Cuando me percaté de que se había vuelto a enterrar bajo las bolas, me lo tomé a broma, tratando de fingir que estábamos jugando al escondite. Era terriblemente consciente de la impresión que le debía de estar causando, con mi corpulencia y uniforme, y con mi acento.
Pero cuando llegué a la casita allí no había nadie.
«¡Se han olvidado de ella!», gritaba yo una y otra vez, y cuando lo entendieron se sumergieron conmigo en el mar de bolas y empezaron a cogerlas y a apartarlas a puñados, pero ambos desistieron mucho antes que yo. Cuando me giré para arrojar más bolas a un lado me apercibí de que se limitaban a observarme.
Ni se creían que la niña hubiera estado allí ni que se hubiese marchado. Me dijeron que la hubieran visto, que habría tenido que pasar por su lado. Me repetían una y otra vez que me estaba comportando como un loco, pero no trataron de detenerme, y yo terminé vaciando el recinto, hasta la última bola, mientras ellos permanecían allí de pie esperando a la policía a la que yo les había obligado a llamar.
El parque de bolas estaba vacío. Debajo de la casita de juegos había una zona mojada que los cuidadores debían de haber pasado por alto.
Durante varios días no me encontré en condiciones de ir a trabajar. Me sentía febril. No dejaba de pensar en ella.
Solo la había vislumbrado un instante, hasta que la oscuridad la envolvió. Tenía cinco o seis años, y se la veía pálida, sucia y desvaída, y fría, como si la estuviese contemplando a través de agua. Llevaba una camiseta manchada y estampada con una princesa de algún dibujo animado.
Me había mirado con los ojos abiertos de par en par, la mandíbula apretada y los deditos regordetes y grisáceos aferrados al borde de la casita.
La policía no había encontrado a nadie. Nos habían ayudado a recoger las bolas y a volverlas a poner en el parque, y luego me habían acompañado a casa.
No puedo dejar de pensar si las cosas hubieran sido distintas si alguien me hubiese creído. Aunque no veo cómo. Cuando días más tarde regresé al trabajo, ya había sucedido todo.
Cuando llevas cierto tiempo en este trabajo hay dos tipos de situaciones a las que temes.
La primera, si al llegar te encuentras una masa de gente tensa y excitada, discutiendo y gritando, tratando de hacerse sitio y de calmarse entre unos y otros. No alcanzas a ver qué hay más allá del gentío, pero sabes que están reaccionando torpemente ante algo malo.
La segunda, cuando una muchedumbre te tapa lo que hay más allá, pero la gente apenas se mueve y reina un silencio casi completo. Esto es menos frecuente y siempre es peor.
A la mujer y a su hija ya se las habían llevado. Yo lo vi todo más tarde, en la grabación de las cámaras de seguridad.
Era la segunda vez que la chiquilla había estado en el parque de bolas en cuestión de horas. Al igual que en la primera ocasión, se había sentado aparte, feliz y contenta, cantando y hablando sola. Cuando se le acabó el tiempo, su madre cargó en el coche el nuevo mobiliario de jardín y regresó para llevársela a casa. Golpeó el cristal y sonrió, y la cría se le acercó satisfecha por entre las bolas, hasta que reparó en que tenía que salir.
En la grabación se ve cómo cambia por completo su lenguaje corporal. Empieza a enfurruñarse y gimotear, y de repente se gira y corre de vuelta a la casita, pisando con fuerza entre las bolas. Su madre parece bastante paciente, de pie en la puerta junto a la cuidadora, llamándola. Se ve charlar a ambas mujeres.
La chiquilla se sienta sola, hablando en dirección a la entrada vacía de la casita, de espaldas a los adultos, entregada obstinadamente a un último juego solitario. El resto de niños siguen a lo suyo, aunque algunos miran para ver qué sucede.
