China Miéville - Buscando a Jake y otros relatos

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La mejor colección de relatos del año. (
Wired) Un escritor de relatos cortos de impresionante imaginación y poderío. Una obra oscura, ingeniosa, aterradora y completamente irresistible. (
BBC Focus) Las historias de Miéville mezclan fervor político con amenazas góticas, y caminan de manera inquietante sobre el filo que separa lo extraño de lo cotidiano… poderosos cuentos de paranoica complicidad. (
Times literary supplement)

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Yo era consciente de que deseaba cuidar a los niños que estaban en la tienda. Cuando hacía mis rondas me parecía que estaban por todas partes. Tenía la sensación de que debía estar preparado para intervenir y salvarlos en cualquier momento. Dondequiera que mirase veía chiquillos, tan felices como de costumbre, retozando por las habitaciones de mentira y saltando en las literas, o sentados en pupitres equipados a la perfección. Pero ahora el rostro se me crispaba al verlos corretear a mi alrededor; y todo nuestro mobiliario, que cumple o incluso supera los estándares internacionales de seguridad más exigentes, parecía estar al acecho a la espera de una ocasión en la que hacerles daño. Veía cabezas heridas en las esquinas de todas las mesitas de café y quemaduras en todas las lámparas.

Empecé a pasar por el parque de bolas más de lo habitual. En el interior siempre había algún muchacho o muchacha con pinta de agobiado tratando de agrupar a los niños, que corrían por entre una marea de plástico brillante que rebotaba de aquí para allá con ruido sordo cuando se lanzaban al interior de la casita o cuando amontonaban bolas sobre el tejado. Los chiquillos solían girar sobre sí mismos hasta marearse, entre risas.

No les sentaba bien. Disfrutaban de lo lindo cuando estaban dentro, pero salían de lo más exhaustos, malhumorados y llorosos. Y empezaban con esos gimoteos típicos de los críos. Se aferraban al jersey de sus padres, sollozando, cuando llegaba la hora de marcharse. No querían separarse de sus amigos.

Algunos niños volvían semana tras semana. A mí me daba la impresión de que a los padres ya no les quedaba nada por comprar. Al cabo de un rato hacían una adquisición simbólica, como por ejemplo un paquete de velitas, y se quedaban sentados en la cafetería, tomándose un té y contemplando por la ventana los grises pasos elevados, mientras sus hijos recibían su dosis de parque de bolas. Estas visitas no parecían ser demasiado felices.

Nosotros nos contagiamos de ese estado de ánimo. El ambiente en la tienda no era bueno. Había quien opinaba que el parque de bolas daba demasiados problemas y debía cerrarse. Sin embargo, la dirección dejó bien claro que eso no iba a suceder.

No hay quien se libre de los turnos de noche.

Aquella noche éramos tres, y cada uno nos hicimos cargo de una zona distinta. Periódicamente, cada cual se daba una vuelta por su territorio y, en el entretanto, nos sentábamos juntos en la cafetería a oscuras o en la sala de personal, y charlábamos y jugábamos a las cartas, mientras la tele sin volumen resplandecía ofreciendo todo tipo de basura.

Mi ruta me llevó al exterior, por el estacionamiento delantero, recorriendo arriba y abajo el asfalto con mi linterna, con la gigantesca tienda a mi espalda, rodeada por arbustos negros y susurrantes y, al otro lado de las barreras, las carreteras, y los coches nocturnos alejándose de mí.

Y me llevó hasta el interior de nuevo, a través de dormitorios, pasando junto a marcos de madera y paredes de pega. La iluminación era tenue, con luces a media potencia en todas esas salas inmensas llenas de lavabos sin tuberías y camas en las que jamás había dormido nadie. Si me quedaba inmóvil no había nada, ni movimiento ni ruido.

En una ocasión me puse de acuerdo con los otros guardas del turno y traje a mi novia a la tienda. Deambulamos de la mano siguiendo la luz de una linterna por todas esas habitaciones de mentira semejantes a decorados. Jugamos a casitas como niños, interpretando pequeños momentos del día: ella saliendo de la ducha y envolviéndose en la toalla que yo le ofrecía, el reparto del periódico en la barra para desayunar de la cocina… Luego buscamos la cama más grande y cara, con un colchón especial cuyo corte transversal se podía ver a su lado.

