1 ...6 7 8 10 11 12 ...24 —Pon el seguro, Reby. —No hubo respuesta. No hubo ningún chasquido. Trató de serenarse y respirar hondo—. Por favor.
Silencio.
—Reby, cariño, solo te estoy pidiendo que pongas el jodidísimo...
Chask.
Ahí estaba el seguro.
A partir de ese momento, Allan sintió su propio pulso atorado en la garganta. Se apresuró a la sala y, en caso de emergencia, tomó el teléfono con rapidez. Al regresar al pasillo, se detuvo un momento para echar un vistazo hacia la cocina: sopesó la idea de tomar un cuchillo, solo por si acaso...
Sacudió la cabeza y siguió hacia adelante, dejó tirada la opción tras de sí.
«Es Reby, solo Reby».
Sus pasos se detuvieron frente a la única puerta del pasillo adornada con calcomanías de súper héroes, huellitas dactilares con acuarela e intentos fallidos de Picasso con crayolas.
Entró con sigilo. Jamie dormía la siesta acurrucado en su cama con forma de auto de carreras. Allan apartó con el pie los juguetes desperdigados en su camino y tomó, del rincón, la mullida silla mecedora de cuando su hermano era un bebé y no tenían más opción que sentarse con él hasta que se durmiera. La arrastró hasta la puerta y agradeció que la alfombra amortiguara el ruido.
La trabó contra el pomo. Así es, no se le ocurría nada mejor que lo que las películas de zombis le podían ofrecer como método temporal de salvación.
—¿Qué estás haciendo? —La voz aguda y soñolienta de Jamie lo hizo pegar un brinco. El pequeño se había medio incorporado en un codo y se restregaba un ojo con los nudillos.
Allan se obligó a descomponer su cara de pánico y cambiarla por una sonrisa tranquilizadora. Se acercó a la cama del niño, apartó la manta y se metió dentro. La diminuta cama crujió con su peso y tuvo que doblar mucho las piernas para entrar. Jamie se echó a un lado para hacerle más espacio a su hermano mayor.
—No pasa nada —susurró y trató de sonar «normal»—, duérmete.
Jamie bostezó y dejó que su mejilla cayera de nuevo sobre la almohada. De inmediato, Allan aprovechó y le cubrió el oído libre con la mano.
—Allan, ¿por qué me tapas la oreja? —murmuró, confuso.
—Es para que no me escuches roncar.
—¿Y por qué debería escucharte? Tú tienes tu cama.
—Sí, pero creo que la mojé.
Allan deseó con desesperación que se durmiera de una vez.
—Tú no... —Jamie bostezó, sus párpados entrecerrados le pesaban—. Tú no mojas la cama. Eres grande.
—¡Claro que sí! —exclamó y fingió una voz convencida—. Eres mejor que yo en esto, Jamie, además... —Se calló cuando notó que el niño ya no lo escuchaba.
Allan no tuvo que esperar demasiado para escuchar la primera protesta de la cadena contra el tubo del baño.
Cerró los ojos con fuerza mientras presionaba un poco más el oído de su hermano.
Un rugido.
La cadena que luchaba por no ser destruida.
Otro rugido.
Algo que se hizo añicos. El espejo sobre la tina...
Un gruñido bajo.
Otra cosa que se rasgaba.
«Por Dios, que sea la cortina y nada más».
En más de una ocasión consideró tomar a Jamie en brazos y salir de ahí. La calle parecía más segura en ese momento. Sentía el sudor frío brotar de su frente y resbalar por los laterales de su nariz. Esta era la pieza que de pequeño no podía encajar, pero, ahora, ya era caso cerrado. Pensó con preocupación en lo que le iba a decir a su madre cuando viera el cuarto de baño destrozado.
En el interior del cuarto de baño, había un monumental animal de pelaje oscuro. Con sus cuatro patas tiraba, furioso, de la cadena que lo retenía de salir y aplastar el mundo. Una cadena que, hacía unos minutos, descansaba sobre los finos y delgados hombros de una chica. Pero, ahora, apretaba el musculoso cuello de una fiera: una pantera de exóticos ojos azul zafiro.
