María Casiraghi - Otro dios ha muerto

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Otro dios ha muerto narra la incesante historia del despojo de las tierras del pueblo mapuche. María Casiraghi, cuyo talento sorprendió a la crítica con su libro de relatos
Nomadía que tiene también por escenario la Patagonia argentina, en esta novela recupera el testimonio vivo de Petrona Prane, hija del cacique Emilio Prane, cuya familia fue víctima del saqueo y la expulsión violenta de su pueblo por los militares.Con una pluma honda y encendida, la autora, apoyándose en entrevistas con la protagonista y documentos legales sobre el caso, nos relata los avatares de Petrona, su dura infancia, la vida en la comunidad, y el posterior exilio en las ciudades hasta sus últimos días, en una radiografía profunda y poética donde el drama tiene de fondo la fantástica cosmogonía de los mapuches y como escenario ancestral el mítico y real País de las manzanas.La tragedia de los Prane sigue vigente aún hoy por lo que este libro toca una llaga abierta de la injusticia con los pueblos originarios de América.

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En este caso, lo que le contesté a mi amiga es lo que se dice cuando uno vuelve de un viaje. Hay dos tipos de viajeros, los que miran el mapa y los que miran el espejo: los primeros están viajando, los segundos, sólo están volviendo a casa.

Siempre pasa lo mismo cuando uno se va. Al principio disfruta, aprende, se siente libre. Después, pasado el primer momento, generalmente hacia la mitad del camino, empieza a cansarse, ya no tiene tantos deseos de conocer lugares nuevos, comienza a experimentar el anonimato como una verdad insoportable, y crece en uno el miedo de que la distancia sólo ayude para que los otros nos olviden. Si decidimos seguir andando, comenzamos a sentirnos livianos, mucho más que en el comienzo, sin deudas con nada ni nadie, nos da lo mismo llamar o no llamar, regresar o quedarnos para siempre, nos volvemos poderosos.

Esta es la primera vez que retorno de un viaje sin gloria, sin testigos, sin necesitarlos. Es como estar en otra piel, haber dormido y despertar con el cuerpo cambiado, las manos más grandes, la cara más ancha. Tal vez esté pasando al bando de los que al viajar miran el mapa, y el riesgo sea ese, justamente: no poder volver a reconocerme en un espejo nunca más.

Me levanto temprano con la idea de comenzar de una vez mi tesis. En la cocina está mamá que me recibe como cada mañana con su infinito caudal de noticias intrascendentes. Oigo sin escuchar y me encierro en mi cuarto a trabajar. Paso el día perdiendo el tiempo, frente a la computadora sin escribir una sola palabra. Hastiada, salgo a la calle. Camino unas pocas cuadras hasta llegar a una plaza. Me siento en un banco vacío y saco parte del material sobre historia mapuche que me traje del sur. Pienso que tal vez lo que me frena a escribir es que aún no he leído lo suficiente. Jorge, un antropólogo de Pico Truncado amigo de Petrona, me dio una serie de libros interesantes y una pila de artículos sobre el tema diciendo que me aclararían muchas cosas.

Tomo uno de ellos “ Confinamiento, deportación y bautismos: misiones salesianas y grupos originarios en la costa del Río Negro (1883-1890) ”, Walter del Rio es el autor. Abro el texto en cualquier página, dejando que el azar sea quien sugiera mi lectura. Me detengo en una cita del padre salesiano Domingo Milanesio: “...ellos creían que con ser argentinos bastábales para ser también cristianos,...”.

Milanesio, junto a otros curas salesianos, formaba parte de las llamadas misiones “volantes”, en 1887, en las cercanías de Chinchinales donde vivían los caciques Sayhueque y Ñancuche y un gran número de familias indígenas bajo el control del ejército argentino. Sayhueque era pariente lejano de Petrona.

Levanto la mirada, interrumpida por los gritos y risas de unos niños que juegan en un arenero en el centro de la plaza; están al cuidado de sus empleadas domésticas. Todas visten con un delantal que las identifica y a la vez les borra el nombre. Oigo hablar a dos de ellas, aunque no puedo escuchar lo que dicen por su acento, una parecería santiagueña, la otra es sin duda paraguaya; ambas tienen rasgos indios, no deben tener ni dieciocho años.

Los chicos corren y no sienten el frío, pero las empleadas tiemblan y se friegan los hombros y los brazos para entrar en calor. En estas lejanías, cada una de ellas se construye como una arquitectura dolorida. Aquí, ni la intemperie les pertenece. Pienso en esta plaza como un campo de concentración de sus tristezas. Al mirarlas, trato de imaginar sus casas natales, sus pequeñas nostalgias cotidianas, los hijos que han dejado atrás. Mujeres condenadas a hacer jugar y a no poder jugar nunca.