Al cabo, la madre le grita que salga. La niña se pone de pie, se da media vuelta y la mira desde el otro extremo del mar de bolas, con una en cada mano, con los brazos colgando a los costados; levanta las bolas y las observa, y luego mira a su madre. «No —me enteré más tarde que estaba diciendo—. Quiero quedarme. Estamos jugando».
La niña retrocede y se mete en la casita. Su madre se dirige hacia ella a grandes zancadas y se agacha un instante ante la puerta. Se ve obligada a ponerse a gatas para entrar. Los pies le sobresalen de la casa.
En la grabación no hay sonido. Cuando ves sobresaltarse a todos los niños y correr a la monitora sabes que la mujer ha empezado a gritar.
La cuidadora me contó más tarde que al tratar de correr hacia delante había tenido la sensación de que no podía pasar por entre las bolas, como si se hubieran vuelto pesadas. Y todos los niños se interponían en su camino. Fue algo de lo más extraño, de lo más tonto, lo difícil que le resultó salvar los escasos pasos que la separaban de la casita, con varios adultos siguiéndola.
Como no conseguían quitar a la madre de en medio, entre todos levantaron la casa por encima de ella, destrozando las paredes de juguete.
La niña se estaba ahogando.
Por supuesto, por supuesto que las bolas están diseñadas para que sean demasiado grandes para que algo así pueda ocurrir, pero de algún modo la chiquilla había empujado una hasta el fondo de su boca. Algo que debería haber sido imposible. La bola estaba demasiado lejos y demasiado encajada para poder ser extraída. La pequeña tenía los ojos como platos, y sus pies y rodillas rotaban una y otra vez hacia dentro.
Se ve a la madre levantarla y golpearle en la espalda, con mucha fuerza. Los niños están colocados a lo largo de la pared, observando.
Uno de los hombres consigue apartar a la madre y coge a la pequeña para realizar la maniobra de Heimlich. La cara no se ve con demasiada nitidez en la grabación, pero se nota que está ya muy oscura, del color de un moratón, y la cabeza le cuelga inerte.
Justo cuando tiene los brazos alrededor de la niña, algo sucede a los pies del hombre, que resbala en las bolas sin dejar de abrazar a la chiquilla. Los dos se desploman juntos.
Los niños fueron llevados a otra sala. Ni que decir tiene que la voz se corrió por la tienda y todos los progenitores ausentes acudieron en tropel. Cuando llegó el primero, una madre, se encontró al hombre que había intervenido gritando a los niños mientras la cuidadora trataba desesperadamente de tranquilizarlo. El hombre les exigía que le dijesen dónde estaba la otra cría, la que se había acercado y le había hablado cuando él estaba tratando de ayudar, la que se había dedicado a estorbarle.
Ese era uno de los motivos por los que teníamos que reproducir la grabación una y otra vez, para ver de dónde había salido esa niña y qué había sido de ella. Pero de esa chiquilla no había ni rastro.
Desde luego que intenté que me trasladaran a otro centro, pero nuestro sector no pasaba por una buena racha, ni ningún otro. Me dejaron bastante claro que la mejor manera de conservar mi puesto era no moverme.
El parque de bolas estuvo cerrado, en un principio durante la investigación, después por «reformas» y luego más tiempo mientras se debatía su futuro. El cierre se convirtió en indefinido de manera extraoficial, y posteriormente de manera oficial.
Los adultos que estaban al tanto de lo sucedido (y siempre me sorprendía que fuesen tan pocos) pasaban a toda prisa junto al recinto con sus chiquilines bien sujetos en las sillitas y los ojos clavados en la línea que marcaba el camino que llevaba a la zona de exposición, pero sus hijos seguían añorando el parque de bolas. Lo notabas cuando subían por las escaleras con sus padres. Creían que iban al parque y empezaban a parlotear sobre él, a hablar a gritos del laberinto y de los colores, y cuando se daban cuenta de que estaba cerrado, con la cristalera tapada con papel marrón, siempre había lágrimas.
Читать дальше