Casiraghi, María
Condor / María Casiraghi. - 1a ed. - Florida : El Cedro Azul, 2020.
libro digital, EPUB
archivo digital: descarga / isbn 978-987-8439-02-0
1. Poesía Argentina. I. Título
CDD A861
Ficha técnicaImágen de portada: Monte León, huellas, fotografía de Marta Caorsi Diseño y maquetación: info@textum.com.ar
Contactomariacasiraghi@gmail.com
Lugar de publicación: Florida, Buenos Aires, Argentina
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.
A Iulan y Teuco, mis dos alas.
I
Si quieres ser el primer hombre de la tierra
abre estas rocas, ahora.
Habrá tiempo
después
para pintar las cuevas.
Como el silencio, refúgiate
en los tímpanos de la montaña
oye
solamente
la fe de la naturaleza.
Que se apaguen los otros
esos que esperan
como tú
que suban el telón los buitres.
Porque esta butaca es tuya.
Pero el tiempo, impune,
se ha vuelto desertor.
Paciencia
estos parajes de América
no escupen tiempo ni sangre
son espejos de arena
donde hasta el viento se detiene para verse
con sus alas
incesantes
moviendo la historia.
Verás lo que puedas ver.
Verás solamente
lo que ellos
quieran que veas.
Siempre en el mismo planeta
cansado de los mismos paisajes
pides un vuelo ajeno
que te haga temblar
planeando lentamente en tus sigilos
mirando todo desde arriba
creerás que es tuyo
también
el paraíso.
Las aves saben que nunca se alcanza el cielo.
Su don
es hacerte esperar.
El espacio de sus viajes
es de carne
es materia.
No es tiempo de abandonar la tierra
aún es tu lugar,
tu precipicio.
No salen de sus nidos
no se oye siquiera el aleteo de ayer
de años atrás.
Habrá que aprender
que la era de la siembra humana
no comparte relojes
con las horas de las aves
(las madres cóndoras
sólo amamantan su instante
y cultivan terrazas sin época
para que nada suceda).
Habrá que esperar
que los cóndores digieran la mañana
la vendimia en la altura
es siempre suave
como el agua que baña a los niños
como llovizna que roza las campanas.
Ellos recogen corazones recién muertos
y los comen
para duplicar su alma.
Esta mañana, somos iguales
extranjeros
y americanos
esperamos la misma revelación
hombres y mujeres
buscando en la atmósfera
energías que ya no da la tierra.
Todos juntos, promiscuos
y apunados
por desear la altura del tiempo.
Niños que aún creen
que saltando llegarán a Dios.
Tanta inquietud
tantos suspiros desmesurados
de los hombres hacia el misterio
retumba
cada mañana
en el fondo del cañadón.
Pero hay un eco que no es nuestro
más allá del río, en la piel de las piedras.
Su sonido se nutre
de la templanza del cóndor
y al resonar en las rocas
parece que estuviera vacío.
El cóndor, que no se acobarda,
que no se agota en su silencio,
le dio cuerda
en el pasado
era una época sin música
cuando el hombre todavía no besaba
cuando el hambre era aún inapetente.
Cuando el sol se asoma
vemos salir
de a uno
a los actores del Cañón del Colca.
Cada cual en su atalaya
espera.
Pasan los segundos
los minutos
y parecen horas.
Los cóndores, inalterables,
desoyen el griterío de esos seres
nacidos en lugares donde no existen los milagros.
Hombres
con miedo de estar perdiendo el tiempo
de haber venido de tan lejos
para nada.
Como pasa en nuestra vida, pienso mientras los veo y me veo
y empiezo
yo también
a temer
que el día no comience.
Vienes a pedirles paz
peregrino entre peregrinos.
Todos traemos un olor
lo arrojamos al vacío
y rogamos a ellos
que se acerquen
a olfatear nuestra cáscara
indolente.
Que ronden y ronden
estos despojos
que nos saquen la piel
y la destrocen
de una vez
que nos dejen también
sobrevolar
nuestra muerte
que se lleven las ampollas
y nos dejen los caminos.
La memoria es carroña
si el que vuela más alto es un buitre.
En estas intemperies
quien persigue un ave
se exilia de sí mismo.
Es un triste que no puede verse hombre
un hombre que no puede verse triste.
Por eso se le acerca
con lentes, con lupas, con disparos
creyendo que sólo por volar, las aves son felices.
Pero no caben, juntos, el triste y el ave
en el reflejo del lago
su sombra
eclipsa nuestra sombra
y todo lo que éramos.
El aire no alcanza
La tierra no alcanza.
El infinito
(de quedarse solo)
tampoco soportaría la eternidad.
Primero baja el jefe
luego todos los demás
para tirarse al vacío
hay que contemplar
al que más sabe
el que ya ha se ha caído
y tiene en su cuerpo la marca de las rocas.
Es él quien elige qué comer y qué dar de comer
qué mirar y qué dar de mirar
y el que volando
enseña a equivocarse.
Así, el cóndor joven
trazará la misma la ruta de sus padres
caerá en los mismos agujeros
con las alas prestadas.
Ya decían los primeros hombres
que las aves no son libres,
sin embargo
por cada cóndor despeñándose
rompemos una reja
cuánta libertad llovizna cuando lloran los pájaros.
Cuando un cóndor
encuentra una grieta
no ve la sangre de la roca
no teme los resquicios
líquidos
de la montaña.
La intemperie es fría
las heridas
calientes.
Sabe
que no puede refugiarse
si no es
donde se ha roto la naturaleza
si no es en ese hueco
que se abre en los paisajes más perfectos
cuando el sismo
de la vida se violenta
tras años de estar quieta.
Sólo allí
donde la piedra se vulnera
el cóndor alimenta sus crías
con la leche de un mar difunto
con la rabia de la roca sedentaria.
La arcilla sufre
cuando es plana
sin cóndor
que la fecunde
y sin viento que la rompa.
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