China Miéville - Buscando a Jake y otros relatos

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La mejor colección de relatos del año. (
Wired) Un escritor de relatos cortos de impresionante imaginación y poderío. Una obra oscura, ingeniosa, aterradora y completamente irresistible. (
BBC Focus) Las historias de Miéville mezclan fervor político con amenazas góticas, y caminan de manera inquietante sobre el filo que separa lo extraño de lo cotidiano… poderosos cuentos de paranoica complicidad. (
Times literary supplement)

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Las paredes del parque de bolas son casi en su totalidad de cristal, para que desde la tienda la gente vea el interior. A todos los compradores les encanta mirar a sus hijos: siempre hay personas fuera, observando con una enorme sonrisa boba. Yo no pierdo de vista a los que no parecen padres.

No es muy grande, el parque de bolas. En realidad no es más que un anexo, pero lleva años aquí. Hay un laberinto para trepar que se retuerce sobre sí mismo, con una red de cuerda por si algún niño se cae; una casita de juegos, y dibujos por las paredes. Y colores por todos lados. Todo el cubículo está cubierto por una capa de más de medio metro de brillantes bolas de plástico.

Cuando los críos se caen, las bolas amortiguan el golpe. Les llegan por la cintura, de modo que los niños se mueven por el recinto como la gente en una inundación. Cogen puñados de bolas y se las arrojan unos a otros. Son más o menos del tamaño de pelotas de tenis, huecas y ligeras, para que no puedan lastimarse. Cuando rebotan en las paredes y en las cabezas de los niños hacen ruiditos, plof-plaf, que les hacen reír.

No sé por qué se ríen tan fuerte. No sé qué tienen las bolas que hacen que el parque sea muchísimo mejor que una sala de juegos ordinaria, pero les vuelve locos. Solo se permite que haya seis niños a la vez, y esperan una eternidad en la cola de entrada. Dentro solo pueden estar veinte minutos. Resulta evidente que darían cualquier cosa por quedarse más. A veces se ponen a berrear cuando les toca salir, y sus nuevos amigos también lloran al verlos marchar.

Estaba en mi descanso, leyendo, cuando recibí el aviso de que acudiese al parque de bolas.

Antes de girar la esquina ya oí gritos y lloros, y al doblarla vi una multitud en el exterior de la gran cristalera. Un hombre estrechaba a su hijo y les gritaba a la encargada de la guardería y a la gerente del establecimiento. El chiquillo tendría unos cinco años, justo la edad mínima para poder entrar. Estaba aferrado a la pernera del pantalón de su padre, sollozando.

La cuidadora, Sandra, trataba de no llorar. No tenía más que diecinueve años.

El hombre le gritaba que no era capaz de hacer su maldito trabajo, que en el parque había demasiados niños y estaban descontrolados por completo. Estaba muy alterado y gesticulaba de manera exagerada, como en una película muda. De no haber tenido a su hijo agarrado a su pierna, hubiera estado paseando arriba y abajo nerviosamente.

La gerente intentaba mantenerse firme pero sin enfrentarse al hombre. Me coloqué detrás de ella, por si las cosas se ponían feas, pero ya lo estaba calmando. Se le da bien su trabajo.

—Caballero, tal como le he explicado, desalojamos el parque en cuanto su hijo se hizo daño, y hemos hablado con los otros niños…

—Ni siquiera saben cuál de ellos fue. Si los hubiesen estado vigilando como es debido, que en eso supongo consiste su puñetero trabajo, entonces podrían ser un poco menos… ineptos de mierda.

El exabrupto pareció poner punto final a su diatriba y por fin se tranquilizó, al igual que su hijo, que lo miraba con una especie de respeto perplejo.

La gerente le aseguró que lo sentía muchísimo y le ofreció un helado al niño. La situación se estaba calmando, pero cuando ya me marchaba vi llorar a Sandra. El hombre pareció sentirse un tanto culpable y trató de disculparse, pero ella estaba demasiado alterada para responderle.

El niño había estado jugando detrás del laberinto, en el rincón junto a la casita, me contó luego Sandra. Se fue enterrando en las bolas hasta quedar cubierto por completo, algo que a algunos niños les gusta hacer. Ella lo estaba vigilando y veía agitarse las bolas a su paso, así que sabía que estaba bien. Hasta que el crío se incorporó tambaleándose y gritando.