Al cabo de un rato, ella me pidió parar. Le pregunté qué pasaba, pero parecía enfadada y no quiso decírmelo. La acompañé hasta el exterior abriendo las puertas con mi tarjeta magnética, hasta su coche, que estaba solo en el aparcamiento, y la contemplé alejarse conduciendo. Para salir de la tienda hay un sistema de largas rampas y rotondas de sentido único que ella siguió aunque no hubiese hecho falta, así que tardó un buen rato en desaparecer. Ya no estamos juntos.

En el almacén caminé entre estanterías metálicas de casi diez metros de altura. Mis pasos me sonaron como los de un guardia de prisiones. Me imaginé las cajas planas con el mobiliario desmontado formando a mi alrededor.

Regresé pasando por las cocinas, siguiendo el camino que conducía a la cafetería, escaleras arriba hasta el pasillo a oscuras. Mis compañeros todavía no habían regresado: en la gran cristalera frontal del parque de bolas no se reflejaba luz alguna.

La oscuridad era absoluta. Acerqué el rostro al cristal y contemplé la forma negra que sabía que era el laberinto para trepar; la casita de juegos, un cuadrado pequeño de sombra más clara, flotaba en mitad de un mar de bolas de plástico. Encendí la linterna e iluminé el interior del recinto. Allá donde el rayo las tocaba, las bolas adoptaban colores payasescos, y cuando la luz seguía adelante volvían a ser negras.

Me senté en la silla del cuidador en la sala principal de la guardería, con un pequeño semicírculo de sillitas para bebés delante de mí. Me quedé allí en la oscuridad y escuché la ausencia de ruidos. A través de las cristaleras entraba el leve resplandor anaranjado de una farola, y cada pocos segundos pasaba un coche, apenas audible, que se marchaba por el otro extremo del aparcamiento.

Cogí el libro que había junto a la silla y lo abrí a la luz de la linterna. Cuentos de hadas: La Bella Durmiente y La Cenicienta. Se oyó un ruido.

Un golpecito sordo.

Lo volví a oír.

Bolas en el parque de bolas, cayendo unas sobre otras.

Al momento estaba de pie, escrutando la oscuridad del parque de bolas a través del cristal. Plof-plaf, se oyó de nuevo. Tardé varios segundos en moverme, pero por fin me acerqué a la cristalera con la linterna levantada. Estaba conteniendo la respiración y notaba el cuerpo en tensión.

El haz de la linterna barrió el laberinto y atravesó la cristalera contraria, llenando de sombras los corredores. Bajé el haz hacia las bolas que se movían, y justo antes de que la luz las alcanzara, cuando todavía estaban sumidas en la oscuridad, temblaron y se deslizaron apartándose unas de otras para abrir una minúscula senda. Como si algo se estuviese abriendo paso por debajo de ellas.

Yo tenía los dientes apretados. La luz caía ahora sobre las bolas, pero nada se movía.

Durante largo rato mantuve el pequeño recinto iluminado, hasta que la luz de la linterna dejó de temblar. La desplacé con cuidado arriba y abajo por las paredes, por todas partes, hasta que dejé escapar un fuerte y sordo silbido de alivio al ver que encima del laberinto había bolas, en el mismísimo borde, y comprendí que una o dos se habrían caído y rebotado suavemente entre las demás.

Sacudí la cabeza y bajé la mano; la linterna bajó con ella y el parque de bolas regresó a la oscuridad. Y justo entonces, en el instante en que las sombras se abalanzaban de vuelta a su interior, sentí un frío brutal, miré a la chiquilla que había en la casita y ella me miró a mí.

Los otros dos guardas no conseguían tranquilizarme.

Me encontraron en el parque de bolas, pidiendo ayuda a gritos. Yo había abierto las dos puertas y estaba arrojando bolas al exterior, a la guardería y los pasillos, donde las pelotas rodaban y botaban en todas direcciones, escaleras abajo rumbo a la entrada y bajo las mesas de la cafetería.

Al principio me había obligado a ir despacio. Sabía que lo más importante era no asustar a la niña más de lo que ya debía de estar. Con voz ronca e intentando sonar alegre le había dirigido algún saludo bobo, luego había entrado, enfocando poco a poco la brillante linterna hacia la casita de juegos para no deslumbrar a la chiquilla, sin dejar de hablar, soltando todas las tonterías que se me ocurrían.

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