidos y la expresión vacía.

De repente, vio que Allan sostenía una alargada caja de madera rectangular, ella no notó en qué momento la había dejado sola: se había concentrado demasiado en su reflejo. Su estómago dio un violento vuelco cuando reconoció lo que él tenía en las manos. Tragó una saliva amarga y miró a su viejo amigo con conmoción.

—No creo que seas tan injusto —le dijo con su voz, tensa, y negó con la cabeza.

Por el bien de ambos, Allan la ignoró y levantó la tapa con los dedos, despacio.

—¿Recuerdas que tu madre usaba de estas para que nadie saliera lastimado?

—No es cierto, siempre había alguien lastimado.

Reby soltó un leve gemido al asomarse al interior de la caja...

—¿Quién?

... y ver una larga, oxidada, gruesa y tosca cadena metálica de aspecto muy cruel.

—Yo.

Dio un paso atrás al ver que dejó la caja en el suelo y su interior se colmó de turbación cuando la empezó a sacar con la misma precaución con la que tomaría una pitón. Se la echó al hombro y los eslabones tintinearon con furia, en su espalda, al rozarse unos con otros.

Miró a Reby con afecto y le extendió su mano.

Pese a que no dejaba de temblar, aceptó y permitió que la llevara al cuarto de baño. Lo primero que vio fue la ducha suspendida sobre la tina de porcelana blanca. Allan debió leer en ella las ganas de huir, de modo que alargó un brazo y presionó el seguro de la puerta. Después, sin mediar ni una sola palabra entre ellos, giró una llave del grifo y luego la otra. El chorro manó con una potencia abrumadora y el agua empezó a llenar la bañera con rapidez.

Allan pasó un extremo de la cadena por encima del tubo que sostenía la cortina de plástico. La aseguró y tironeó con fuerza para comprobar que nada se viniera abajo. Sus movimientos eran precisos: automáticos, expertos, concentrados.

Como alguien que ya lo había hecho varias veces en el pasado.

Formó una especie de holgada horca con el otro extremo de la cadena y, con pequeño gesto, le pidió a Reby que se acercara. La situación tenía un cierto doble sentido, parecía como si estuviera preparando todo para un suicidio.

—¿Dónde está tu ropa? —Pasó la cadena por encima de su cabeza. Reby sintió el frío y aplastante peso del metal sobre los hombros.

—Debe estar en el bosque, junto con toda la maleta y mi guitarra.

—No es problema. Mi madre debe tener algo que te sirva.

Él se inclinó sobre la tina, alcanzó una botella de champú y empezó a derramarlo sobre el agua. Se subió la manga hasta el codo y metió la mano para revolverlo hasta que formó una perfumada capa de espuma. Cuando terminó, sacudió su brazo y cerró el grifo.

Reby lo observó con fascinación. Encontraba atractiva la forma hogareña con la que se movía.

—Se nota que tu madre te pone a lavar tus calzoncillos a mano —dijo, admirada.

—Ten cuidado con el piso. —Allan tomó una toalla de mano para secarse y fingió que no escuchó—. Se pone resbaloso. El tapón de la tina no está bien puesto para que el agua se vaya drenando de a poco… Así que, apúrate. —Su voz se hacía más queda conforme daba instrucciones.

Se aproximó a la puerta, tomó el pomo y antes de salir, la miró lleno de preocupación por encima de su hombro.

—Cierra la puerta con seguro cuando yo salga. —Se fijó en la cadena y la señaló—. No vas a alcanzar. Quítatela, cierra y vuelve a ponértela. —Ella asintió con vaguedad y provocó que él se exaltara—. ¡No, Reby! ¡Prométeme que te la pondrás de nuevo!

Ella levantó ambas manos.

—De acuerdo, ¡de acuerdo! Me la pondré, lo prometo, pero...

—No hay peros.

—... de nada va a servir si me dan ganas de echarla abajo.

—Pues te controlas y punto —masculló y salió tras azotar la puerta, sin querer. De manera automática, se arrepintió y quiso golpearse contra la pared: había sido muy rudo con ella. Se maldijo para sus adentros, se apoyó en la puerta y moduló el tono de su voz.

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