La tienda está llena de niños. Los más pequeños, los chiquitines, pasan el tiempo en la sala principal de la guardería. Los mayores, los de ocho, nueve o diez años, suelen pasear por la tienda con sus padres, eligiendo su propia ropa de cama, sus cortinas, un pequeño pupitre con cajones o lo que sea. Pero los de edades intermedias, esos vienen para ir al parque de bolas.

Son muy graciosos, trepando por el laberinto, profundamente concentrados. Riendo sin parar. A veces se hacen llorar entre ellos, desde luego, pero lo normal es que paren en cuestión de segundos. Eso es algo que siempre me descoloca: están berreando, y de pronto se distraen y echan a correr la mar de felices.

A veces juegan en grupo, pero da la impresión de que siempre hay uno que está solo. Feliz y contento, arrojando bolas sobre las bolas, dejándolas caer por los huecos del laberinto, sumergiéndose en ellas como un pato. Feliz, pero jugando solo.

Sandra dejó el trabajo. Habían transcurrido ya casi dos semanas desde aquella bronca, pero continuaba afectada. No me lo podía creer. Le saqué a colación el asunto y noté cómo se le volvían a humedecer los ojos. Estaba tratando de decirle que el hombre se había pasado de la raya, que no había sido culpa de ella, pero no me escuchaba.

—No es por él —dijo Sandra—. No lo entiendes. Ya no puedo estar ahí dentro.

Sentí pena por ella, pero su reacción era exagerada. Totalmente desproporcionada. Me contó que desde el día en que el chiquillo se había llevado aquel disgusto ella estaba en continua tensión en el parque de bolas. Se pasaba todo el tiempo tratando de vigilar a todos los niños a un mismo tiempo. Estaba obsesionada con contarlos una y otra vez.

—Siempre parece como si hubiese demasiados —continuó—. Los cuento y hay seis, y los vuelvo a contar y hay seis, pero siempre parece haber demasiados.

A lo mejor podía haber pedido quedarse y trabajar solo en la sala principal de la guardería, encargándose de las etiquetas con los nombres, de controlar los niños que entraban y salían, de cambiar las cintas de vídeo; pero ni siquiera quería hacer eso. A los críos les encantaba ese parque de bolas. No paraban de hablar de él, me dijo. Habrían estado dándole la lata todo el tiempo pidiendo poder entrar.

Son chiquillos, y a veces se produce algún accidente. Cuando eso ocurre, alguien tiene que retirar con una pala todas las bolas para limpiar el suelo, y luego sumergirlas en agua con un poco de lejía.

En ese aspecto llevábamos una mala racha. Casi cada día, un niño u otro parecía hacerse pis encima, y continuamente nos tocaba vaciar el recinto para limpiar los charquitos.

—He tenido a todos los dichosos críos jugando conmigo, hasta el último segundo, solo para asegurarme de que no fuésemos a tener problemas —me contó uno de los monitores—. Pero después de que se marcharan… se notaba el olor. Justo al lado de la casita de las narices, donde juraría que ninguno de esos cabroncetes ha estado.

Se llamaba Matthew. Dejó el trabajo un mes después de Sandra. Yo estaba pasmado. Me refiero a que eran de esas personas a las que se les nota que los niños les encantan. Incluso aunque les toque limpiar vómitos, babas y demás. Su trabajo era muy duro, como demostraba su marcha. Cuando se fue, a Matthew se lo veía enfermo de verdad, con el rostro macilento.

Le pregunté qué pasaba, pero no me supo decir. No estoy seguro de que él lo supiese siquiera.

Tienes que estar vigilando a los niños de continuo. Yo sería incapaz de encargarme de ese trabajo. No aguantaría el estrés. Los niños son muy revoltosos, y son tan pequeños… Estaría aterrorizado todo el tiempo, temiendo perderlos, temiendo hacerles daño.

Tras todo esto, el clima reinante en la zona infantil no era bueno. Habíamos perdido dos empleados. Ni que decir tiene que la rotación de personal en el resto del establecimiento es vertiginosa, pero en el servicio de guardería la situación acostumbra a ser algo mejor. Tienes que estar cualificado para trabajar ahí, parque de bolas incluido. Reinaba la sensación de que esos dos abandonos eran una mala señal.

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