Al azar, otra vez, cambio de lectura, ahora son textos de Perito Moreno. En el sur leí muchas cartas que intercambiaba con los caciques, en especial con Sayhueque, parecía que se entendían muy bien. Era el padrino de un hijo de Sayhueque y se llamaban compadres.Se respetaban el uno al otro. Sin embargo, después de todo lo leído me pregunto: ¿acaso Perito Moreno no colaboró para que Sayhueque se vea obligado a entregarse? Jorge decía que habían existido dos Perito Moreno, el joven idealista, y el viejo desilusionado de la realidad que él mismo había ayudado a forjar. Transcribo para el capítulo histórico de mi tesis esta crítica de Perito Moreno a la Campaña del Desierto:

“Treinta y cuatro años han transcurrido desde que el cacique Ñancucheo desapareció defendiendo el suelo en que nació, desde que con medios violentos, innecesarios, quedó destruida una raza viril y utilizable, y desde esa fecha, aún cuando ya hay en la región florecientes pueblos y la cruza en parte el riel, estorban su progreso concesiones de tierra otorgadas, a granel, a potentados de la Bolsa, una vez que la frontera avanzó, lo que hace que decenas de leguas estén en favor de un solo afortunado. (…)

Leyendo, he perdido la noción del tiempo. Cuando vuelvo en mí es de noche, tengo que regresar a la casa. Pero necesito caminar, alejarme de esta ciudad, aún estando dentro de ella. Al tiempo de andar sin rumbo, las calles se vacían, ya estoy demasiado lejos como para volver a pie. Apuro el paso para tomar el último subte. Una vez adentro, me extiendo en una butaca, agotada.

Al final del trayecto me despierta un hombre mayor.

-¿Dónde estamos?-pregunto.

- Bajo tierra -responde.

-Tengo que subir- explico.

-Sus cosas- me dice, sin mirar atrás.

Tomo los libros que estaban desparramados en los asientos y sigo al hombre hasta la boca del subte.Con el aire frío de la medianoche me viene una inesperada desolación por la ausencia de mi padre.

Petrona me dijo un día que ella hablaba con sus antepasados. Yo respondí:

-Después de la muerte hay muerte, mi padre es polvo.

Siguió tejiendo silenciosa, como si no hubiese oído, pero nada se le escapaba, nunca. A mitad de la noche, dijo:

-¿Todavía piensas en él? Entonces, tu padre existe. Tú también eres tu padre.

Cuando abro los ojos, es mediodía. Otra vez me levanto para trabajar en mi tesis. Me dispongo a ordenar mis papeles de trabajo. Mi cuarto parece una biblioteca y al mismo tiempo mi casa. En la mesa, mi diccionario etimológico español está abierto en la letra “f”, sobre una bandeja llena de migas de pan. Me acerco y releo: “familia”, del latín famulus: esclavo, criado. Para la cultura grecorromana, familia es el “conjunto de los esclavos y criados de una persona”. Releo esta definición en voz alta, irónica, como si estuviera dando una clase de filología.

Hace tanto tiempo que no salgo, que no hablo con nadie. Siempre que veo a mi familia o a mis amigas, tengo la sensación de estar perdiendo el tiempo. No es culpa de ellos, ni siquiera mía, pero la realidad es que cada día que paso acá es como una hora en la Patagonia. No puedo explicarme por qué, estando allí me parecía que todo tenía sentido, aún si pasase el día entero mirando un mismo cerro o dando vueltas en el monótono pueblo de Pico Truncado.

Sobre mi escritorio hay una carta. Leo el remitente: “Petrona Prane”. Es la primera carta suya que recibo. Lamenta que no haya vuelto y me invita al próximo camaruco, a comienzos de la primavera. Faltan solo diez días, pienso, y no tengo plata para el pasaje.

Comienzo a trabajar hurgando en dos diccionarios etimológicos, uno de mapudungun de Erize y otro español de Corominas. Empiezo indagando las palabras claves: tejido, telar, tejer, y sus derivados.

Busco primero la etimología de la palabra tela en el diccionario español. Sus variantes me recuerdan su relación con la palabra telaraña, y por supuesto con esta cósmica criatura tejedora, la misma a la que se refería Petrona cuando tejía; así como texto y textil derivan del latín “texere”, que es tejer, en este texto está el tejido de la memoria de los mapuches. El termino español telar, o tela, ya no ofrece más secretos, pero el mapuche parece inacabable. Jorge me explicó que mapudungun significa “habla de la tierra”, es una lengua infinita, cuyas palabras se abren, permanentemente, a significados múltiples.

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