Reby.
De su pelaje oscuro escurrían chorros de agua enjabonada con olor a coco hawaiano. En su garganta vibró un sonido gutural y saltó fuera de la tina. Error. Las almohadillas de sus enormes patas resbalaron al primer contacto con el piso y derrapó algunos centímetros con la barriga pegada al azulejo. Lo único que evitó que se golpeara contra la puerta fue la correa metálica que tiraba de ella.
Expresó lo poco que le gustaba la situación con un gruñido y siguió tirando. Trató de roerla con sus filosos colmillos y la arañó con sus zarpas hasta que se dio por vencida. Se sentó en los cuartos posteriores. Sacudió su cabeza, para quitarse el exceso de agua, con tanta fuerza bruta que volvió a caerse desparramada en el suelo.
—Vaya… Con que la señorita «Trasero al Aire» es una de ellos.
Michael echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada de satisfacción. El júbilo le duró hasta que Pimienta, atento a las tonterías y descuidos de su amo, aprovechó el momento exacto para dar un salto sobre el sofá y secuestrar el sándwich de mantequilla de maní que lo seducía desde hacía un buen rato.
—Pero qué... —Echó a un lado la laptop que descansaba sobre su abdomen, se levantó de sopetón y alcanzó a su pequeño perro antes de que este pudiera huir—. Eres un verdadero terrorista —le dijo mientras lo alzaba frente a sí.
Pimienta lo miró con el sándwich en el hocico y la cola entre las patas. Michael sostuvo al animal bajo su axila y con la otra mano le confiscó el artículo robado.
—¡Perro malo! No dejaste nada rescatable. —Caminó hasta la cocina y arrojó el sándwich a la trituradora de comida. Se aseguró de que su mascota observara el funeral—. Fíjate bien, amigo. Si vuelves a hacer eso, ninguno de los dos podrá tenerlo.
Lo puso en el suelo y le abrió una lata de comida para perros que hacía un extraño sonido al caer en el plato. ¡Plaff!
—Bon appétit!
Volvió a tomar una posición cómoda en el sofá y acercó la laptop. Entrecerró los ojos cuando el brillo de la pantalla le dio de lleno en la cara, la oscuridad comenzaba a devorarse la casa.
En cuanto llegó del trabajo, Michael tomó una ducha rápida y se sentó a escarbar entre sus sesos. Quería saber por qué el escudo de la pulsera le resultaba tan familiar. En algún punto, su mente le susurró un recuerdo.
Hace dos años, un hombre, de esos estirados bien vestidos que cuando van al baño excretan dinero, tuvo la bondad de donar una generosa cantidad al zoológico. Sí. Lo recordaba muy bien ya que ese día, como agradecimiento, Billy Byron le ofreció a Míster Billete un recorrido VIP por el zoológico.
Ninguno de los dos contó con que el lugar se colmara por la prensa. Michael estaba haciendo su trabajo cuando vio pasar a la bola humana pegada al hombre. Los periodistas estaban aglomerados y sostenían en lo alto cámaras y micrófonos con logotipos de programas especializados en chismes de la farándula.
Gritaban varias preguntas a la vez y Michael no entendía qué querían a causa del ambiente caótico que seguía al hombre mientras avanzada. Solo logró captar algunas palabras sueltas y frases inconexas que juntas le daban algo de sentido a todo el embrollo.
«¿Por qué no lo había declarado antes?». «Gregory». «Secreto». «Gellar». «Deshonra». «Hijo». «Polémica». «Sebastian».
Gellar, Gellar, Gellar.
Eso era lo que más repetían. Gregory Gellar. El abogado consentido por los artistas, al parecer, estaba en el ojo del huracán por un problema familiar del que nunca pudo enterarse con exactitud qué había pasado como para juzgarlo.
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